No, no: Goya no era homófobo

¿Había escuchado usted que Francisco de Goya fuera un pintor gayfriendly, a saber, que fuera de buen rollo con los homosexuales, o que, por el contrario, pudiera entrar en la cada vez más amplia categoría de “homófobo”? ¿No? Yo tampoco. Las clasificaciones de este tipo, tan de nuestros días, no aplicaban en la primera mitad del XIX; pero actitudes hacia el fenómeno sí que las había, y difícilmente pasaban por darles a las personas homosexuales esa acogida “con respeto, compasión y delicadeza” que aconseja el Catecismo de la Iglesia. Goya, hombre de su tiempo, entendería el asunto –digo yo– desde una perspectiva no muy diferente a la de sus contemporáneos.

Otra cosa, sin embargo, es lo que leo en la BBC en boca de Carlos G. Navarro, curador de la exposición “La mirada del otro”, una muestra pictórica y escultórica con la que el Museo del Prado ha querido ponerse a tono con la jornada del “orgullo gay”, que se celebra en Madrid en estos días de canícula. Pues bien: una de las obras en exhibición es El maricón de la tía Gila, de Goya, y muestra a un personaje con un gesto torcido en el rostro y una pose forzada: brazos en jarra y panza hacia adelante. El aire de la composición es caricaturesco.

Francisco de Goya, El maricón de la tía Gila

Navarro, sin embargo, hace unas piruetas imposibles para adentrarse en la mente del pintor y librarlo de toda sospecha posible de homofobia: “Es –la del artista, dice– una mirada de conmiseración. No es una mirada acusatoria. Hay una dosis de realismo profundamente contemplativa”. Ya, ya: “Goya el Compasivo”, lo llamaremos desde ahora, exculpándolo preventivamente de culpas que no tiene y de prejuicios que hasta ahora nadie le había achacado. Así también podremos esperar que algún crítico nos diga que el artista, que no intentaba disimular con sus pinceles la muy generosa y carcajeante nariz de Carlos III, reflejaba con ello un implícito sentimiento antimonárquico, por lo que hoy sería un republicano convencido. Hecha una inferencia ridícula, ¿qué importan unas cuantas más?

Ahora bien, además de los matices tan curiosos que se dan a la pintura del aragonés en la “orgullosa” muestra, se advierte que la justificación para incluir otros cuadros parece poco menos que traída por los pelos. Así sucede con el lienzo Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes (1618), de Rubens. La escena ilustra el momento en que el joven semidiós, a quien su madre había disfrazado de mujer para evitar que lo reclutaran para la guerra de Troya, es descubierto por los otros dos guerreros cuando, instintivamente, empuña un arma. La obra está en la exposición porque “casa” con el tema del travestismo y la transexualidad.

A ver, que no es por negarle “homoméritos” a Aquiles; que ya sabemos de su profundo amor a Patroclo según la peculiar manera en que los antiguos griegos entendían la sexualidad, ¡pero esto va de otra cosa! Los norteamericanos que, en los años 70, se las ingeniaron para sacarle el cuerpo al servicio militar en Vietnam sabrían explicarle al curador del Prado de qué va el tema, que es más de evitar palmar en el campo de batalla que de asumir una identidad sexual diferente. De hecho, según la leyenda, mientras estaba huyéndole a la “mili” bajo ropajes femeninos, Aquiles tuvo un hijo con una dama de la corte en que estaba escondido. Al menos aquí, lo del semidiós trans no cuela.

Guido Renni, San Sebastián

Por último, reparemos en un cuadro de Guido Renni: San Sebastián (1619), en el que se representa al centurión romano semidesnudo en el momento en que los soldados han comenzado a asaetearlo. Del mártir cristiano, la BBC apunta que “es visto en la actualidad como un icono del erotismo gay”, quizá por la pose en que algunos artistas, del siglo XV en adelante, lo han representado: un hombre joven y atlético, semidesnudo. Hasta entonces, la imagen del santo era absolutamente otra: era, según explica la especialista Joaquina Lanzuela, la de un anciano barbudo, según la descripción que hizo de él un capitán de la guardia del emperador Diocleciano.

Lo interesante será saber si los responsables de la muestra del Prado harán algo para deslindar la figura del mártir de cualquier identificación con la homosexualidad. A tenor de las palabras de Navarro a la BBC, no lo parece: “No hemos querido hacer homoerotismo, sino narrar la historia de la contemplación de lo homosexual a través de las pinturas”. Pues nada: un caso típico de apropiación cultural. ¿Algo impedirá que la representación del tormento de un cristiano, al ser incluida en una muestra sobre la “sexodiversidad”, lleve al espectador no avisado a entender que el santo era inobjetablemente gay? “¡Tal vez lo mataron los propios católicos, homófobos como son!”, podrá pensar.

En fin, que si hay que apiñar en las paredes elementos sin demasiado sentido, que se haga. La cuestión es celebrar.




Paranoias mortales

Una veintena de representantes republicanos estadounidenses jugaban al béisbol el 14 de junio en Alexandria,  Virginia, cuando les sobrevino una tempestad de plomo. El atacante apretó el gatillo de un rifle AR-15, un arma ya casi “familiar” para la prensa por haber estado involucrada en algunas de las más sonoras masacres de los últimos años, como el ataque a la discoteca de Orlando –del que nuestro inigualable Alberto Garzón culpó como causa primera al “heteropatriarcado”–, o el que segó las vidas de 20 niños de 6 y 7 años en una escuela de Newtown, Connecticut, a finales de 2012.

Llaman la atención las declaraciones de un apasionado defensor de las armas, el representante republicano Tom Garret, para quien prácticamente fue una “suerte” que hubiera policías allí para pararle los pies al atacante y que solo resultara herido su correligionario y también legislador Steve Scalise (por cierto, un fervoroso proarmas). “Si no hubiera habido un líder de la Cámara de Representantes allí (en alusión a Scalisse), no habría habido policías presentes y todo hubiera derivado en el mayor acto de terrorismo político en años, o en el mayor de la historia”.

Fue precisamente Garrett quien presentó semanas atrás un proyecto de ley, aún en trámite, para que en el Distrito de Columbia, sede de las principales instituciones políticas y judiciales de EE.UU., se aliviaran las restricciones a la tenencia y portación de armas. Según se infiere de la postura del republicano, los legisladores que iban a jugar béisbol deberían haber tenido la posibilidad legal de llevar, además de guantes, pelotas y bates, una Magnum colgada al cinto. Pero las leyes, ¡ay!, los injustos límites de las leyes que no nos dejan cargar con la pistola a dondequiera…

El razonamiento de Garret no es demasiado complicado: sea que estés bailando en una disco, cavando un pozo o cenando en un restaurante, tienes que llevar tu arma y estar listo para responder, porque nadie lo hará por ti. Como si estuvieras en Mogadiscio o en Trípoli. Su inquietud no es qué diablos hacen 10 millones de rifles de asalto AR-15 en los hogares estadounidenses, sino por qué no hay más de estos mortíferos artefactos en manos de más personas. De las personas correctas, claro, de esas que nunca jamás las extraviarán ni les serán robadas, y que sabrán utilizarlas para neutralizar a los malos, ¡exclusivamente a los malos! Según Garrett, si su proyecto de legislación ya estuviera en vigor, “hubiera permitido a las personas amantes de la ley defenderse ellas mismas” en el estadio.

El misterio, sin embargo, es por qué, a pesar de haber 300 millones de armas de fuego en poder de civiles, no dan abasto para fulminar a los villanos, pues una cifra anual de 30.000 muertes por disparos no es el mejor signo de efectividad de la cada vez mayor libertad para portar armas “por si alguno se atreve conmigo”.

La respuesta por tan poco envidiables números podría estar en una suerte de paranoia cultural que invita a ver, como decía un filósofo bastante pesimista, el infierno en los otros. “The enemy is out there” (“el enemigo está allá afuera”), insisten los filmes, los políticos y los telediarios norteamericanos, y hay que estar preparado para coserlo a tiros en cuanto asome la cabeza.

La mejor muestra de cuánto cala el mensaje nos la ofrece un reportaje televisivo de esos que persiguen la vida y hazañas de los que se han ido a vivir en el exterior en busca de mejores horizontes: un matrimonio español, asentado en EE.UU., tiene en casa todo un arsenal de rifles y pistolas, tanto para la caza como para “por si acaso”. ¿El punto? Que cuando vienen a España, cuyo índice de criminalidad es el tercero más bajo de la UE, se traen al menos una de sus armas: “Así nos sentimos más seguros, porque nunca se sabe”.

Podrían ahorrársela. El enemigo, la percepción de peligro extremo e inminente, viaja con ellos. Y vive en casa de Garret, y en la de Scalise, y en la de…




Sangre goteando desde el WhatsApp

Ver artículo en Aceprensa.




Hamás se “moderniza”

La organización armada palestina Hamás, que gobierna la Franja de Gaza desde 2006, ha sido noticia en estos días porque está cambiando las maneras. Las de expresarse, apunto. Lo ha hecho en su nuevo documento programático, presentado por su líder, Khaled Meshal, en Doha; un texto en el que no se habla de “echar a los judíos al Mediterráneo” –la tradicional doctrina de los islamistas palestinos–, sino de una guerra de liberación nacional que no va contra los judíos, sino contra “el proyecto sionista”.

Según la declaración, Hamas –que es considerada organización terrorista por EE.UU. y la UE– no lucha contra los judíos por ser judíos, sino contra los ocupantes de Palestina. En otra innovación, el grupo se dice dispuesto a establecer “un Estado palestino completamente soberano e independiente, con Jerusalén como capital, dentro de las fronteras del 4 de junio de 1967”, esto es, en Gaza y Cisjordania y la parte oriental de la Ciudad Santa. Con lo que progresamos: de no querer ver a un solo judío en Palestina a reconocer implícitamente que en algún sitio deben acomodarse, va un trecho y un avance. Uno de los portavoces del grupo, citado por CNN, revela el objetivo del cambio: “Nuestro mensaje al mundo es este: Hamás no es radical. Somos un movimiento civilizado y pragmático”.

Pragmatismo, sin dudas. El propósito declarado en el anterior documento rector, de 1988, de borrar a Israel del mapa, se ha tornado más difícil que, para la zorra de la fábula, alcanzar las uvas. “Están ácidas”, se consoló la raposa mientras se retiraba con el estómago vacío; “somos un movimiento civilizado”, se encogen de hombros  Meshal y los suyos, quizás lamentando para sus adentros que ninguno de sus misiles caseros o Made in Iran haya podido alcanzar nunca la sede de la Kneset (el Parlamento israelí).

No es, por cierto, la primera vez que Hamas desliza la posibilidad de un territorio compartido. Ya en 1997, The Washington Post recogía las declaraciones del fundador del grupo, Ahmed Yassin –fulminado en 2004 durante un ataque aéreo–, quien ofreció a Israel una tregua a cambio de que sus colonos y soldados se retiraran de la Franja y de la ribera occidental del Jordán.

Lo que hoy se muestra como pragmatismo y sentido común, sin embargo, tiene algunos agujeros. En el propio documento “actualizado” hay expresiones que no cuadran con lo que se quiere hacer ver, como que “ni una sola piedra de Jerusalén puede ser entregada ni se puede renunciar a ella”; que “no habrá reconocimiento de la legitimidad de la entidad sionista”, o lo de que “ninguna parte de Palestina será negociada ni entregada”.

Contradicción pura: hablar de volver a las fronteras de 1967 ya es reconocer, de facto, que no toda Palestina –ni toda Jerusalén–  es territorio árabe. Entreabrir los ojos y el juicio les haría ver a los islamistas, sin demasiado problema, que así como se equivocaban los pioneros sionistas que reclamaban Tierra Santa para los judíos por ser “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, también es punto menos que imposible obligar a generaciones enteras de israelíes a tomar sus bártulos y largarse del territorio en el que vivían antes de, al menos, la Guerra de los Seis Días.

Hamás pretende, sí, lavarse la cara para intentar atraer amistades, pero lo hace tarde y mal. Sus contradicciones hacia Israel son, precisamente, de igual calidad que las de sucesivos gobiernos israelíes: también dicen querer la paz, pero ni hablar de desmantelar colonias ilegales ni de aplicar la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, de 1967, que pide un regreso a las fronteras anteriores a la guerra. “¿La paz? ¡Oh, sí, cuánto la necesitamos!”, dicen a ambos lados, pero entender que el otro –sea que lleve una kefia o una kipá– también necesita un territorio donde vivir y desarrollarse, eso no. Todo el mundo en sus trece.

Declare Hamás lo que declare, en ese nido de precariedad que es la Franja de Gaza, donde según Amnistía Internacional las violaciones de los derechos humanos las cometen los islamistas, se seguirá sembrando la semilla de la confrontación. Aunque la dirección del grupo se diga “civilizada y pragmática”, los libros de texto con que se forman los estudiantes de Gaza seguirán desbordados por la misma palabrería antijudía de siempre, del tipo “los judíos y el movimiento sionista no están relacionados con Israel,  porque los hijos de Israel son una nación que ha sido aniquilada”.

Para no ser los judíos el enemigo, se disimula bastante mal.




“¡A las armas, ciudadanos!”

El presidente venezolano, Nicolás Maduro, lo ha anunciado: se apresta a entregar equipamiento militar –fusiles incluidos, por supuesto– a unos primeros 500.000 civiles. Así dicho, se infiere que las armas estarán a disposición inmediata y directa de medio millón de simpatizantes del chavismo. Aunque puede que no.

Me explico. La decisión de Maduro tiene unas resonancias que a cualquier cubano le resultarán familiares. En los días en que Ronald Reagan consultaba sus horóscopos en la Casa Blanca y jugaba a la guerra en Centroamérica, allá a principios de los 80, los cubanos escucharon repetidamente el “¡buuh!” del fantasma de una agresión militar. Entre, por una parte, un cowboy bastante belicoso, y por otra, un barbudo uniformado de verdeolivo y obsesionado con plantarle cara a EE.UU., los ciudadanos de la isla estuvieron bastante ajetreados construyendo refugios y participando en maniobras militares. Para la gente de a pie, el gobierno creó una organización paramilitar “voluntaria”: las Milicias de Tropas Territoriales, que serían las encargadas de hacer que la 82 División Aerotransportada mordiera el polvo de la derrota en las calles habaneras. “¡Si se tiran, quedan!”, era la consigna.

¿Qué queda de aquello? Polvo, sí, pero en el viento, tinta en papeles amarillentos… En teoría, todavía hoy todo cubano mayor de edad pertenece automáticamente a las MTT, a las que anualmente cotiza –también “voluntariamente”– el monto correspondiente a una jornada laboral. ¿Fusiles en casa? ¿Granadas? Nada, nada. Las armas están limpias y debidamente engrasadas en los estantes de las unidades militares, y probablemente nunca saldrán de allí. Finalmente, después de toda la metáfora de apocalipsis caribeño, los únicos americanos que han puesto pie en La Habana no lo han hecho con botas militares, sino con cómodas zapatillas deportivas, que son las mejores para bailar el son.

Volvamos a Maduro. ¿Armas en poder del pueblo, de verdad? Habrá que tomarlo con pinzas. Un experimento de ese corte, que ya dura más de 200 años en EE.UU. y que se llama “2da. Enmienda”, faculta a los ciudadanos a constituir “una milicia –¡vaya, milicia allí también!– bien ordenada para la seguridad de un Estado libre” y, en consecuencia, a portar armas para ello. Y los números son los que son: de los países desarrollados, es EE.UU. el que tiene el mayor índice de asesinatos por arma de fuego, con diferencia.

Ahora bien, si en Venezuela ocurrieron en 2015 unos 28.000 homicidios y ahora Maduro se propone entregar 500.000 fusiles a la gente corriente, que no a militares de carrera, pues la “fiesta” promete: promete bastante más sangre. En junio de 2016, cuando un fanático islamista perpetró una masacre en una discoteca de Orlando, el gobierno chavista envió su pésame por “este ataque violento que ha enlutado a numerosas familias y estremecido la sociedad de EE.UU.”, pero habrá que preguntar en Miraflores si con una alegre distribución de armas de fuego en Caracas esperan un resultado distinto.

Aunque hay esperanza. Si se calca el ejemplo cubano –lo cual es la norma–, los fusiles dormirán el sueño eterno en los cuarteles y solo habrán servido para mostrar garra. Si, por el contrario, llegan a los destinatarios concebidos por Maduro en su Marsellesa tropical (“Aux armes, citoyens”), no será extraño encontrar en el mercado negro, junto con la leche, la harina y el pollo que escasean en el súper, unos flamantes fusiles AK-47. Que matar, podrán matar, sí. Pero no el hambre.




Cuando la fiera despierte…

Female_inmates_inside_their_maximum_security_prison_cellsUn recluso inglés, Martin Ponting, acaba de ser trasladado de prisión. Hace 12 años fue condenado por la violación de dos chicas adolescentes y puesto tras las rejas, y ahora va a un penal… ¡de mujeres! Ah, porque ya Martin no es exteriormente Martin, sino “Jessica Winfield”. Las autoridades británicas han tenido a bien sufragarle la operación de cambio de sexo –dinero de los contribuyentes mediante–, y la entidad Martin-Jessica se va a una cárcel algo más light.

Solo el anuncio de la mudanza del reo a la prisión femenina ha motivado que alguna de las reclusas haya amenazado con quitarse la vida. Quizás no todos tengan tan claro que quien llega ahora a una cárcel de mujeres sea realmente una mujer. Una de sus víctimas ha dicho a The Independent que es sencillamente “diabólico” que se le haya permitido cambiar de sexo físico, así como que pueda ser liberado este mismo año, pese a haber sido condenado a cadena perpetua en 1995. “Puede haber cambiado físicamente, pero su cerebro es todavía el mismo”.

Es cuando menos curioso que la metamorfosis de algunos, de voraces gusanos de seda a aladas y frágiles mariposas, se produzca en prisión. Así le sucedió en 2013 al soldado Bradley Manning, hoy “llámame Chelsea”. Su delito no ha sido del mismo calibre que el de Ponting –el joven militar fue la mano que pasó información muy sensible del gobierno estadounidense a Wikileaks–, pero su cambio se produjo igualmente en cautiverio, no antes. ¿”Disforia de género” de última hora, o cálculo interesado?

Que el expresidente Obama, pese a la gravedad de su falta –por la que fue condenado a 35 años– le haya conmutado la pena en enero de este año, da alguna pista de que su condición sirvió de atenuante. De hecho, en diciembre de 2016 la National LGBTQ Task Force y el Transgender Law Center enviaron una carta al mandatario demócrata para que le concediera el perdón. “Nuestras organizaciones pueden tener opiniones diferentes respecto a la acción de la señorita Manning, sin embargo, estamos unidas en nuestro respaldo a la petición de clemencia”. Pues bien, ¡hágase! Que no se dijera que el Vigilante en Jefe de los baños escolares iba a  dejar pasar ocasión de indultar a un trans, aun cuando hubiera expuesto públicamente los intestinos del Departamento de Estado.

Sea por una mayor posibilidad de alcanzar el perdón o por ser ubicado en un penal con condiciones menos severas, la transición de género parece una opción tentadora para quien tiene nociones morales más resbaladizas que la media. Valdría la pena preguntarse además por qué tenemos tan poca noticia de mujeres reclusas a las que les haya sobrevenido súbitamente un arrebato de “disforia de género”, y que hayan solicitado el cambio de sexo y su envío a una prisión masculina. No sé; es solo por preguntar…

En los casos aireados por la prensa, que tratan solo de hombres, lo llamativo es que estos pueden pedir el cambio que deseen, que el Estado responde. Pero no una, sino varias veces. Para muestra, el ejemplo del británico John Pilley, quien en 1981 secuestró a una taxista e intentó asesinarla, y le cayó una cadena perpetua. En 2001, el reo John pasó a llamarse Jane, gracias a la magia del bisturí, pero en 2006 se cansó de ser “mujer” y desde entonces ha hecho saber que quiere volver a su antiguo estado. Si el NHS (el servicio de salud pública del Reino Unido) pagó de sus arcas las 15.000 libras esterlinas de la primera transición, no hay por qué pensar que lo dejará en la estacada esta segunda.

Que sí, que las vueltas atrás ocurren, aunque no siempre se hagan públicas. Hace un año, el norteamericano Walt Heyer –que tras cambiar de “género” y darse cuenta de lo absurdo de su decisión se sometió a una segunda operación para volver a su sexo biológico–, explicaba a Aceprensa: “El número de personas que retoman su identidad de género original no se conoce, porque la gran mayoría de los que se arrepienten y retoman su vida no se someten a otra cirugía ‘de sentido inverso’, pues ni sus sentimientos ni sus funciones pueden ser totalmente restaurados. (…). La pérdida de funciones y de sentimientos es absolutamente irreversible tras una intervención quirúrgica”.

Cuando la conciencia masculina remeza finalmente a Ponting; cuando, en una noche de luna llena, la “fiera” que una vez fue despierte en un entorno abrumadoramente femenino, ya tendrán tiempo los del NHS y las autoridades penitenciarias de evaluar los daños de su inútil condescendencia.




Eutanasio Duterte

duterteEl 82% de los filipinos residentes en Metro Manila (el distrito capitalino) dice sentirse más seguro desde que el presidente Rodrigo Duterte comenzó en el verano pasado su particular guerra contra las drogas. Así lo refleja una encuesta local, y los resultados se van viendo: según la Policía Nacional, los niveles de criminalidad han descendido notablemente, pues si entre julio de 2015 y julio de 2016 habían resultado heridas unas 158.800 personas en sucesos violentos, del verano para acá “apenas” lo han sido unas 80.000, al tiempo que ha decrecido el robo de coches, el hurto, los homicidios (los no gubernamentales, vale aclarar), y otras modalidades delictivas.

Perfecto: la paz avanza en los dominios de Duterte, que ha dado vía libre a las fuerzas del orden y a los paramilitares para que procedan expeditamente contra los narcotraficantes, sean del tipo Pablo Escobar o simples mercachifles de la barriada. ¡O no lo sean en absoluto! Human Rights Watch ha documentado decenas de casos de personas inocentes a las que la policía o los paramilitares han asesinado sin demasiados escrúpulos, y junto a las cuales, en un charco de sangre, han plantado armas de fuego y estupefacientes. Gente normal, que iba a lo suyo, pero a la que han quitado la vida –¿importa mucho una vida más o menos?–– unos agentes del orden fuera de control, que se comportan con la euforia de las vacas que corretean por el prado tras pasarse meses en un establo.

La mejor muestra de lo desnortada que está la policía filipina sub Duterte fue el asesinato de un empresario sudcoreano meses atrás. Los agentes no se liaron demasiado: durante una redada antidrogas en la ciudad de Quezon, cargaron con el hombre de negocios hacia la comisaría. Allí lo estrangularon, lo incineraron y, para sacarle tajada al asunto, se hicieron pasar por delincuentes comunes y exigieron a su mujer un rescate de 100.000 dólares, haciéndole creer que aún vivía. El presidente se disculpó públicamente y prometió castigar con dureza a los responsables –algo así como que el carnicero se disculpara con el cordero y le asegurara que martillará al cuchillo–. Porque la sangre está en las calles, pero corre desde el buró del mandatario en el Palacio de Malacañán.

Calles teñidas de rojo, sí, pero según algunos opinantes en Manila, “más tranquilas”. Duterte remeda así, sin saberlo, a la figura del general Eutanasio Rodríguez, dictador de la República de Banania y humorística creación de Les Luthiers. El sátrapa, en un homenaje que se tributa a sí mismo, les recuerda a sus gobernados: “De no ser por nuestra acción de gobierno, pacientemente desarrollada en estos últimos… 49 años, nuestras calles estarían hoy llenas de pornografía, de corrupción, de violencia… ¡de gente!”.

¿Que todavía queda gente dando vueltas por Manila? Tiempo al tiempo: el jefe de la Policía en la capital, Oscar Albayalde, ha dicho que el resultado de la encuesta le ha resultado “inspirador”, y que siente el respaldo de la ciudadanía. “Innovaremos y nos esforzaremos aún más, hasta dar el ciento por ciento”, afirma.

Si hace bien su trabajo, como “inspiradamente” promete, muy pronto habrá una inmejorable seguridad pública en el país de Eutanasio: un silencio imponente, cero atascos de tráfico, nada de contaminación… Y fantasmas, muchos fantasmas.




Neoimperialistas al ataque

aborto-mundo¿Conque Donald Trump no quiere darles un céntimo a las organizaciones que se dedican a promover el aborto en países pobres? ¡No hay que temer! “¿Es un pájaro? ¿Es un avión?” ¡No!, es el primer ministro canadiense Justin Trudeau, que vuela veloz a cubrir el hueco que ha dejado en la industria de la muerte el escasamente simpático inquilino de la Casa Blanca.

Es un hecho: Ottawa pondrá de su bolsillo 650 millones de dólares (487 millones de USD) para tales fines durante tres años. Trump, al cerrar el grifo, ha privado de unos 600 millones por cuatro años a los que promueven el aborto fuera de EE.UU., según calcula una fuente oficial holandesa (que como se verá, también Holanda está medida en el ajo abortista). De modo que Trudeau es el nuevo campeón, incluso de quienes no le han pedido auxilio…

Sí, porque una de las previsiones contenidas en la iniciativa, citada por el Globe and Mail, es que el dinero se utilice no solo para ofrecer “abortos seguros”, sino para “quitar las barreras judiciales y legales para el cumplimiento de los derechos a la salud sexual y reproductiva”. No tenemos solamente, pues, la mano amiga canadiense que se extiende a los países que claman por su ayuda, sino al puño injerencista que entrega billetes a los lobbies pro-aborto allí donde estos existan, con independencia de que los países lo contemplen o no en su ordenamiento jurídico.

No es, en ningún caso, una interpretación errada. El ministro de Desarrollo Internacional, Marie-Claude Bibeau, ha despejado cualquier duda al respecto: “La defensa [de ese “derecho”] está incluida en nuestra iniciativa, de manera que sí: apoyaremos a los grupos locales y extranjeros que aboguen por los derechos de las mujeres, incluido el aborto”.

Como es para quedarse con la boca abierta –siempre se ha dado por sentado quiénes son en América del Norte el poli malo y el poli bueno, por lo que esta súbita arrogancia canadiense descoloca a cualquiera–, el presidente de la Conferencia Episcopal local, Mons. Douglas Crosby, ha lamentado la salida de tono de Ottawa y su “intento de imponer unos ‘valores’ canadienses”, y ha calificado la medida como propia de un “imperialismo cultural”.

¿Canadá, imperialista? Bueno, que no posea ni haya poseído colonias no es óbice para que se comporte como tal. La manía de dictar a otros cómo deben ser sus leyes, con independencia del background cultural, social, religioso, etc. de los “beneficiarios”, es un rasgo que delata bastante una conciencia de quién-manda-aquí, tan típica de los imperios.

Precisamente en el mismo buque de los canadienses va el gobierno de Holanda –que por cierto, sí fue metrópoli colonialista–. Como se sabe, Ámsterdam acaba de crear un fondo internacional pro-aborto para paliar los efectos de la decisión de Trump, pero no basta, y lo del buque no va en broma: a finales de febrero, la ONG Women on Waves pretendió atracar su barquichuelo abortista en las costas de Guatemala, para que toda mujer que lo deseara tuviera su “aborto seguro”. No se les permitió ni acercarse a la orilla, por lo que idearon que una lancha recogiera en tierra a las interesadas y las trasladara al barco, ubicado en aguas internacionales. Pero las autoridades locales frustraron la operación y enviaron a los europeos a paseo.

Es así: si a principios del siglo XX las cañoneras inglesas y alemanas bombardearon y bloquearon las costas de Venezuela para hacerle saber a Caracas que podían obrar como les diera la gana –el derecho internacional no estaba en pañales, sino todavía en embrión–, otros entienden hoy que pueden inyectar dinero a capricho en las instituciones de países pobres para cambiar leyes y políticas que no les agradan. O, como los de la “cañonera” holandesa, imaginar que un paisillo centroamericano no se atreverá a frenar a los iluminados del “derecho a decidir”.

Hoy no bombardean para prevalecer. Pero si pudieran…




SuperMarx

marx1El rostro de Carlos Marx –a primera vista no muy diferente del de un escurridizo gnomo o el de un Santa Claus sin renos– nos es bastante familiar a quienes hemos nacido bajo sistemas ideológicos inspirados en su prédica. En sociedades para las que El manifiesto comunista era una suerte de biblia a la medida, la efigie del filósofo alemán aparecía lo mismo en la escenografía de un congreso en Cuba que en los enormes carteles que adornaban las paradas militares en Moscú, en los sellos de correo checos y yugoslavos y hasta en Tiananmen, la megaplaza de Pekín donde “no pasó nada en 1989”.

La noticia viene ahora de Alemania, pero también de China: el gobierno de este país quiere regalarle una estatua de Marx a la ciudad alemana de Tréveris, cuna del pensador. Será en bronce y tendrá 6,5 metros de altura. ¿El motivo? Homenajear a Marx en el bicentenario de su nacimiento, en 2018.

El punto es si la ciudad acepta o no el regalo. La agencia Deustche Welle ha preguntado a residentes en la localidad qué tal la idea –al alcalde, el socialdemócrata Wolfram Leibe, le parece genial–, y ha encontrado opiniones diversas. Una de ellas, muy recurrente, es la objeción al tamaño: más de seis metros es demasiado. Aunque depende. Para la iconografía comunista, que carece de dioses tradicionales, ponerle unos metros más a la figura de sus iconos ideológicos es, de cierta manera, dotarlos de esa cualidad divina que, paradójicamente, les niega su propia concepción materialista de la vida. Además, quien hace el ofrecimiento es China: ¿qué esperar: un Marx de 1,80?

En efecto, allí donde sobreviven, las megaestatuas comunistas continúan siendo un símbolo de la pujanza del ya desaparecido sistema –del que, como las ondas gravitacionales del Big Bang, quedan algunos ecos–. En Cuba, por ejemplo, el mayor parque de atracciones de La Habana no tiene nada que ver con Mickey Mouse, sino con el líder de la Revolución de Octubre, Vladimir I. Lenin, a quien se dedica allí una marmórea cabeza de proporciones descomunales. Entretanto, en la alemana Chemnitz –otrora bajo influencia soviética– ha quedado también una cabeza, pero de Marx, a la que los habitantes de la ciudad no dudaron en colgarle una camiseta de la selección y pintarle las mejillas con los colores de la bandera germana durante el Mundial de Fútbol de 2014.

Ahora bien, antes de instalar el obsequio chino en Tréveris, el ayuntamiento ha preferido consultar a la gente, que mientras se lo piensa, podrá “disfrutar” de una maqueta en madera del barbudo filósofo con las mismas medidas de la escultura original. Para algunos trevirianos, sin embargo, habría un reparo más allá de la demostradamente fallida ideología marxista: el de quien ofrece el regalo. Uno de los consultados por DW refiere que solo cuando Pekín respete como se debe la libertad y los derechos humanos, será posible aceptar el presente; no antes. Claro que, si la alcaldía se atuviera a este principio, con seguridad la escultura no zarparía de China jamás, ni en esta vida ni en la futura.

Si el público termina aceptándola, pues nada: Marx no fue Stalin, ni Pol Pot, ni Mao. Fue un teórico que, como bien explicó Benedicto XVI, se quedó “corto”: “Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo”, señalaba Ratzinger en la encíclica Spe salvi, y añadía que el problema de su compatriota había sido olvidar la libertad del hombre: “Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es solo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo solo desde fuera, creando condiciones económicas favorables”.

Un hombre, en fin; un pensador, un ser falible, hecho escultura caminante, victoriosa… Como si sus ideas no hubieran fracasado en el mismo país en que nacieron y aun en aquel que comisiona estatuas para honrarlo y que juega a un capitalismo primario y casi posfeudal. Que decida la gente, pues, en Tréveris, y en China que se convenzan: si el bronce cobrara vida allí mismo, SuperMarx volvería a morir súbitamente, angustiado y perplejo.




“Con libertad y justicia para todos (los míos)”

ladylibertyEl vídeo lo trae la BCC: varios estudiantes de la Universidad George Washington tienen un problema: son republicanos. Esto, en la patria de Lincoln, no debería ser motivo de polémica, pero al parecer poco importa cuán egregio fuera el fundador del partido o cuáles son las propuestas políticas concretas de esta formación. Donald Trump es republicano, y así como un leproso veterotestamentario volvía impuro todo aquello que tocaba, así se figuran algunos que hace Trump a todos los republicanos: los contamina.

El estudiante Diego Rebollar es de los apestados, y lo sabe porque así se lo han hecho ver en el campus: “Me dicen: ‘Hola, tú eres Diego, ¿no?’. Sí. ‘¿Y eres republicano?’ Sí, ¿por qué? Entonces simplemente me gritan ‘¡Vete a la m…!’. (…) ‘Eres mexicano; ¿cómo puedes ser conservador? ¿Cómo le puedes hacer eso a tu gente?’”.

Otra que carga con su culpa es la menuda Jennifer Tichsler: “La gente me pregunta que cómo puedo ser judía, hispana y republicana. Que si eso no es una traición a mi religión, a mi raza y hasta a mi género”. Parecido le ocurre a otro colega, cuyo apellido también tiene resonancias askenazíes: “Desde el punto de vista liberal –dice Shep Gerszberg–, si no estás a favor de lo que ellos creen, eres un racista, un homófobo, un sexista, etc. Cualquier persona que tenga una remota opinión conservadora es tratada como un descarrilado, como alguien que no es normal”.

Es lo que hay. La capacidad de debatir, de reconocer que el adversario puede tener razones que no comparto y que me interesaría escuchar para enterarme y así poder modificar mi posición o fundamentarla aun más, está por los suelos. Es la hora de la simpleza: “¿Republicano? Idiota. ¿Demócrata? Tipo listo”. Punto. No hay que liarse.

Es así que Rebollar, si quiere tener paz, ya puede ir rectificando su filiación política, porque Trump ha dicho alto y claro que el muro con México va adelante y que deportará millones de inmigrantes del sur, ergo, si eres mexicano, entenderás que no puedes ser otra cosa que anti-Trump, esto es, demócrata. Solo que, si el joven sabe leer, ve telediarios y más o menos se informa sobre lo que ocurre a su alrededor, tendrá a la mano el argumento de que un demócrata, tipo simpático, cool, expulsó de EE.UU. a tres millones de indocumentados no hace mucho, y así podrá comunicarlo a quienes le increpan. El problema es que los argumentos sirven de poco si no encuentran una oreja por donde colarse, y quienes están convencidos de ser depositarios de la verdad absoluta en materia política, tienen un muro como el que anhela su odiado presidente, pero en el oído.

Por desgracia, el apriorismo vuelve a hacerse regla. Si hace más de 60 años era un oscuro senador republicano el que decidía quiénes eran los buenos y los malos americanos, hoy son ciertos ambientes y grupos de tendencia progresista, marcados por lo “políticamente correcto”, los que se invisten de la autoridad para decretar quién está in y quién out; quién es, sin discusión, un fascista, y quién “uno de los nuestros”. Sin medias tintas.

Con seguridad, si el conocido juramento a la bandera de las barras y las estrellas volviera a redactarse hoy; si el encargado de escribirlo fuera uno de los que apuntan el índice contra Diego, Jennifer y Shep; si fuera un tiquismiquis apegado al guion de lo que es adecuado o no decir; un entusiasta, en fin, de la nueva censura, veríamos que la promesa de lealtad a una república “con libertad y justicia para todos” estaría enmendada con un “para todos los míos”, y así la repetirían los escolares estadounidenses cada mañana, mirándose de reojo.