La Pascua no es un trago fácil

A propósito de las Pascuas judía y cristiana, R. R. Reno –editor de una importante publicación sobre la religión en el espacio público– escribía una reflexión en The Wall Street Journal donde comparaba ambas celebraciones y señalaba algunos puntos en común. Lo gracioso del asunto es que su comparación no se mueve en el plano abstracto: el autor es católico y su mujer, judía. Así, el pasado lunes 10 de abril celebró la Pascua judía (Pesach) con la familia de su mujer, y cinco días más tarde acudió a la Vigilia para celebrar la Pascua cristiana (Pascha). “Puesto que estoy casado con una mujer judía que decidió que tener un marido cristiano era una razón para ser más judía, no menos, he estado repitiendo el patrón bíblico durante más de treinta años”, escribía.

¿Qué rasgos comparten ambas celebraciones? Las lenguas romance emplean los mismos términos para las dos, y en ambos casos es el mismo ciclo lunar el que fija su fecha cada año. Aunque lo importante no está aquí, sino en que las dos celebran lo mismo: “En ambas, los muertos nacen a una vida nueva”, sostiene el autor. Si bien esta “vida nueva” no es lo mismo para ambas religiones –la resurrección de Cristo difiere radicalmente del “milagro de un muerto redivivo”, apuntaba Benedicto XVI en Jesús de Nazaret (vol. 2)– en ningún caso significa “un optimismo fantasioso o una risueña confianza en que Dios mantendrá todo limpio y agradable”. El sábado santo, previo a la Pascua cristiana, la Iglesia no reparte la eucaristía –prenda de vida eterna– a sus fieles como invitación a “encarar el atroz vacío de la muerte, en un sentido espiritual, del mismo modo que, tarde o temprano, sentiremos los terribles golpes de la muerte”, apunta Reno. Tampoco la Pascua enseña a los judíos “que la opresión no sea real o que el sufrimiento no sea amargo”.

En segundo lugar, las dos Pascuas coinciden en negar a la muerte la última palabra. Frente a la tumba de un ser querido, un judío recita el Kaddish, una oración de confianza en Dios que rechaza la victoria de la muerte. De modo similar, en un funeral cristiano el ataúd se sitúa en mitad del templo: “recibir la eucaristía a unos pasos de un cadáver es plantarle cara a la muerte”, explica el autor. “Esto no significa ignorar las lágrimas o la angustia que trae la muerte, pero sí es negarles la última palabra: Cristo ha resucitado de entre los muertos”.

De estas reflexiones se sigue un tercer punto: la Pascua no es un trago fácil, pues no admite “medias tintas”. A diferencia de lo que sucede con la Navidad –a veces diluida en una fiesta que “inyecta una muy necesitada medida de buena voluntad y magia”, en palabras de Gerry Bowler–, la Pascua nos enfrenta con una dura realidad ante la que no caben componendas: exige del creyente apostarlo todo a una carta. Por ello, la costumbre cada vez más extendida de celebrar los funerales cristianos sin el cuerpo presente –junto con otras formas de eludir la visión del cadáver– puede sugerir una postura intermedia: una cierta concesión a la muerte, una sombra de duda sobre si realmente tendrá o no la última palabra. Pero “en el ‘sí’ o el ‘no’ a esta cuestión no está en juego un acontecimiento más entre otros”, recordaba Benedicto XVI, pues la resurrección implica “una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos” y que abre “un tipo nuevo de futuro para la humanidad”.




El retorno de los hombres grises

Con el paso de los años, la novela Momo de Michael Ende, aparentemente dirigida a un público infantil, ha resultado ser una profecía de nuestra época, especialmente en lo relativo al tiempo. Sirva rescatar una escena como botón de muestra: un hombre gris entra en el local de un peluquero, a quien convence para realizar un inventario de su tiempo, donde aparecen también los ratos “desaprovechados”. El peluquero, abrumado y persuadido de que el tiempo es dinero, firma un acuerdo con el hombre gris por el que invierte su tiempo en un banco y se compromete a aprovecharlo al máximo en adelante, produciendo sin parar.

Esta escena, envuelta en la novela por la irrealidad que corresponde a la ficción, tiene lugar a diario. Así, el inocente relato de Ende encierra una advertencia contra una concepción del tiempo que, a la larga, puede resultar mortal. Por suerte, también en nuestros días hay quienes denuncian esta forma equivocada de entender el tiempo. Contra el tiempo: filosofía práctica del instante, escrito recientemente por el mexicano Luciano Concheiro, nos anima a plantarle cara al que el autor denomina “tiempo capitalista”, caracterizado por la productividad y la aceleración permanente: “Parece que solo está la vía capitalista, el trabajo absoluto, morir trabajando, endeudarnos, cambiarnos de un trabajo a otro, la precarización…”, sostiene Concheiro en una entrevista para ABC Cultural. Además, este tiempo acelerado no se queda en el trabajo: invade nuestra vida personal, deformando nuestras relaciones desde este prisma de la productividad y del consumo.

A modo de solución, el pensador mexicano habla de una resistencia interior, que empieza por redescubrir el valor del instante; por místico que pueda parecer, se trata de replantearnos nuestra vida cotidiana: “Una práctica tan sencilla como el baile y la lectura de poesía puede revertir por un momento este furor acelerado que nos impone el capitalismo”. Algo similar propone el filósofo Byung-Chul Han en su ensayo El aroma del tiempo: habla de vivir un “tiempo aromático”, capaz de demorarse, de practicar la amabilidad y contemplar: “La vida gana tiempo y espacio, duración y amplitud, cuando recupera la capacidad contemplativa. Si se expulsa de la vida cualquier elemento apacible, esta acaba en una hiperactividad letal”, afirma Han.

La lucidez de propuestas como las de Concheiro o Han es indiscutible. No obstante, en ellas se advierte una visión donde la realidad cuenta solo “de tejas para abajo”, nada hay más allá. Aciertan en presentar el instante y la demora como caminos para redescubrir el presente: el único tiempo que realmente cuenta. Pero el camino no acaba aquí: las voces de otros pensadores menos conocidos, como la del español Fernando Inciarte, nos recuerdan que este redescubrimiento es, sencillamente, inagotable. La fragilidad del instante presente nos ayuda a caer en la cuenta de la precariedad de cuanto nos rodea y, como consecuencia, a agradecer el milagro de la creación. Dicho en una frase: el tiempo no es dinero, es creado.




El crepúsculo de los cines

El Cine Palafox de Madrid anunció hace unos días su cierre, casi 55 años después de su inauguración con el estreno de Barrabás, película italiana protagonizada por Anthony Quinn. El hecho en sí parece anecdótico, si no fuera una de las puntas de un iceberg más profundo, contra el que ya han colisionado otros cines, hoy convertidos en salas de fitness o supermercados, como el Cine Luchana o los Roxy. Estos naufragios, que incitan al lamento y la nostalgia, pueden ser también ocasión para reflexionar: ¿Cómo ha cambiado nuestro modo de ver cine? ¿Por qué ha cambiado?

En su carta de despedida, Juan Ramón Gómez, presidente de la empresa familiar que ha gestionado el Palafox, denuncia la piratería, la subida del IVA cultural y los cambios tecnológicos como principales causantes del cierre. Entre las tres, la última parece la razón más fuerte: es difícil dar marcha atrás en la tecnología. Se habla de un colapso del sistema de explotación por ventanas, de las cuales la primera es la del cine. Queremos ver la película en el salón de casa, sin tener que pasar por la gran pantalla. “En la actual cultura del acceso instantáneo y potencialmente ilimitado al entretenimiento, esperar tres meses desde el estreno (…) puede parecer una eternidad”, reconoce Ryan Faughnder en Los Angeles Times. Incluso algunos cineastas –como Steven Spielberg, J.J. Abrams o Peter Jackson– se inclinan por potenciar el cine doméstico y apoyan el lanzamiento de Screening Room, un dispositivo con el que ver los estrenos desde casa. Otros, como James Cameron, se oponen al proyecto: “No entendemos por qué la industria querría dar a los espectadores un incentivo para saltarse la mejor forma de experimentar el arte que creamos con mucho esfuerzo”, sostiene Cameron.

Detrás del tira y afloja entre estudios y exhibidores se esconde una sola pregunta, que muchos parecen obviar: ¿Qué aporta el cine? “Lo específico del cine es la generación de lo que se suele llamar un mundo compartido”, escribe Rafael Guijarro. “La sintonía de los espectadores en la sala ante la película que están viendo, anticipa y sugiere la sintonía con cualquier espectador de cualquier otro lugar. Para compartir esa mirada cósmica, aunque solo pueda ser durante un par de horas, es para lo que ha trabajado esa innumerable cantidad de personas”. Guijarro resume así el milagro del cine: “compartir una mirada”; algo que Internet, por global que sea su alcance, no es capaz de proporcionar, al menos no como lo hace la gran pantalla. Ciertamente, el streaming llega a una gran audiencia cada vez mayor, pero también más fragmentada.

Así, el meollo del problema está en esas dos palabras empleadas por Guijarro: compartir y mirar. ¿En qué ha cambiado su significado? A este respecto, Barrabás, la película que abrió el Palafox, sugiere un camino por el que orientar la reflexión: la mirada del personaje de Barrabás, incapaz de compartir con su mujer Raquel (Silvana Mangano) el asombro de ella frente al sepulcro vacío y los lienzos que envolvían al Resucitado, es en cierto modo la mirada del espectador de nuestro tiempo, torpe para alcanzar ese asombro compartido que caracteriza al milagro del cine.




¿Qué estás leyendo?

“Estamos constantemente lanzándonos preguntas unos a otros. Pero deberíamos hacernos más a menudo una pregunta: ¿Qué estás leyendo?”. En un reciente ensayo para el Wall Street Journal (WSJ), el editor estadounidense Will Schwalbe cuenta la historia de una abuela con la que se encontró en una librería. Esta mujer había intentado recuperar el contacto con un nieto que vivía lejos, pero las respuestas del chaval al teléfono nunca sumaban más que unos pocos monosílabos. A punto de tirar la toalla, aquella abuela le preguntó qué estaba leyendo: “Los juegos del hambre”, respondió. Así que ella comenzó a leerlo, y el resultado fue asombroso: “El libro ayudó a esta abuela a romper la superficialidad de la conversación telefónica y poder lanzar a su nieto preguntas cruciales que todo ser humano ha de afrontar, sobre la supervivencia y la destrucción, la lealtad y la traición, el bien y el mal…”, cuenta Schwalbe. “Aparte del vínculo sanguíneo, abuela y nieto nunca habían tenido mucho en común. Ahora lo tenían. El cauce era la lectura”.

A la anécdota de Schwalbe no le falta el respaldo de la cifra. Tal y como sostiene Susan Pinker en otro artículo para el WSJ, la literatura de ficción aumenta la empatía de sus lectores hacia otras personas. “Numerosas pruebas de la última década sugieren que las destrezas mentales necesarias para meterse en la piel de un personaje de ficción promueven la empatía con la gente que te encuentras en tu día a día”, explica Pinker apoyándose en dos estudios de la Universidad de Toronto, realizados en 2006 y 2009.

Pero la cosa no termina aquí: una serie de estudios publicados en 2013 por la revista Science señalan que no vale cualquier tipo de ficción; las novelas de terror o románticas apenas nos ayudan a descubrir las emociones y pensamientos de los otros. Solo la que Pinker llama ‘literary fiction’ –donde el peso recae sobre la construcción psicológica de los personajes– nos incita a adivinar las motivaciones de los personajes a través de lenguajes sutiles que despiertan nuestra empatía hacia los demás.

La comunidad de inquietudes e intereses que un libro es capaz de generar no tiene fronteras. Muchas amistades comienzan, o se consolidan, a partir de una lectura compartida; meterse en la piel de un personaje literario es un remedo de la verdadera amistad, donde cada amigo comparte una cierta intimidad con el otro y proyecta en el tiempo una relación significativa con este. Volviendo al caso de la abuela, un libro es a veces el único pasaporte con el que poder asomarnos al mundo interior de otras personas, siempre con la delicadeza y la serenidad que acompañan a la experiencia de leer. En cualquier caso, no deja de ser gracioso –y paradójico– que, en una época rebosante de conectividad, sea un libro –sin links, de papel incluso– y nuestro trato con sus personajes ficticios los que nos devuelvan una conexión más estrecha y honda con los otros.




Amor y carcajadas

El célebre himno a la caridad escrito por san Pablo sigue siendo el texto favorito para las bodas. Es tal su popularidad que la Iglesia anglicana, a fin de hacerlo más asequible, lo ha edulcorado un poco: ya nos se habla de ‘caridad’ (charity), sino de ‘amor’ (love). Como señala un ensayo de Will Self publicado en Prospect, la anécdota cobra mayor relieve si reparamos en algunos otros cambios: el pastor ya no dice a la asamblea que los fines del matrimonio son la procreación y la ayuda mutua de los esposos. En su lugar, solo dice que “el don del matrimonio une al marido y la mujer en el deleite y la ternura de la unión sexual y del compromiso gozoso hasta el final de sus vidas”. No me sorprendería que, siguiendo la tónica de sumar cucharaditas de azúcar, la referencia a la muerte desapareciera en uno o dos años.

El ejemplo ilustra bien qué es lo que se celebra en muchos matrimonios “a la moda”: el simple enamoramiento o lo que Self refiere como “amor romántico”. La mención a la procreación, a la entrega total de los cónyuges o al sufrimiento parecen cada vez más prescindibles. ¿Para qué hablar de ellos? A fin de cuentas, el amor romántico poco tiene que ver con estos huéspedes inquietantes. Tal y como afirmaba C.S. Lewis en Los cuatro amores, hemos convertido “el hecho de ‘estar enamorado’ en una especie de religión”. El deseo de transcendencia implícito en la unión matrimonial es sustituido, cada vez más, por el anhelo romántico.

“El eros invita a eso. Entre todos los amores él es, cuando está en su culmen, el que más se parece a un dios y, por tanto, el más inclinado a exigir que le adoremos”, escribe Lewis. Así, la palabra “amor” del himno de san Pablo deja de expresar caridad –entrega, don–, para designar otra cosa. “Ya no rendimos culto frente al altar de un Dios todopoderoso y benéfico”, sostiene Will Self, “sino que nos inclinamos frente a una deidad caprichosa que se burla de nosotros con nuestros mismos deseos inalcanzables”. Una broma del todo siniestra ya que, como señalaba Lewis, “este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero”.

Digamos que el problema no es que nos hayamos tomado el amor demasiado a la ligera, sino demasiado en serio o, al menos, como decía Lewis, “con un tipo de seriedad equivocada”. Por eso, sostenía, los cónyuges modélicos no deberían ser Tristán e Isolda de Wagner, los amantes del corazón desgarrado, sino los chistosos Papageno y Papagena de La flauta mágica de Mozart. “Al desterrar el juego y la risa del lecho del amor, se abre la entrada a una falsa diosa”, por la cual estamos dispuestos a todo. El propio Self, que se confiesa víctima de esta idolatría del enamoramiento, dice irónicamente: “He estado románticamente enamorado seis veces en mi vida, tres veces con mujeres, dos con un hombre, y otra con un perro”. Tal vez Lewis lleve razón: “Hemos llegado a un punto en que nada sería tan necesario como una buena carcajada”.