El suicidio no es romántico

Michelle Carter tiene ahora 20 años. Hace tres fue la última persona en hablar, a través de mensajes y llamadas, con Conrad Roy, su novio, minutos antes de que este se suicidara inhalando monóxido de carbono en su coche. Él ya había mencionado la idea de quitarse la vida, e incluso alguna vez propuso a Carter hacerlo juntos, “como Romeo y Julieta”.

Ahora Carter está siendo juzgada por homicidio. La acusación pide para ella 20 años de cárcel por presionar a Conrad para que se suicidase. La defensa lo ve de forma diferente: el chico ya había tomado su decisión; es un hecho trágico, pero no un asesinato.

La lectura de los mensajes intercambiados por ambos es escalofriante, pero no deja claro quién tiene razón. Por un lado, los textos revelan que Carter animó a Conrad a llevar a cabo su plan, dándole instrucciones sobre cómo hacerlo y disuadiéndole de echarse atrás, incluso cuando este, minutos antes de morir, salió del coche atemorizado: “vuelve dentro”, “si no lo haces ahora, no lo harás nunca” fueron las terribles palabras de ella. También parece evidente que, aunque Carter no compartía la idea del suicidio a lo “Romeo y Julieta” (“No, nosotros no vamos a morir” fue lo que contestó a la sugerencia de Conrad), sí veía en toda la historia un halo romántico: quizás, como han testimoniado algunos de sus amigos, le tentaba ser la heroína en esta tragedia. Siempre se había sentido ignorada por los demás. En cambio, Conrad le manifestaba una gran dependencia emocional, agravada por sus tendencias depresivas y por el narcisismo de ella, que también se medicaba contra la depresión. Por primera vez, Carter se sentía importante, y sus palabras seguramente empujaron a Conrad al suicidio.

Sin embargo, otros mensajes revelan una cara distinta de la historia. Carter aconsejó a su novio que buscase ayuda médica para tratar su depresión: “si les das una oportunidad pueden salvarte la vida”. Él contestó que “no podía mejorar” y que ya había tomado su decisión. Después de la muerte de Conrad, Carter se sentía culpable. Pensaba que no le había ayudado lo suficiente, pero a la vez señalaba un cierto carácter compasivo en su actuación: “le dije que volviera al coche –explicaba a una amiga– porque sabía que al día siguiente volvería a intentarlo, y no podía dejarle vivir así más tiempo, no podía hacerlo, no le abandonaría”.

El caso de Carter y Conrad ha generado mucha expectación mediática. Tiene todos los ingredientes para hacerlo: dos chicos jóvenes, una historia de amor, un final trágico. Sin embargo, bajo esta apariencia de excepcionalidad se esconde la triste y compleja realidad de la mayoría de casos de suicidio, donde no es fácil separar los deseos de los miedos, la compasión de la coacción. También cuando, en vez de ser un joven que se quita la vida en un coche mientras habla con su novia, se trata de un anciano que pide a su doctor que le mate porque no encuentra sentido a seguir viviendo, o porque se considera una carga, o por una mezcla de todo, que es lo más habitual. “Tendría que haberle ayudado más”, decía Carter a una amiga. Que sus palabras sirvan como ejemplo.




Los científicos congelan la esperanza en torno a la criogenización

Una reciente sentencia de un tribunal británico ha permitido que una niña, muerta por cáncer, sea criogenizada para intentar revivirla cuando se haya descubierto una cura a su enfermedad. El hecho de que la difunta sea una menor, y que hubiera expresado su deseo de no morir en una carta que se ha hecho pública, ha añadido dramatismo al caso. El fallo el juez ha sido descrito en los medios como un acto de humanidad.

Sin embargo, la comunidad científica británica no lo ve de la misma manera. Para ellos, la sentencia crea expectativas irreales, pues las probabilidades de revivir a una persona son “infinitesimales”. Por eso, acusan al juez y a las compañías de criogenización de comportarse de forma irresponsable.

Clive Coen, profesor de Neurociencia en el King’s College de Londres, explica que “no existe ningún experimento que haya podido resucitar el cerebro de un mamífero, mucho menos el cuerpo entero”. Incluso si se pudiera –añade–, los órganos vitales sufrirían un enorme daño al congelarse, y otra vez al devolverlos a la temperatura normal.

Es cierto que ha habido grandes avances en la preservación de células reproductivas, pero no es lo mismo criogenizar una sola célula que un cuerpo entero. Resulta ilustrativo el caso de Anna Bagenholm, una mujer que sobrevivió después de permanecer en agua helada durante 80 minutos tras un accidente de esquí. A pesar de que Bagenholm nunca estuvo muerta, y de que su temperatura corporal solo bajó hasta los 13,7 grados, al despertar había quedado paralizada de cuello para abajo.

Por otro lado, como comenta una profesora de Endocrinología Reproductiva del Imperial College de Londres, no está claro que los derechos de los criogenizados puedan ser protegidos indefinidamente. “En resumen: esta técnica tiene grandes riesgos para el paciente, plantea problemas éticos, es muy cara y no ha demostrado sus beneficios. Si fuera un medicamento, no sería aprobado”.




¿”Morir” para valorar la vida?

Dicen de Carlos V que, obsesionado con la salvación de su alma, se hizo representar su propio funeral en el Monasterio de Yuste. La teatralización le sirvió para comprobar que, en efecto, tras su muerte se elevarían las plegarias de rigor, lo que debió tranquilizarlo un poco.

En Corea del Sur, ahora mismo, hay también quienes fingen su muerte y se introducen en un ataúd, pero no para someter su alma a una ITV para la carrera final, sino para tomar nota de cuán valiosa es la vida. Según The New York Times, una empresa, Hyowon Healing Center, corre a cargo del programa, cuyas sesiones se desarrollan en un salón alumbrado con una luz mortecina, en el que cada participante dispone de una silla, una mesilla y un cuaderno en el que redacta su testamento.

Al terminar, la persona se introduce en un ataúd y, para completar la puesta en escena, un señor ataviado de negro, el “Enviado del Otro Mundo”, cierra la tapa y finge martillar clavos sobre ella. El “fallecido” permanece allí diez minutos, en el silencio y la oscuridad. Pasado ese tiempo y reabiertos los cajones, el coordinador del programa les dice a los clientes que han enterrado su viejo yo, que han renacido y que tienen una nueva oportunidad. A los “resucitados” les lleva algunos minutos resintonizar –algunos salen llorando–, y luego ya bromean y se hacen selfies con su “última morada”.

Desde 2012 han pasado unas 15.000 personas por estos funerales fingidos, que son gratis y que los empresarios recomiendan a sus subalternos burned out. Algunos de estos refieren que la experiencia les ha dado una nueva perspectiva de la vida, y otros, que les ha ayudado a alejar las tentaciones de suicidio.

Lástima que para llegar a esas conclusiones tengan pasar por tan tétrica representación. Pero en fin, si de algo sirve, en un país que según la OMS tiene la mayor tasa de suicidios de Asia (36,8 por cada 100.000 habitantes), pues entonces que no lo duden: ¡Al cajón!




Arrecifes eternos

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CC: Louisiana State University

En una conferencia sobre la secularización que oí hace años, un profesor alemán señaló los efectos del fenómeno en el ámbito funeral. Porque desconocen el lenguaje religioso o no creen en la vida eterna, muchos no saben qué poner en una esquela. El materialismo es de poca ayuda en esa tesitura. Sería descortés decir del difunto que ha desaparecido para siempre y que de él solo permanecen unos efímeros restos compuestos de moléculas próximas a disgregarse, aunque eso sea justo lo que uno piensa. Y fácilmente se cae en el tópico vacuo, la poesía barata, las frases rebuscadas o cursis.

También en un entierro o una incineración, si no se reza, puede producirse un incómodo vacío. Algunos intentos profanos de solemnizar el momento resultan fríos o extravagantes.

Buscando un modo de dar contenido a unas exequias donde está ausente la trascendencia, se ha dado con la veta ecológica. Norteamericanos acomodados se encargan sepelios submarinos de 5.000 a 7.000 dólares. La gracia está en que sus cenizas serán mezcladas con cemento para hacer una bola —“perla” la llaman— que se engastará en una estructura como las de la foto. Sumergidas cerca de la costa por sepultureros buzos, servirán de base donde se fijen corales que crearán un próspero hábitat para muchas otras especies. La empresa líder del sector se llama Eternal Reefs, nada menos. Anuncia sus servicios diciendo que sepultarse así es hacer “una donación al medio ambiente y a las generaciones venideras”.

Estas ecotumbas abren nuevos horizontes a la retórica fúnebre secular. Según un directivo y fundador de Eternal Reefs, los padres podrán llevar a los niños a la orilla del mar y consolarlos con estas palabras: “El abuelito no volverá, pero mirad lo que va a hacer. Es algo muy grande”. En la esquela podremos decir que nuestro ser querido mora en los arrecifes eternos o se ha hecho simiente de corales, o cosas por el estilo.

Naturalmente, es todo metáfora. En realidad, lo que contribuye a regenerar la vida marina no es el abuelo ni sus cenizas, sino la estructura de cemento. Frente a esta postiza eternidad de coral, los ritos funerarios cristianos afirman una de verdad. Y si uno no cree en ellos, al menos podrá decir que no son horteras.