La Iglesia nos quiere “feos”

¿Había escuchado usted que la Iglesia medieval ordenara a los artistas plásticos que pintaran al niño Jesús, a María y a los santos rampantemente feos? Nada, cosas de las que uno va enterándose cuando la peña quiere impartir cátedra sobre todo.

Lo escuché el pasado 5 de enero, víspera de Reyes, en el programa “Más vale tarde”, de La Sexta. Casi al finalizar (puede verse a partir de la hora y el minuto 37), Pablo Ortiz de Zárate, periodista especializado en arte, la emprendió contra la estética de un grupo de pinturas medievales y prerrenacentistas, en las que se representaba al nacido en Belén de muy variadas formas, bien con el rostro de una persona adulta en la que asomaba la calvicie, bien con la musculatura de un atleta, pero enano, y en fin, con imágenes diversas, según la imaginación y, por supuesto, el mayor o menor talento del artista.

La tesis de Ortiz de Zárate era sencilla: “La Iglesia dijo: ‘Nada que se parezca a nosotros, al mundo real, porque esta gente son seres divinos, celestiales. Tenemos que hacer una estética completamente diferente para que esos campesinos [entiéndase, los fieles], al entrar al templo y ver estas cosas, se impresionen y les dé sensación de lo sobrenatural”.

Tan curioso como esta teoría fue que, para ilustrarla, el experto mostró una pintura de la antigua Roma en la que aparecían varias figuras de aspecto humano y trasfondo mitológico. Eran anatómicamente proporcionadas, signo distintivo del clasicismo griego, del cual bebieron después sus conquistadores itálicos. Lo contrastó entonces con un Cristo medieval, una figura sedente, rígida, tanto como lo están los apóstoles que lo rodean. Conclusión del experto: que como se aprecia en la primera obra, ya los creadores sabían pintar, ¡claro que sabían!, “pero no lo hacían bien porque la Iglesia no quería”.

El argumento invita cuando menos a la risa. Resulta que la Iglesia, institución que como ninguna otra ejerció de mecenas de artistas y de conservadora del patrimonio y el pensamiento clásicos, carga con la “culpa” de la mejorable estética de las representaciones pictóricas medievales. Para el crítico,  las insuficiencias del producto artístico, más que ser “hijas de su tiempo” –de los límites tecnológicos de esos siglos, de procesos de intercambio cultural más lentos y de la mayor o menor destreza de los creadores– eran consecuencia de un mandato eclesiástico.

¿Que las figuras eran severas o impasibles? De acuerdo; las interpretaciones sobre ello son variadas. Ahora bien, intentar colarnos que la ausencia de proporcionalidad anatómica, los niños con calvicie precoz y los mejorables rasgos faciales de los representados se debían al capricho puro y duro del clero y no a la falible habilidad humana, no casa con la evidencia histórica ni con la intención de la Iglesia de tributar el más perfecto homenaje a los protagonistas de la historia de la salvación.

Para botón de muestra, una obra permanentemente expuesta en el Museo del Prado: La Anunciación (1426), de Fra Angélico. El arcángel aparece ante María y esta se inclina en actitud reverente, la mirada baja. La composición no puede ser más elegante y colorida –al verla de cerca, se pueden apreciar armónicos relieves en las auras del visitante y la visitada–. La mano del artista se esmera en los rostros de ambos, pero si en el del primero rehúye bastante el hieratismo propio del estilo de la época, en los rasgos faciales de la Virgen –sobre todo en la zona de los ojos– se advierte todavía esa huella.  ¿“Voluntad de la Iglesia” acaso, que quedaría contenta con la exquisita ornamentación del conjunto, pero no con que los personajes del evangelio exhibieran rasgos perfectos? ¡Por favor…!

Habría otros muchos agujeros en el argumentario del crítico, y se pueden atisbar por simple deducción. Primeramente, es muy poco dialéctica la forzada continuidad que –sugiere– debe existir entre los artistas de la antigüedad clásica y los de la Edad Media, como si la representación gráfica fuera un movimiento lineal, forzado a ir siempre a mejor. ¿Dónde queda la diversidad geográfica, cultural y material que condiciona la obra de los seres humanos en cualquier etapa histórica? ¿Dónde, además, la subjetividad personal? ¿Acaso el que pintó en Roma fue el mismo que pintó después?

En segundo lugar, no todas las representaciones pictóricas medievales eran de corte religioso. Había, desde luego, mucho material profano. Un manuscrito iluminado francés de principios del siglo XV, por ejemplo, muestra a unos campesinos labrando la tierra alrededor de un castillo. Las figuras de los agricultores son toscas, y se advierte su falta de proporción respecto a otros elementos (como el caballo), además de una perspectiva espacial muy primitiva. Otro tanto pasa con la estampa de una batalla: caballeros tiesos como vigas sobre caballos que también parecen congelados, y un público en las mismas, pero de menor tamaño que los contendientes. No es difícil adivinar que la mejorable destreza de los autores, y no la mano instigadora de la Iglesia, es la responsable de los fallos técnicos.

Por último, habrá que preguntar qué hay de aquellos sitios en los que aún no había puesto el pie el cristianismo, pero en los que igualmente se pintaba sin particular fidelidad a hombres y dioses. ¿A qué malhumorado obispo culpar por las “espantosas” figuras humanoides de ese texto de relatos y genealogías mayas que es el Códice Madrid? ¿Y a qué cardenal pediremos cuentas por “encargar” la escena en que el arcángel Gabriel visita a Mahoma para preparar su ascensión, según un manuscrito turco del siglo XVI, y que dista muchísimo de la excelencia lograda por Fra Angelico en su Anunciación?

Si la Iglesia medieval nos quería “feos” –en el ameno diálogo televisivo llega a hablarse de figuras “horribles”–, quizás en otros sitios y culturas no lo hacían mejor. Pero no: lo de aquí era fruto de imposiciones, mientras que, de lo de otros, pudiéramos decir que eran manifestaciones culturales dignas de todo respeto. Y así nos va.




No, no: Goya no era homófobo

¿Había escuchado usted que Francisco de Goya fuera un pintor gayfriendly, a saber, que fuera de buen rollo con los homosexuales, o que, por el contrario, pudiera entrar en la cada vez más amplia categoría de “homófobo”? ¿No? Yo tampoco. Las clasificaciones de este tipo, tan de nuestros días, no aplicaban en la primera mitad del XIX; pero actitudes hacia el fenómeno sí que las había, y difícilmente pasaban por darles a las personas homosexuales esa acogida “con respeto, compasión y delicadeza” que aconseja el Catecismo de la Iglesia. Goya, hombre de su tiempo, entendería el asunto –digo yo– desde una perspectiva no muy diferente a la de sus contemporáneos.

Otra cosa, sin embargo, es lo que leo en la BBC en boca de Carlos G. Navarro, curador de la exposición “La mirada del otro”, una muestra pictórica y escultórica con la que el Museo del Prado ha querido ponerse a tono con la jornada del “orgullo gay”, que se celebra en Madrid en estos días de canícula. Pues bien: una de las obras en exhibición es El maricón de la tía Gila, de Goya, y muestra a un personaje con un gesto torcido en el rostro y una pose forzada: brazos en jarra y panza hacia adelante. El aire de la composición es caricaturesco.

Francisco de Goya, El maricón de la tía Gila

Navarro, sin embargo, hace unas piruetas imposibles para adentrarse en la mente del pintor y librarlo de toda sospecha posible de homofobia: “Es –la del artista, dice– una mirada de conmiseración. No es una mirada acusatoria. Hay una dosis de realismo profundamente contemplativa”. Ya, ya: “Goya el Compasivo”, lo llamaremos desde ahora, exculpándolo preventivamente de culpas que no tiene y de prejuicios que hasta ahora nadie le había achacado. Así también podremos esperar que algún crítico nos diga que el artista, que no intentaba disimular con sus pinceles la muy generosa y carcajeante nariz de Carlos III, reflejaba con ello un implícito sentimiento antimonárquico, por lo que hoy sería un republicano convencido. Hecha una inferencia ridícula, ¿qué importan unas cuantas más?

Ahora bien, además de los matices tan curiosos que se dan a la pintura del aragonés en la “orgullosa” muestra, se advierte que la justificación para incluir otros cuadros parece poco menos que traída por los pelos. Así sucede con el lienzo Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes (1618), de Rubens. La escena ilustra el momento en que el joven semidiós, a quien su madre había disfrazado de mujer para evitar que lo reclutaran para la guerra de Troya, es descubierto por los otros dos guerreros cuando, instintivamente, empuña un arma. La obra está en la exposición porque “casa” con el tema del travestismo y la transexualidad.

A ver, que no es por negarle “homoméritos” a Aquiles; que ya sabemos de su profundo amor a Patroclo según la peculiar manera en que los antiguos griegos entendían la sexualidad, ¡pero esto va de otra cosa! Los norteamericanos que, en los años 70, se las ingeniaron para sacarle el cuerpo al servicio militar en Vietnam sabrían explicarle al curador del Prado de qué va el tema, que es más de evitar palmar en el campo de batalla que de asumir una identidad sexual diferente. De hecho, según la leyenda, mientras estaba huyéndole a la “mili” bajo ropajes femeninos, Aquiles tuvo un hijo con una dama de la corte en que estaba escondido. Al menos aquí, lo del semidiós trans no cuela.

Guido Renni, San Sebastián

Por último, reparemos en un cuadro de Guido Renni: San Sebastián (1619), en el que se representa al centurión romano semidesnudo en el momento en que los soldados han comenzado a asaetearlo. Del mártir cristiano, la BBC apunta que “es visto en la actualidad como un icono del erotismo gay”, quizá por la pose en que algunos artistas, del siglo XV en adelante, lo han representado: un hombre joven y atlético, semidesnudo. Hasta entonces, la imagen del santo era absolutamente otra: era, según explica la especialista Joaquina Lanzuela, la de un anciano barbudo, según la descripción que hizo de él un capitán de la guardia del emperador Diocleciano.

Lo interesante será saber si los responsables de la muestra del Prado harán algo para deslindar la figura del mártir de cualquier identificación con la homosexualidad. A tenor de las palabras de Navarro a la BBC, no lo parece: “No hemos querido hacer homoerotismo, sino narrar la historia de la contemplación de lo homosexual a través de las pinturas”. Pues nada: un caso típico de apropiación cultural. ¿Algo impedirá que la representación del tormento de un cristiano, al ser incluida en una muestra sobre la “sexodiversidad”, lleve al espectador no avisado a entender que el santo era inobjetablemente gay? “¡Tal vez lo mataron los propios católicos, homófobos como son!”, podrá pensar.

En fin, que si hay que apiñar en las paredes elementos sin demasiado sentido, que se haga. La cuestión es celebrar.




El Atrio de los Artistas, espacio para el asombro

La apertura de mente es un requisito para la tolerancia. Difícilmente puedo mostrar respeto hacia una persona que piensa de forma diferente a como pienso yo, si ni siquiera estoy dispuesto a escucharle. Lo mismo vale para el diálogo: ¿qué intercambio de ideas puede haber entre dos personas que no se paran a prestarse atención?

La rapidez de la era digital no favorece las cosas. Si ya es difícil escuchar a quien nos mira a los ojos, ¿por qué íbamos a detenernos ante el extraño que asoma sus ideas por el velocísimo timeline de nuestras redes sociales? Y luego está el problema de las preferencias informativas: “El signo de los tiempos es el de clasificar compulsivamente las opiniones, dividirlas entre las que gustan y las que no (…). ¿A cuánta gente sigues que no te gusta? ¿Crees que solo siguiendo a quien te gusta sabes en qué mundo vives?”, pregunta José Ignacio Torreblanca en El País.

En este contexto, se entiende la necesidad de crear espacios de debate y de confrontación de ideas. La Fundación Madrid Vivo acaba de dar un paso en esta línea y ha anunciado la creación en 2017 del Atrio de los Artistas, una iniciativa para fomentar “el diálogo entre la fe, la Iglesia y los artistas contemporáneos”. El proyecto se inspira en el Atrio de los Gentiles, creado por el Consejo Pontificio de la Cultura en respuesta a una sugerencia de Benedicto XVI.

La imagen del atrio evoca un lugar de encuentro con el diferente, como explicó el propio Benedicto XVI. En ese espacio abierto a todos, la actitud artística puede aportar curiosidad, capacidad de asombro, imaginación, sorpresa… Cualidades que ayudan a construir una sociedad civil con menos prejuicios. En el fondo, el objetivo de este proyecto no es muy diferente del que perseguía Magritte, cuando animaba a “desterrar del pensamiento lo ‘ya visto’ y buscar ‘lo todavía no visto’”.