La capellanía atea y el laicismo

Hay debates sociales que se enconan innecesariamente. La discusión se convierte en un campo de batalla que cada parte llena de parapetos dialécticos, trincheras silogísticas, agravios comparativos y minas en forma de eslóganes furibundos que acaban por arrinconar y oscurecer el posible consenso y el bien común que –supuestamente– se buscaba. Esgrimir entonces la benevolencia como solución parece, incluso, de mal gusto: como ponerse poético cuando se habla de dinero. Y sin embargo, ahí está no pocas veces la llave que puede desembrollar el asunto.

Algo parecido me parece que ocurre con el tema de las capillas en los hospitales públicos. Mucho se ha hablado de la aconfesionalidad del Estado, el dinero público, el concordato, los privilegios de un credo sobre los demás, etc., y casi siempre con un tono poco conciliador Y, de pronto, aparece una “capellanía atea” en un hospital público, que se presenta no como “antinada” sino como un servicio para determinados pacientes que lo solicitan, y el acuerdo ya no parece tan lejano.

Ha ocurrido en Inglaterra. The Guardian publicaba hace unas semanas un reportaje sobre la labor de Jane Flint, la primera “asistente espiritual no religiosa” en el país. Flint trabaja desde hace dos años en un hospital de Leicester, codo con codo con los demás capellanes: uno cristiano, uno hindú, uno musulmán y otro sikh. Cuenta que los pacientes que atiende le agradecen mucho su labor. También acude a las llamadas de personas con fe que quieren su compañía, al igual que los otros capellanes hablan con enfermos ateos.

“Se trata simplemente de estar ahí. Pero el asunto es que te conozcan. Los pacientes no te pueden llamar si no saben que existes”, dice Flint, pero podría decir cualquier otro capellán. “Saber que hay alguien con mis mismas creencias dispuesto a hablar conmigo y venir a visitarme es maravilloso, cambia el tiempo que te queda en el hospital”, dice un enfermo no creyente, pero podría decir otro cristiano, o musulmán o hindú. Estas declaraciones muestran que la cuestión de la incompatibilidad entre el espacio público y la religión (o la no religión, que es otro tipo de creencia) se resuelve en gran medida apelando a la benevolencia –querer el bien para el otro– y la búsqueda del bien común, más que con intrincadas disquisiciones sobre el Estado laico y aconfesional.