“Inodoro, una historia de amor”

Que sí, que usted ha leído bien el titular. Inodoro, una historia de amor ha sido el filme de mayor éxito en la India este verano, al punto de que en sus primeros seis días recaudó en taquilla unos 11,2 millones de euros.

Inodoro… nos cuenta la historia de una pareja de recién casados: el apuesto Keshav y la hermosa Jaya. En cuanto la chica hace la maleta y se va a vivir a casa de su marido, descubre que allí no hay servicio sanitario y no soporta la idea de tener que ir a aliviar el vientre en medio del campo, en la oscuridad de la noche. Toma la puerta y se larga a la casa paterna: no regresará con Keshav hasta que construya uno.

El joven se pone, pues, manos a la obra, pero su padre –que se pregunta “¿cómo podemos construir un retrete en el mismo patio en que rezamos?”– se confabula con la asamblea vecinal y aprovecha la oscuridad nocturna para destruirlo. Jaya plantea entonces el divorcio, el caso llega a los medios, las autoridades se enteran y, poco después, se comienzan a edificar varias letrinas en la aldea. Para ese entonces, el padre de Keshav ya está arrepentido de su acción, pues su propia esposa ha pegado un resbalón y se ha dado una torta en medio de la noche al salir apurada de casa… por imperiosa necesidad.

El caso está tomado de una historia real, la de Anita Narre y su esposo Shivram, residentes en el estado de Madhya Pradesh. Aunque más bien podría hablarse de millones de historias, si no idénticas, muy parecidas al menos en algunos aspectos. En 2014, año en que el gobierno del primer ministro Narendra Modi inició la campaña nacional Swachh Bharat (India Limpia) para construir retretes y erradicar el hábito de defecar al aire libre, The Economist refería que unas 130 millones de viviendas no contaban con un servicio sanitario, y que, de las 1.000 millones de personas en el mundo que no disponían de uno, 600 millones vivían en la India. Añádase un dato aun más terrible: según UNICEF, la mitad de los casos de violación de mujeres y niñas en la India ocurren cuando estas salen a aliviarse fuera de casa.

¿Falta de recursos? Pues no exactamente. Un grupo de investigadores de una universidad de EE.UU. que realizó un trabajo de campo en el país asiático, halló que muchos consideraban que tener el baño dentro de casa era “contaminante” y signo de impureza –justo el argumento del padre de Keshav–, y que irse a campo abierto a hacer lo que la discreción aconseja hacer en privado era una actividad recomendable, que confería “fuerza y vigor” a los hombres.

Justo para despejar campos y ciudades de tantas manifestaciones de “vigor”, fue que surgió la campaña del gobierno. Por ello algunos ven, tras la “escatológica” comedia del director Shree N. Singh, la mano de Narendra Modi y el Swachh Bharat, y un modo algo peculiar de tratar el asunto. “La urgencia del tema es innegable –afirmaba un crítico en un canal de televisión local–, pero seguramente hay maneras más sutiles y menos serviles de hacerle entender esto a la gente”.

Pudiera ser, pero ¿algún problema con esto? La realidad es que, pese a la campaña iniciada en 2014, todavía 500 millones de indios salen varias veces al día a la intemperie, y no precisamente para tomar el fresco. Que se dedique una película a promover la higiene y que se haga en el tono más jocoso posible, puede, por ese magnetismo tan propio de las estrellas de Bollywood que empuja a muchos a imitarles, llegar a modificar conductas…

Y a limpiar un país, ¿por qué no?




El crepúsculo de los cines

El Cine Palafox de Madrid anunció hace unos días su cierre, casi 55 años después de su inauguración con el estreno de Barrabás, película italiana protagonizada por Anthony Quinn. El hecho en sí parece anecdótico, si no fuera una de las puntas de un iceberg más profundo, contra el que ya han colisionado otros cines, hoy convertidos en salas de fitness o supermercados, como el Cine Luchana o los Roxy. Estos naufragios, que incitan al lamento y la nostalgia, pueden ser también ocasión para reflexionar: ¿Cómo ha cambiado nuestro modo de ver cine? ¿Por qué ha cambiado?

En su carta de despedida, Juan Ramón Gómez, presidente de la empresa familiar que ha gestionado el Palafox, denuncia la piratería, la subida del IVA cultural y los cambios tecnológicos como principales causantes del cierre. Entre las tres, la última parece la razón más fuerte: es difícil dar marcha atrás en la tecnología. Se habla de un colapso del sistema de explotación por ventanas, de las cuales la primera es la del cine. Queremos ver la película en el salón de casa, sin tener que pasar por la gran pantalla. “En la actual cultura del acceso instantáneo y potencialmente ilimitado al entretenimiento, esperar tres meses desde el estreno (…) puede parecer una eternidad”, reconoce Ryan Faughnder en Los Angeles Times. Incluso algunos cineastas –como Steven Spielberg, J.J. Abrams o Peter Jackson– se inclinan por potenciar el cine doméstico y apoyan el lanzamiento de Screening Room, un dispositivo con el que ver los estrenos desde casa. Otros, como James Cameron, se oponen al proyecto: “No entendemos por qué la industria querría dar a los espectadores un incentivo para saltarse la mejor forma de experimentar el arte que creamos con mucho esfuerzo”, sostiene Cameron.

Detrás del tira y afloja entre estudios y exhibidores se esconde una sola pregunta, que muchos parecen obviar: ¿Qué aporta el cine? “Lo específico del cine es la generación de lo que se suele llamar un mundo compartido”, escribe Rafael Guijarro. “La sintonía de los espectadores en la sala ante la película que están viendo, anticipa y sugiere la sintonía con cualquier espectador de cualquier otro lugar. Para compartir esa mirada cósmica, aunque solo pueda ser durante un par de horas, es para lo que ha trabajado esa innumerable cantidad de personas”. Guijarro resume así el milagro del cine: “compartir una mirada”; algo que Internet, por global que sea su alcance, no es capaz de proporcionar, al menos no como lo hace la gran pantalla. Ciertamente, el streaming llega a una gran audiencia cada vez mayor, pero también más fragmentada.

Así, el meollo del problema está en esas dos palabras empleadas por Guijarro: compartir y mirar. ¿En qué ha cambiado su significado? A este respecto, Barrabás, la película que abrió el Palafox, sugiere un camino por el que orientar la reflexión: la mirada del personaje de Barrabás, incapaz de compartir con su mujer Raquel (Silvana Mangano) el asombro de ella frente al sepulcro vacío y los lienzos que envolvían al Resucitado, es en cierto modo la mirada del espectador de nuestro tiempo, torpe para alcanzar ese asombro compartido que caracteriza al milagro del cine.




En defensa del no lector

Según cuenta Ángeles Espinosa en El País, las autoridades de Emiratos Árabes Unidos se han propuesto inculcar el hábito de la lectura en los ciudadanos. En el nuevo plan, hay ideas interesantes como la total exención de impuestos para los libros, la entrega de una “bolsa de conocimiento” a los niños, o una ley que reserva a los funcionarios un momento de su jornada laboral a leer materias de su especialidad.

El problema es que no siempre están claras las fronteras entre animar y obligar a leer. Así ocurre, por ejemplo, con la exigencia de que las cafeterías de los centros comerciales ofrezcan lecturas a sus clientes.

El celo de las autoridades emiratíes contrasta con la tolerancia de los buenos lectores. Su amor a la lectura les lleva a no forzar a nadie a leer; no quieren ver –no lo soportan– rostros desencajados por la lectura obligatoria.

Como dice Daniel Pennac, “el verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo amar…, el verbo soñar…”. De ahí que en su célebre catálogo de los derechos del lector incluyese, entre otros, el derecho a no leer; a saltarse las páginas; a no terminar un libro…

Esta libertad es la que va forjando a los buenos lectores. Leer por placer, como el que se da un baño caliente de espuma. Leer por el gusto de estar al sol de unas palabras que nos cautivan por su belleza, su musicalidad, su ingenio… “El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”, observa Pennac.




¿Qué estás leyendo?

“Estamos constantemente lanzándonos preguntas unos a otros. Pero deberíamos hacernos más a menudo una pregunta: ¿Qué estás leyendo?”. En un reciente ensayo para el Wall Street Journal (WSJ), el editor estadounidense Will Schwalbe cuenta la historia de una abuela con la que se encontró en una librería. Esta mujer había intentado recuperar el contacto con un nieto que vivía lejos, pero las respuestas del chaval al teléfono nunca sumaban más que unos pocos monosílabos. A punto de tirar la toalla, aquella abuela le preguntó qué estaba leyendo: “Los juegos del hambre”, respondió. Así que ella comenzó a leerlo, y el resultado fue asombroso: “El libro ayudó a esta abuela a romper la superficialidad de la conversación telefónica y poder lanzar a su nieto preguntas cruciales que todo ser humano ha de afrontar, sobre la supervivencia y la destrucción, la lealtad y la traición, el bien y el mal…”, cuenta Schwalbe. “Aparte del vínculo sanguíneo, abuela y nieto nunca habían tenido mucho en común. Ahora lo tenían. El cauce era la lectura”.

A la anécdota de Schwalbe no le falta el respaldo de la cifra. Tal y como sostiene Susan Pinker en otro artículo para el WSJ, la literatura de ficción aumenta la empatía de sus lectores hacia otras personas. “Numerosas pruebas de la última década sugieren que las destrezas mentales necesarias para meterse en la piel de un personaje de ficción promueven la empatía con la gente que te encuentras en tu día a día”, explica Pinker apoyándose en dos estudios de la Universidad de Toronto, realizados en 2006 y 2009.

Pero la cosa no termina aquí: una serie de estudios publicados en 2013 por la revista Science señalan que no vale cualquier tipo de ficción; las novelas de terror o románticas apenas nos ayudan a descubrir las emociones y pensamientos de los otros. Solo la que Pinker llama ‘literary fiction’ –donde el peso recae sobre la construcción psicológica de los personajes– nos incita a adivinar las motivaciones de los personajes a través de lenguajes sutiles que despiertan nuestra empatía hacia los demás.

La comunidad de inquietudes e intereses que un libro es capaz de generar no tiene fronteras. Muchas amistades comienzan, o se consolidan, a partir de una lectura compartida; meterse en la piel de un personaje literario es un remedo de la verdadera amistad, donde cada amigo comparte una cierta intimidad con el otro y proyecta en el tiempo una relación significativa con este. Volviendo al caso de la abuela, un libro es a veces el único pasaporte con el que poder asomarnos al mundo interior de otras personas, siempre con la delicadeza y la serenidad que acompañan a la experiencia de leer. En cualquier caso, no deja de ser gracioso –y paradójico– que, en una época rebosante de conectividad, sea un libro –sin links, de papel incluso– y nuestro trato con sus personajes ficticios los que nos devuelvan una conexión más estrecha y honda con los otros.