Lo real maravilloso nicaragüense

Escribía Alejo Carpentier que toda la historia de América era una crónica de lo real maravilloso. Fenómenos que en Europa podían asumirse literariamente como ficción o mitología, en la otra parte del globo tenían visos de realidad. Para los haitianos, por ejemplo, el mítico Mackandal aún andaba por ahí metamorfoseado en iguana, en mariposa o en alcatraz, algo que no debe extrañar cuando, en la Venezuela actual, el jefe de Estado describe con toda seriedad cómo su finado antecesor le habla por medio de un pajarito.

En Nicaragua hay más de todo esto. Ahora mismo, el líder de la Asamblea Nacional es… un difunto. El pasado 20 de septiembre, René Núñez fue declarado presidente del Parlamento hasta enero de 2017, con todo y el “nimio” detalle de que había fallecido diez días antes. La web de la Asamblea ahí lo tiene, al frente.

El mandato ultraterreno del señor Nuñez no es, sin embargo, lo que más debe maravillar al observador extranjero –en definitiva, “expira” en enero–. Lo que sí debería asombrar es cómo el incombustible –y vivo– presidente Daniel Ortega, azote de dictadores en los años 70, hoy va tranquilamente camino a convertirse en uno, con una oposición noqueada a golpe de ilegalizaciones y tras unos comicios en los que el 70% del electorado se abstuvo de votar, según cálculos de terceros (el Consejo Supremo Electoral no dará la cifra real).

El caso Ortega tiene que asombrar forzosamente al foráneo porque cuando termine su nuevo período, en 2022, habrá estado más años en el poder (24) que cualquiera de los Somoza por separado. Porque, además, sin ser un dictador “oficial”, la gente se abstiene de hablar demasiado alto cuando él es el tema, y porque la nueva vicepresidenta del país es… ¡su esposa!, Rosario Murillo, una señora que aparece frecuentemente en TV para leerles a sus compatriotas partes meteorológicos o sísmicos, echarles una regañina a los ministros que no han hecho los deberes en el modo en que ella lo querría, declamar poemas de su inspiración o explicar los significados de todos los símbolos esotéricos que tiene en casa.

Que Ortega no vea nada raro en todo esto; que no perciba un asfixiante tufo a poder dinástico en el hecho de que siete de sus hijos con Murillo controlen canales de TV, la distribución del petróleo o las inversiones foráneas, o que no se inmute cuando antiguos dirigentes de la revolución sandinista –como Sergio Ramírez o Ernesto Cardenal– le advierten sobre su deriva autoritaria, puede ser, bien mirado, tema para un relato literario. Los lectores podrán abrir sus ojos todo lo que puedan, pero no tendrán ante sí más que la cotidianidad de un pequeño país centroamericano, el segundo más pobre del continente, y eso a pesar de los ensalmos y los “efluvios positivos” que le prodiga su vicepresidenta-primera-dama.