Mons. Gómez, el arzobispo de los sin papeles

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CC: Tomás Castelazo

El arzobispo de Los Ángeles, Mons. José Gómez, ha sido elegido vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, lo que ha sido interpretado como un “desafío” a las propuestas de Donald Trump en materia migratoria. Pero el enfoque político no es el mejor para desentreñar lo que tienen en mente los obispos norteamericanos en estos momentos.

En 2013, Mons. Gómez, de origen mexicano, publicó un libro en el que defendió la necesidad de hacer una reforma integral del sistema migratorio de EE.UU. En un debate en el que pesa mucho el afán justiciero de castigar a quienes entraron de forma ilegal en el país, la audacia del arzobispo fue plantear el asunto en términos de justicia: el statu quo migratorio –sostuvo– es inadmisible porque “ha permitido crecer en los márgenes de la sociedad (…) a millones de hombres y mujeres que viven como siervos permanentes”.

Y añadió: “Por poco dinero trabajan en nuestros restaurantes y en nuestros campos; en nuestras industrias, jardines, hogares y hoteles. Les falta la protección social suficiente frente a la enfermedad, la discapacidad o la vejez. (…) Sirven como niñeras y cuidadoras, pero sus hijos no pueden obtener un empleo [con contrato] o estudiar en la universidad porque sus padres los trajeron de forma ilegal al país”.

La perspectiva moral de Gómez enriquece el debate sobre la reforma migratoria, sobre el que no existe –como él mismo recordó– una “solución católica”. Las discrepancias en esta materia entre el nuevo presidente de EE.UU. y los obispos están claras. Sin embargo, interpretar la elección de Gómez como un desafío a Trump es quedarse corto: hay otras muchas personas a las que quiere interpelar.

La situación actual de quienes entraron de forma ilegal en el país solo es un aspecto del debate migratorio. Pero no sería justo pasarlo por alto.




“Cinco minutos para medianoche”… de terror

Una expresión muy alemana: “cinco minutos para medianoche”, revela la inminencia de un suceso. Si lo que se viene es tan trágico como la voladura de un tren o de una sala de aeropuerto, aun esa mínima y figurada anticipación es válida si sirve para frustrar el crimen.

El lunes 10 de octubre fue una de esas ocasiones en las que apenas quedaban “cinco minutos”: la policía germana reveló la captura de un ciudadano sirio de 22 años, Jaber Albakr, que se aprestaba a utilizar un kilo y medio de explosivos en un ataque contra la red de transportes del país. El joven, que había obtenido el estatus de refugiado, se les había escurrido a casi 700 agentes, y únicamente la colaboración de otros refugiados sirios –que lo redujeron y avisaron a la policía– posibilitó su arresto en Leipzig, a 85 kilómetros de donde había sido avistado por última vez.

El ataque escasamente “martirial” de Albakr hubiera sido una mota negra más en la hiena del yihadismo que acecha a Alemania y que de vez en vez lanza una dentellada. Solo en julio hubo tres incidentes: un  sirio, solicitante de asilo, hizo estallar un explosivo en Ansbach, Baviera. Otro coterráneo suyo –con antecedentes violentos, según se comprobó después– asesinó a machetazos a una mujer en  Reutlingen, Baden-Württemberg, y en un tren de la también bávara Wurzburgo, un refugiado afgano de 17 años atacó a varios pasajeros con un cuchillo y un hacha.

Vale: los criminales no son mayoría entre quienes huyen de la guerra –de hecho, fueron compatriotas de Albakr, agradecidos de la hospitalidad germana, quienes lo detuvieron–, pero la advertencia del cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, ha demostrado ser no “xenofobia”, sino sentido común. Un año atrás, su exhortación a ser “muy lúcidos” y a cuestionar si todos los que llegaban a Europa eran “trigo limpio” le valió insultos e intentos de demanda judicial por parte de algunos buenistas de la política y de las ruidosas tertulias televisivas.

Los hechos, sin embargo, son tozudos, y Alemania puede atestiguarlo. ¿Alguien, como quien no quiere la cosa, se apunta a pedirle disculpas a Mons. Cañizares?




Muros que no ha puesto Hungría

El gobierno húngaro se ha ganado la reprobación internacional con la valla que ha levantado a lo largo de la frontera con Serbia, para frenar a los inmigrantes y refugiados. No acepta el reparto aprobado por la Unión Europea para aliviar a la desbordada Grecia y está decidido impedirles la entrada.

Con menor coste para su fama, también el gobierno británico ha comenzado a levantar un muro. Está en territorio francés, cerca de la “jungla” de Calais, donde aún se hacinan casi siete mil inmigrantes. Ya existe una valla para cortarles el paso a la costa, donde muchos esperan abordar una embarcación que los lleve de contrabando a Inglaterra. El nuevo muro se extenderá un kilómetro a lo largo de la carretera que lleva al puerto. Se trata de que los habitantes de la “jungla” no puedan meterse en los camiones que se dirigen a cruzar el Canal de la Mancha. Costará 2,7 millones de euros, que ha puesto íntegros el Reino Unido. Francia ha dado el permiso, en consonancia con su trato con el gobierno de Londres, por el que se puso el control de la frontera en el continente, a cargo de agentes de ambos países.

No vamos a equiparar esta defensa antiinmigrantes con la húngara. La británica es mucho más corta, aunque no tanto si se cuenta la alzada por Francia en las cercanías. Es también más alta (4 metros) y, además, de hormigón, no como la valla metálica de Orbán. Y estará “vegetalizada”, a fin de evitar la contaminación visual… pero solo por el lado de la carretera: para los que querrían saltarla, será completamente gris.