Nacidos con causa, abortados sin ella

El País traía el pasado miércoles una información sobre cómo está afectando el aborto selectivo de niñas en la India a la balanza demográfica del país. El hecho es conocido (ver Aceprensa, 18-01-2006): la preferencia por los varones tiene causas económicas y culturales. En cuanto a lo primero, las familias entienden que los hombres serán de más ayuda en las tareas del campo. Además, las costumbres relativas a la herencia y al matrimonio –ellas tienen que aportar la dote y son las que se mudan al hogar del marido, con lo que se pierde un salario– hacen que tener una hija resulte más gravoso que un hijo. No obstante, no solo se trata de dinero: el aborto selectivo también se da, de hecho ha empeorado, en las zonas urbanas del país, como Nueva Delhi, donde no influye el “coste de oportunidad” ligado a las labores agrícolas.

 

Sea por los motivos que sea, esta desigualdad en el trato a las mujeres (aunque aún no hayan nacido) solivianta al feminismo, y con razón. No puede haber mayor discriminación que la referida al derecho a la vida. Así, los fetos femeninos han encontrado un aliado en la causa de la igualdad.

 

En cambio, a unos miles de kilómetros de la India, en la igualitaria Europa, algunas feministas están luchando otra batalla: la de que se elimine la protección a la vida de los no nacidos de la Constitución irlandesa, que considera igual de valiosos y dignos al niño y a la madre. El gobierno ha anunciado un referéndum sobre el tema –cabe imaginarse cuál sería la reacción de los que se autodenominan progresistas si el ejecutivo indio hiciera lo mismo–; si gana el sí, se empezará a discutir una ley de despenalización del aborto que incluya un primer periodo –unos dicen que 8 semanas; otros, que 12– sin más restricción que la voluntad de la madre.

 

Porque se trata, según los partidarios del cambio, de proteger el derecho a decidir; el de la mujer, claro. El del niño a la vida (más importante, aunque sea por un simple criterio de necesidad-contingencia) queda en un segundo plano, desamparado sin una causa que lo enarbole.

 

Algunos defensores de la posible modificación legislativa se han apresurado a señalar, no sea que se les malinterprete, que su objetivo es que el aborto en Irlanda sea algo “seguro, legal y poco común”. Precisamente para intentar reducir la incidencia del feminicidio en la India, el gobierno penalizó las ecografías y otras técnicas que revelan el sexo del feto. En Irlanda, con el fin de que el aborto sea “poco común”, se plantea una liberalización total en las primeras semanas. Eso es coherencia.




Neoimperialistas al ataque

aborto-mundo¿Conque Donald Trump no quiere darles un céntimo a las organizaciones que se dedican a promover el aborto en países pobres? ¡No hay que temer! “¿Es un pájaro? ¿Es un avión?” ¡No!, es el primer ministro canadiense Justin Trudeau, que vuela veloz a cubrir el hueco que ha dejado en la industria de la muerte el escasamente simpático inquilino de la Casa Blanca.

Es un hecho: Ottawa pondrá de su bolsillo 650 millones de dólares (487 millones de USD) para tales fines durante tres años. Trump, al cerrar el grifo, ha privado de unos 600 millones por cuatro años a los que promueven el aborto fuera de EE.UU., según calcula una fuente oficial holandesa (que como se verá, también Holanda está medida en el ajo abortista). De modo que Trudeau es el nuevo campeón, incluso de quienes no le han pedido auxilio…

Sí, porque una de las previsiones contenidas en la iniciativa, citada por el Globe and Mail, es que el dinero se utilice no solo para ofrecer “abortos seguros”, sino para “quitar las barreras judiciales y legales para el cumplimiento de los derechos a la salud sexual y reproductiva”. No tenemos solamente, pues, la mano amiga canadiense que se extiende a los países que claman por su ayuda, sino al puño injerencista que entrega billetes a los lobbies pro-aborto allí donde estos existan, con independencia de que los países lo contemplen o no en su ordenamiento jurídico.

No es, en ningún caso, una interpretación errada. El ministro de Desarrollo Internacional, Marie-Claude Bibeau, ha despejado cualquier duda al respecto: “La defensa [de ese “derecho”] está incluida en nuestra iniciativa, de manera que sí: apoyaremos a los grupos locales y extranjeros que aboguen por los derechos de las mujeres, incluido el aborto”.

Como es para quedarse con la boca abierta –siempre se ha dado por sentado quiénes son en América del Norte el poli malo y el poli bueno, por lo que esta súbita arrogancia canadiense descoloca a cualquiera–, el presidente de la Conferencia Episcopal local, Mons. Douglas Crosby, ha lamentado la salida de tono de Ottawa y su “intento de imponer unos ‘valores’ canadienses”, y ha calificado la medida como propia de un “imperialismo cultural”.

¿Canadá, imperialista? Bueno, que no posea ni haya poseído colonias no es óbice para que se comporte como tal. La manía de dictar a otros cómo deben ser sus leyes, con independencia del background cultural, social, religioso, etc. de los “beneficiarios”, es un rasgo que delata bastante una conciencia de quién-manda-aquí, tan típica de los imperios.

Precisamente en el mismo buque de los canadienses va el gobierno de Holanda –que por cierto, sí fue metrópoli colonialista–. Como se sabe, Ámsterdam acaba de crear un fondo internacional pro-aborto para paliar los efectos de la decisión de Trump, pero no basta, y lo del buque no va en broma: a finales de febrero, la ONG Women on Waves pretendió atracar su barquichuelo abortista en las costas de Guatemala, para que toda mujer que lo deseara tuviera su “aborto seguro”. No se les permitió ni acercarse a la orilla, por lo que idearon que una lancha recogiera en tierra a las interesadas y las trasladara al barco, ubicado en aguas internacionales. Pero las autoridades locales frustraron la operación y enviaron a los europeos a paseo.

Es así: si a principios del siglo XX las cañoneras inglesas y alemanas bombardearon y bloquearon las costas de Venezuela para hacerle saber a Caracas que podían obrar como les diera la gana –el derecho internacional no estaba en pañales, sino todavía en embrión–, otros entienden hoy que pueden inyectar dinero a capricho en las instituciones de países pobres para cambiar leyes y políticas que no les agradan. O, como los de la “cañonera” holandesa, imaginar que un paisillo centroamericano no se atreverá a frenar a los iluminados del “derecho a decidir”.

Hoy no bombardean para prevalecer. Pero si pudieran…




El camaleónico discurso abortista

A los activistas pro-aborto les gusta presentarse como una comunidad unida en torno a un mensaje nítido, universal y emparentado irrevocablemente con el progreso: la liberación de la mujer. Por eso, resulta desconcertante –o, más bien clarificador– que sus argumentos para defender ese supuesto absoluto varíen tanto, según dónde se produzca la polémica.

En algunos países se pide la liberalización del aborto para reducir la alta mortalidad materna asociada a las prácticas clandestinas. Este argumento no se emplea en Chile o Irlanda, porque allí se ha demostrado que una legislación provida es perfectamente compatible con que mueran muy pocas madres (menos que en otros lugares con leyes más laxas): la clave está en la calidad del sistema sanitario.

En otros lugares se arguye que el aborto es una manifestación del derecho de la mujer a hacer lo que quiera con su cuerpo. Pero este argumento tampoco es el mejor en países como Polonia, donde se ha propuesto cambiar la legislación: según las encuestas, un 73% de la población está conforme con la ley actual, que solo permite abortar en casos de violación, incesto, riesgo para la vida de la madre o malformaciones genéticas en el feto. Es decir, a la mayoría de los polacos les parece que solo debe permitirse el aborto si concurren circunstancias graves, no el aborto a petición.

Por eso, allí los “pro-choice” están subrayando el hecho de que el endurecimiento de la ley haya recibido el apoyo de un partido ultraderechista (aunque el proyecto parte de una iniciativa popular), como si el valor de una postura dependiera de quién la defienda. Quien no cambia de argumento es la Iglesia católica, que en Polonia ha dado su apoyo a la propuesta. Su posición sí es clara, absoluta y universal: la vida del feto tiene un valor en sí misma. Tanto –ni más, ni menos– como la de la gestante. Por eso hay que intentar salvar las dos. Esto no es ser radical, es ser coherente.