“¡A las armas, ciudadanos!”

El presidente venezolano, Nicolás Maduro, lo ha anunciado: se apresta a entregar equipamiento militar –fusiles incluidos, por supuesto– a unos primeros 500.000 civiles. Así dicho, se infiere que las armas estarán a disposición inmediata y directa de medio millón de simpatizantes del chavismo. Aunque puede que no.

Me explico. La decisión de Maduro tiene unas resonancias que a cualquier cubano le resultarán familiares. En los días en que Ronald Reagan consultaba sus horóscopos en la Casa Blanca y jugaba a la guerra en Centroamérica, allá a principios de los 80, los cubanos escucharon repetidamente el “¡buuh!” del fantasma de una agresión militar. Entre, por una parte, un cowboy bastante belicoso, y por otra, un barbudo uniformado de verdeolivo y obsesionado con plantarle cara a EE.UU., los ciudadanos de la isla estuvieron bastante ajetreados construyendo refugios y participando en maniobras militares. Para la gente de a pie, el gobierno creó una organización paramilitar “voluntaria”: las Milicias de Tropas Territoriales, que serían las encargadas de hacer que la 82 División Aerotransportada mordiera el polvo de la derrota en las calles habaneras. “¡Si se tiran, quedan!”, era la consigna.

¿Qué queda de aquello? Polvo, sí, pero en el viento, tinta en papeles amarillentos… En teoría, todavía hoy todo cubano mayor de edad pertenece automáticamente a las MTT, a las que anualmente cotiza –también “voluntariamente”– el monto correspondiente a una jornada laboral. ¿Fusiles en casa? ¿Granadas? Nada, nada. Las armas están limpias y debidamente engrasadas en los estantes de las unidades militares, y probablemente nunca saldrán de allí. Finalmente, después de toda la metáfora de apocalipsis caribeño, los únicos americanos que han puesto pie en La Habana no lo han hecho con botas militares, sino con cómodas zapatillas deportivas, que son las mejores para bailar el son.

Volvamos a Maduro. ¿Armas en poder del pueblo, de verdad? Habrá que tomarlo con pinzas. Un experimento de ese corte, que ya dura más de 200 años en EE.UU. y que se llama “2da. Enmienda”, faculta a los ciudadanos a constituir “una milicia –¡vaya, milicia allí también!– bien ordenada para la seguridad de un Estado libre” y, en consecuencia, a portar armas para ello. Y los números son los que son: de los países desarrollados, es EE.UU. el que tiene el mayor índice de asesinatos por arma de fuego, con diferencia.

Ahora bien, si en Venezuela ocurrieron en 2015 unos 28.000 homicidios y ahora Maduro se propone entregar 500.000 fusiles a la gente corriente, que no a militares de carrera, pues la “fiesta” promete: promete bastante más sangre. En junio de 2016, cuando un fanático islamista perpetró una masacre en una discoteca de Orlando, el gobierno chavista envió su pésame por “este ataque violento que ha enlutado a numerosas familias y estremecido la sociedad de EE.UU.”, pero habrá que preguntar en Miraflores si con una alegre distribución de armas de fuego en Caracas esperan un resultado distinto.

Aunque hay esperanza. Si se calca el ejemplo cubano –lo cual es la norma–, los fusiles dormirán el sueño eterno en los cuarteles y solo habrán servido para mostrar garra. Si, por el contrario, llegan a los destinatarios concebidos por Maduro en su Marsellesa tropical (“Aux armes, citoyens”), no será extraño encontrar en el mercado negro, junto con la leche, la harina y el pollo que escasean en el súper, unos flamantes fusiles AK-47. Que matar, podrán matar, sí. Pero no el hambre.