Épica comunista

La foto de un niño de 8 años ha estado ocupando espacio en los diarios chinos en los últimos días. Es Wang Fuman, o para algunos, el “Niño Escarchado” o “Congelado”. El pequeño, residente en una localidad rural del sur de China, ha saltado a la fama por una imagen en la que se le ve con el pelo completamente blanco, a consecuencia de las bajas temperaturas que debe soportar en su camino diario de 4,5 kilómetros entre su casa y la escuela.

Al hacerse público el caso de Wang, su todavía corta existencia ha experimentado un vuelco: las autoridades chinas le invitaron a Beijing, le hicieron unas fotos ondeando la bandera nacional en la plaza de Tiananmen –ese sitio en el que “no pasó nada en 1989”–, y, para acercarle su sueño de convertirse en policía, lo llevaron a una estación policial y le encajaron un traje de antidisturbios. Una estancia, en resumen, feliz, coronada por la promesa del multimillonario Jack Ma, fundador de la empresa de comercio electrónico Alibaba, de financiar escuelas para los niños del campo chino.

El matiz más interesante de todo esto es cómo la odisea del chico y de decenas de millones de otros menores se ve trastocada, por obra de la ideología comunista, en una suerte de aventura en la que el tesón y la valentía de un niño “formado por la patria” es capaz de vencer a los elementos. Es el triunfo del “hombre nuevo”, gracias a las oportunidades que ofrece el sistema a sus ciudadanos, quienes demuestran la superioridad del modo de organización política de la nación refundada por Mao Zedong –al que, “por supuesto”, el chico se moría por ver–. Ahora bien, de que a las instituciones les ha dado lo mismo que un niño tenga que recorrer 4,5 km para escolarizarse y que llegue a clase hecho un polo, ni una palabra. El desafío a la naturaleza es lo realmente importante. Hay que ver lo positivo.

Es la épica de los regímenes comunistas, que perciben al individuo en un constante y heroico “batallar” en pos de “victorias” que, siendo suyas, debe agradecer al sistema que las ha posibilitado… por más que haya sido precisamente la ineficacia del sistema la que ha creado los problemas o, sencillamente, les ha negado importancia.

Para mejor ilustrarlo: año y medio atrás se hizo público que, en otro rincón de la China rural, un grupo de 15 niños debía cubrir dos veces al mes los 800 metros que separaban su casa de la escuela… mediante una escalera de juncos. El centro escolar está en un valle, y las casas de los menores están en la cima de un abrupto farallón. Como ya se habían despeñado 8 personas en las escaleras, que naturalmente se pudrían, les prohibieron hacer el recorrido diario –90 minutos para arriba y para abajo– y se les albergó en el colegio.

La buena nueva es que, a raíz de que un fotógrafo publicara las imágenes, que le han ocasionado vértigo a medio mundo, las autoridades instalaron finalmente una escalera de metal y con una inclinación  de 60°. Y ahí es que se desata la poesía. Algunos entusiastas lectores del Diario del Pueblo le han dado al asunto un matiz épico muy del gusto de Beijing, al expresar que la nueva instalación “demuestra que China cuida a su gente” y que ahora, “tanto los niños como los ancianos pueden disfrutar de su ascenso ¡al CIELO!”.

Nadie dice nada, sin embargo, de que los residentes en la elevación habían tenido un funicular que los conectaba con el valle, pero que, al no poder pagar la electricidad del servicio –son muy pobres–, se desmanteló. Nada de subvenciones, nada de velar por el más necesitado. Un fracaso, sin duda, para un sistema que se dice anclado en el principio de “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”.

Dondequiera que estas semillas de doctrina se han plantado, se ve que los frutos de justicia social quedan prácticamente en cáscara, en envoltorio. Junto con China, Cuba es uno de esos pocos países regidos aún por un partido de inspiración marxista. Aunque las diferencias culturales entre ambos son notorias, tienen en común esa sabrosa tentación de transformar mágicamente el revés en victoria. Es lo que hizo posible que, en 2008, en un discurso en Santiago de Cuba, Raúl Castro  les prometiera a los pobladores que la necesaria ampliación del acueducto, un “viejo y grave problema”, quedaría resuelto “definitivamente” en 2010 y que la ciudad ya tendría garantizado su servicio diario de agua potable.

La noticia era para saltar de júbilo, si no fuera porque unos cuantos se preguntaron qué había tenido tan embelesado al gobierno cubano desde 1959, si únicamente después de pasados 51 años de que los rebeldes de Fidel Castro se hicieran con el poder, era que Santiago iba a tener agua corriente. Las ovaciones que siguieron a las palabras del líder difuminaron de un ¡zas! las memorias de décadas de sed y de perseguir camiones-cisterna por la ciudad. La victoria final era lo importante.

Por supuesto, esta sigue siendo la tónica. Una ojeada a la prensa cubana, en cualquier momento que el lector desee, le traerá buenas nuevas sobre el “sobrecumplimiento” de planes de producción de leche y carne –aunque para asegurarse un vaso del líquido hay que rastrearlo en el mercado negro, y la carne de vaca escasea tanto como en la nevera de un gurú de Nueva Delhi–, o sobre las metas alcanzadas en la captura de langostas y camarones, bichos que el cubano solo puede llevarse a la boca tras comprarlos a altos precios en el estraperlo.

Eso sí: la empresa ganadera no deja de recordarle al reportero que las cifras de lo producido van dedicadas “al cumpleaños 90 del Líder de la Revolución cubana Fidel Castro Ruz”, mientras que otro periodista, al escribir sobre una empresa de captura de crustáceos, insiste en señalar que “con su indiscutible visión, el líder histórico de la Revolución percibió un futuro promisorio para la incipiente actividad de la camaronicultura”.

Profetismo del malo, si acaso, y sí mucho de imaginación. Porque elogiar la “visión indiscutible” de quien hizo de Cuba un país de emigrantes; o llamar “Timonel” a quien lidera una sociedad de tan graves desigualdades como la China de Xi Jinping; o “Brillante Camarada” al “atómico” tirano norcoreano, que amenaza al mundo y hambrea a su pueblo, demanda solo eso: una insuperable capacidad metafórica. Y de esa, la epopeya comunista sí que va bien servida.




SuperMarx

marx1El rostro de Carlos Marx –a primera vista no muy diferente del de un escurridizo gnomo o el de un Santa Claus sin renos– nos es bastante familiar a quienes hemos nacido bajo sistemas ideológicos inspirados en su prédica. En sociedades para las que El manifiesto comunista era una suerte de biblia a la medida, la efigie del filósofo alemán aparecía lo mismo en la escenografía de un congreso en Cuba que en los enormes carteles que adornaban las paradas militares en Moscú, en los sellos de correo checos y yugoslavos y hasta en Tiananmen, la megaplaza de Pekín donde “no pasó nada en 1989”.

La noticia viene ahora de Alemania, pero también de China: el gobierno de este país quiere regalarle una estatua de Marx a la ciudad alemana de Tréveris, cuna del pensador. Será en bronce y tendrá 6,5 metros de altura. ¿El motivo? Homenajear a Marx en el bicentenario de su nacimiento, en 2018.

El punto es si la ciudad acepta o no el regalo. La agencia Deustche Welle ha preguntado a residentes en la localidad qué tal la idea –al alcalde, el socialdemócrata Wolfram Leibe, le parece genial–, y ha encontrado opiniones diversas. Una de ellas, muy recurrente, es la objeción al tamaño: más de seis metros es demasiado. Aunque depende. Para la iconografía comunista, que carece de dioses tradicionales, ponerle unos metros más a la figura de sus iconos ideológicos es, de cierta manera, dotarlos de esa cualidad divina que, paradójicamente, les niega su propia concepción materialista de la vida. Además, quien hace el ofrecimiento es China: ¿qué esperar: un Marx de 1,80?

En efecto, allí donde sobreviven, las megaestatuas comunistas continúan siendo un símbolo de la pujanza del ya desaparecido sistema –del que, como las ondas gravitacionales del Big Bang, quedan algunos ecos–. En Cuba, por ejemplo, el mayor parque de atracciones de La Habana no tiene nada que ver con Mickey Mouse, sino con el líder de la Revolución de Octubre, Vladimir I. Lenin, a quien se dedica allí una marmórea cabeza de proporciones descomunales. Entretanto, en la alemana Chemnitz –otrora bajo influencia soviética– ha quedado también una cabeza, pero de Marx, a la que los habitantes de la ciudad no dudaron en colgarle una camiseta de la selección y pintarle las mejillas con los colores de la bandera germana durante el Mundial de Fútbol de 2014.

Ahora bien, antes de instalar el obsequio chino en Tréveris, el ayuntamiento ha preferido consultar a la gente, que mientras se lo piensa, podrá “disfrutar” de una maqueta en madera del barbudo filósofo con las mismas medidas de la escultura original. Para algunos trevirianos, sin embargo, habría un reparo más allá de la demostradamente fallida ideología marxista: el de quien ofrece el regalo. Uno de los consultados por DW refiere que solo cuando Pekín respete como se debe la libertad y los derechos humanos, será posible aceptar el presente; no antes. Claro que, si la alcaldía se atuviera a este principio, con seguridad la escultura no zarparía de China jamás, ni en esta vida ni en la futura.

Si el público termina aceptándola, pues nada: Marx no fue Stalin, ni Pol Pot, ni Mao. Fue un teórico que, como bien explicó Benedicto XVI, se quedó “corto”: “Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo”, señalaba Ratzinger en la encíclica Spe salvi, y añadía que el problema de su compatriota había sido olvidar la libertad del hombre: “Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es solo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo solo desde fuera, creando condiciones económicas favorables”.

Un hombre, en fin; un pensador, un ser falible, hecho escultura caminante, victoriosa… Como si sus ideas no hubieran fracasado en el mismo país en que nacieron y aun en aquel que comisiona estatuas para honrarlo y que juega a un capitalismo primario y casi posfeudal. Que decida la gente, pues, en Tréveris, y en China que se convenzan: si el bronce cobrara vida allí mismo, SuperMarx volvería a morir súbitamente, angustiado y perplejo.




El camarada Xi ha pitado: balón en juego

chinese_national_football_team_2011Las ofertas millonarias a jugadores de clubes de fútbol europeos por parte de China han ido saliendo a la luz en las últimas semanas. Solo a Cristiano Ronaldo, un club del país asiático le ha ofrecido, según The Guardian, 300 millones de euros anuales; según The New York Times, más “comedido”, han sido “solo” 150 millones.

China quiere ser una potencia futbolística –estar hoy en el lugar 82 del ranking de la FIFA, por detrás de San Cristobal y Nieves, unas islas que apenas son dos puntos en el mar Caribe, no es para descorchar botellas–. Para ello, está yendo a buscar talentos fuera y tentándolos con sumas que duplican o triplican las acostumbradas en esta parte del globo. En un mundo donde la ley imperante es la de la oferta y la demanda, no habría nada que objetar: todos lo hacen. Todos, claro, los que no se declaran Estados comunistas, pues en teoría estos deben colocar en primer lugar las urgencias de la gente más pobre y priorizar el desarrollo económico en pos de ofrecer mayor nivel de bienestar material a la población, y no sueldos innecesariamente altos a futbolistas.

Pero Beijing, se sabe, juega en todas las ligas. Además, como todo país comunista que se precie, no escapa a la tentación de mostrar que su potencia en el deporte es consecuencia de la superioridad de su sistema político. Así ocurría –doping mediante– en la Unión Soviética y en el resto de sus entonces satélites europeos; pasa en Cuba, que obtuvo el quinto puesto en Barcelona 92 porque “la Revolución ha convertido el deporte en un derecho del pueblo”. Y como quien corta el bacalao en China es el Partido Comunista, por más que sus reglas del juego económico sean ferozmente capitalistas, pues el camarada Xi Jinping reproduce el esquema: “Mi mayor esperanza es que el fútbol chino se coloque entre los mejores del mundo”.

Para que ese tren llegue a su estación, se le han trazado dos vías. Una, la mencionada compra de talentos en el exterior, y otra, la inversión en campos y escuelas de entrenamiento, para las que se contrata igualmente a preparadores foráneos. Según el Times, una de esas instituciones, la Evergrande Football School, cuenta ella sola con 2.800 estudiantes y 48 campos de fútbol. El gobierno pretende construir decenas de miles de campos de entrenamiento y llevar el deporte del balón a los programas escolares en decenas de miles de colegios.

Lo interesante será ver de qué forma implementa Beijing esa “asignatura”. Muchos padres, preocupados por el desempeño académico de sus hijos en un entorno cada vez más competitivo, saben que los Messi y los Ronaldo no se multiplican como gremlins, por lo que a los chicos más les vale aplicarse a las matemáticas, que tienen más futuro.

El de Xi es, sin duda, uno de esos tics voluntaristas tan caros a los gobiernos comunistas. Sea el empeño de Corea del Norte por construir un hotel de 105 pisos –el más grande del mundo–, o el de la URSS por trazar una línea férrea que atravesara la inhóspita Siberia, en demostración de cómo el poder soviético vencía a la naturaleza, o la meta cubana de fabricar 10 millones de toneladas de azúcar en una sola zafra, todo es una “victoria del pueblo”. Aunque, por dentro, el hotel de Pyongyang permanece inacabado y vacío; la mayoría de los proyectos mineros siberianos que enlazaría el ferrocarril Baikal-Amur no han llegado a ejecutarse jamás, y Cuba, “azucarera del mundo” que fue desde el siglo XIX, ha tenido que importar parte de su azúcar desde Brasil.

En China, le toca el turno al fútbol. Si Mao movilizó a millones para matar gorriones, con seguridad muchos irán de mejor grado a patear pelotas. Ya nos enteraremos del resultado.