El circo, Obama y la mosca

elefantes-ringlingHasta que sucedió: han logrado que uno de los circos más famosos de EE.UU. eche el cierre definitivamente. La “hazaña” es de la organización denominada Personas por un Trato Ético a los Animales (People for Ethical Treatment of Animals, PETA); y el circo, el Ringling & Barnum, fundado en 1871, y que popularizó aquello de “el espectáculo más grande del mundo”.

¿Por qué se acaba? Kenneth Feld, director de la compañía, explica que las ventas de entradas han caído “drásticamente” a raíz de haber desmontado el espectáculo con los elefantes, cuya actuación atraía a muchísimo público. Las presiones de los animalistas, que durante décadas protestaron, enviaron cartas a diferentes instancias, llamaron a congresistas, etc., les obligaron a enviar a los paquidermos a un refugio de vida salvaje en mayo pasado. De entonces acá, el circo ha perdido un poco su alma y ha visto mermada su hucha.

El Ringling –todo hay que decirlo– no ha procedido siempre con el cuidado que debiera. En 2011, el Departamento de Agricultura le impuso una multa de 270.000 dólares por no cumplir las normas de bienestar animal, al hacer trabajar a un elefante que, como se vio después, estaba enfermo. A raíz de la sanción, Feld acordó que quienes trabajaran con animales debían pasar una formación de mayor rigor, y creó un puesto de supervisor para evitar otros incidentes. Fin del asunto.

Pero eso no les bastaba a los del PETA, sino que el circo, nunca mejor dicho, ¡petara! Y es lo que, envalentonados, anuncian ya a otros como amenaza: “Todos los otros circos de animales, los zoológicos (…), incluidos los parques de diversiones marinos como el SeaWorld y el Miami Seaquarium, tienen que tomar nota: la sociedad ha cambiado, ha abierto los ojos, la gente sabe quiénes (sic) son esos animales y sabemos que está mal capturarlos y explotarlos”.

Ya casi no deberían causar sorpresa estas afirmaciones, y aún menos el lenguaje de matón con que se formulan. Cierta pérdida del sentido de la realidad, que induce a tratar a los animales como personas –“sabemos quiénes son estos animales”– y a desentenderse de las personas como si fueran gorriones que se buscan la vida por sí mismos, ha llevado no solo a boicots como el montado contra Ringling, sino a manifestaciones violentas para impedir, por ejemplo, que se sacrifique preventivamente a un perro para evitar el riesgo de contagio de un virus mortal, o que salten las alarmas si alguien –por decir, el presidente de EE.UU.– mata una mosca.

El protagonista del ridículo fue, igualmente, PETA. A su vicepresidente, Bruce Friedrich, le sentó muy mal que Barack Obama le diera un manotazo mortal a una mosca que lo estaba sacando de sus casillas durante una entrevista con la cadena CNBC. Según Friedrich, hay que mostrar “compasión incluso hacia los animales más pequeños” y darles a los insectos “el beneficio de la duda”. Como colofón, informó que le enviaría al presidente un artilugio “atrapamoscas” para que, en lugar de matarlas, las capturara y las dejara después en libertad.

Podríamos así echar a volar –junto con la mosca– la imaginación, y figurarnos no solo la que deben de estar liando cucarachas, moscas y arañas, campando a su aire en la sede de los animalistas, sino la alegría de los ácaros, las lombrices parasitarias y las numerosas alimañas que matan a millones de personas pobres de este mundo, al saber que hay toda una institución que las defiende (a las alimañas, preciso).

A los niños americanos, solo un consejo: visiten cuanto antes al acuario, pues delfines y orcas no son cosa que puedan ver después en la pescadería. Los “mosqueados” activistas de PETA están al acecho.