Medellín es bastante más que Pablo Escobar

La casa natal de Adolf Hitler en la localidad austríaca de Braunau será demolida. Así lo confirmó el pasado año el gobierno del país centroeuropeo, que dio por buena la recomendación de un comité de expertos. El edificio, por el que se pagará una indemnización a su propietaria, ejerce una suerte de atracción para los admiradores del nazismo, y no es de recibo que continúe siendo un sitio de peregrinación.

Del otro lado del Atlántico, en cambio, la casa donde el narcotraficante colombiano Pablo Escobar pasó sus últimos días es feliz meta de turistas por estos días. Ya, ya: que no se pueden comparar los dos personajes por las dimensiones de sus fechorías: decenas de millones de muertos gracias a las locuras de uno son demasiados para los quizás 3.000 con los que cargó el narcotraficante colombiano, según calcula su hijo, Juan Pablo Escobar. Pero no hay asesinatos execrables y asesinatos light, como no hay criminales que merezcan ser confundidos con héroes.

En el caso de Escobar, el modo en que lo presenta Narcos, la serie de Netflix, va quizás tan en esa línea heroica que su hijo dice recibir mensajes de jóvenes de distintas partes del mundo, quienes le confiesan su deseo de ser jerarcas del tráfico de drogas y le piden consejo sobre cómo dar los primeros pasos. La fascinación con el Pablo Escobar-Robin Hood que toma carne y huesos en el actor brasileño Wagner Moura llega a tanto que en Medellín hay quienes hacen caja con el recuerdo del personaje.

Según reporta Deutsche Welle, en la ciudad otrora asolada por el narco hay quienes organizan tours de visitantes a los lugares vinculados con la vida y las “aventuras” del capo. Desde la prisión privada donde estuvo entre 1991 y 1992, hasta el cementerio de Montesacro, donde yace. Pero quizás el sitio que suscita más interés es el bungaló donde estuvo antes de ser abatido. En la casita, el manager del negocio es el hermano del narco, y quien además fue su contable.

Roberto Escobar –que se pasó 14 años en prisión a consecuencia de sus correrías– les suelta a los turistas que “se han dicho muchas mentiras y las historias cambian con el tiempo. El gobierno ha culpado a Pablo por muchas cosas que no hizo”, y les cuenta su aséptica versión. En la estancia hay fotos del traficante en su avión privado o montado sobre un elefante de su zoológico particular. Los visitantes apuntan con sus cámaras a las paredes y a los vehículos con huellas de metralla, y Roberto, al final, les invita a un café y les ofrece firmar fotos de Pablo. Algunos de ellos, cuando regresen a casa, lo harán con la sensación de haber conocido y casi tocado, por medio de su hermano, al extinto narcotraficante, y lo trompetearán en las redes sociales: ¡Yo estuve allí!, y se sentarán en el butacón con el mando de la tele a devorar una serie y creerán que, en efecto, el tipo al que glorifica Netflix en su papel de malo-no-tan-malo era un hábil justiciero que se reía merecidamente en la cara del tonto sheriff de Nottingham-Medellín y hasta del rey de toda Inglaterra-Colombia.

Quizás tours como estos no sean lo que necesita la ciudad. No es solo que su nombre quede recurrentemente ligado a un pasado violento –el sitio donde se levantaba el cuartel de la Gestapo, en Berlín, también lo está, solo que allí un memorial recuerda y condena los horrores–. El punto es que, en la urbe colombiana, la memoria del causante del mal parece estar reivindicada en los lugares que se le relacionan, y todo gracias a una serie de TV, al afán de lucro de unos cuantos, y a que la propia ciudad no ha resignificado esos sitios.

En un artículo en The New York Times, Sergio Fajardo, alcalde de Medellín entre 2004 y 2007, quiere que la localidad figure en las preferencias de la gente por realidades completamente distintas, que fueron posibles al terminar aquella pesadilla. Por las escuelas, los parques, las bibliotecas, los centros deportivos y culturales, y por los programas de desarrollo humano que han beneficiado a tantos jóvenes. “El caso de Narcos nos duele –dice–, porque volver a representar a Medellín a través de Escobar y su violencia demencial es reabrir una herida que todavía no sana completamente. Preferiríamos que nos reconocieran por el arte de Botero o la música de Juanes, o la bicicleta de Mariana Pajón”.

Pues bien pudiera ser. Pidan consejo en Berlín.




Eutanasio Duterte

duterteEl 82% de los filipinos residentes en Metro Manila (el distrito capitalino) dice sentirse más seguro desde que el presidente Rodrigo Duterte comenzó en el verano pasado su particular guerra contra las drogas. Así lo refleja una encuesta local, y los resultados se van viendo: según la Policía Nacional, los niveles de criminalidad han descendido notablemente, pues si entre julio de 2015 y julio de 2016 habían resultado heridas unas 158.800 personas en sucesos violentos, del verano para acá “apenas” lo han sido unas 80.000, al tiempo que ha decrecido el robo de coches, el hurto, los homicidios (los no gubernamentales, vale aclarar), y otras modalidades delictivas.

Perfecto: la paz avanza en los dominios de Duterte, que ha dado vía libre a las fuerzas del orden y a los paramilitares para que procedan expeditamente contra los narcotraficantes, sean del tipo Pablo Escobar o simples mercachifles de la barriada. ¡O no lo sean en absoluto! Human Rights Watch ha documentado decenas de casos de personas inocentes a las que la policía o los paramilitares han asesinado sin demasiados escrúpulos, y junto a las cuales, en un charco de sangre, han plantado armas de fuego y estupefacientes. Gente normal, que iba a lo suyo, pero a la que han quitado la vida –¿importa mucho una vida más o menos?–– unos agentes del orden fuera de control, que se comportan con la euforia de las vacas que corretean por el prado tras pasarse meses en un establo.

La mejor muestra de lo desnortada que está la policía filipina sub Duterte fue el asesinato de un empresario sudcoreano meses atrás. Los agentes no se liaron demasiado: durante una redada antidrogas en la ciudad de Quezon, cargaron con el hombre de negocios hacia la comisaría. Allí lo estrangularon, lo incineraron y, para sacarle tajada al asunto, se hicieron pasar por delincuentes comunes y exigieron a su mujer un rescate de 100.000 dólares, haciéndole creer que aún vivía. El presidente se disculpó públicamente y prometió castigar con dureza a los responsables –algo así como que el carnicero se disculpara con el cordero y le asegurara que martillará al cuchillo–. Porque la sangre está en las calles, pero corre desde el buró del mandatario en el Palacio de Malacañán.

Calles teñidas de rojo, sí, pero según algunos opinantes en Manila, “más tranquilas”. Duterte remeda así, sin saberlo, a la figura del general Eutanasio Rodríguez, dictador de la República de Banania y humorística creación de Les Luthiers. El sátrapa, en un homenaje que se tributa a sí mismo, les recuerda a sus gobernados: “De no ser por nuestra acción de gobierno, pacientemente desarrollada en estos últimos… 49 años, nuestras calles estarían hoy llenas de pornografía, de corrupción, de violencia… ¡de gente!”.

¿Que todavía queda gente dando vueltas por Manila? Tiempo al tiempo: el jefe de la Policía en la capital, Oscar Albayalde, ha dicho que el resultado de la encuesta le ha resultado “inspirador”, y que siente el respaldo de la ciudadanía. “Innovaremos y nos esforzaremos aún más, hasta dar el ciento por ciento”, afirma.

Si hace bien su trabajo, como “inspiradamente” promete, muy pronto habrá una inmejorable seguridad pública en el país de Eutanasio: un silencio imponente, cero atascos de tráfico, nada de contaminación… Y fantasmas, muchos fantasmas.