¿Un homicidio o dos?

El pasado 5 de noviembre, luego de que un hombre armado dejara un reguero de cuerpos inertes y ensangrentados sobre el suelo de una iglesia bautista en Texas, la oficina del sheriff se dio a la triste tarea de hacer el conteo de los fallecidos. A simple vista, los asesinados eran 22, pero el agente contó uno más, pues una de las víctimas, Crystal Holcombe, estaba embarazada. El número correcto era, pues, 23.

Al New York Times le llamó la atención el dato y le dedicó un artículo, en el que menciona también un antecedente: en el memorial que honra a los asesinados el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, el artista consignó los nombres de 10 mujeres embarazadas “y sus niños no nacidos”.

Quizás la mejor muestra de cuán cuestionado está el derecho a la vida en el mundo actual, es que esos detalles hayan suscitado la curiosidad, el asombro… Es obvio que el hijo no es parte de su madre, a diferencia de los brazos o el estómago de ella, que sí lo son; y si todo marcha bien, nueve meses después de concebido recibirá un nombre y se le inscribirá en el Registro Civil, y en su proceso de crecimiento aprenderá a hablar, tomará decisiones y será consciente de sí, a diferencia del brazo de la madre, que seguirá moviéndose por orden del cerebro, y del estómago, que no hará otra cosa que mal entretenerse en la monotonía de la digestión.

Pero a algunos les chirría esta realidad tanto como el conteo del sheriff. Primero, a las autoridades de algunos estados norteamericanos, pues no hay unanimidad nacional al respecto. Si el tiroteo hubiera sido en Maryland, por ejemplo, y el embarazo estuviera en las primeras etapas, la única víctima a considerar en un posible juicio hubiera sido la mujer, pues la ley solo considera homicidio el cometido contra un feto ya viable. Pasa igual en Massachusetts, donde para entender que ha habido otra víctima fatal además de la madre, el concebido debe haber sobrepasado la semana 27 de gestación. En cambio, de haber ocurrido el crimen en Arizona, Alabama o Georgia, y en cualquier etapa de crecimiento del embrión desde la fecundación, habría dos vidas en juego, ergo, dos muertes por las que pagar.

Por supuesto, los otros a quienes molesta que el sheriff se atuviera a la ley del estado y tomara en cuenta al no nacido, son los activistas pro-aborto. Les preocupa que, de tanto insistir en que haya que contar al hijo como víctima aparte, en algunos círculos políticos cale la idea de reconocerle su personhood o condición de persona –ha habido varias iniciativas legislativas en ese sentido a nivel estadual, pero no han prosperado–, y que ello termine erosionando el “derecho” al aborto.

Pero ha muerto una embarazada, y hay que significarse de alguna forma (de una que no eche a ver que el no nacido también merece que el criminal repare). La directora de Comunicación de la organización abortista NARAL Pro-Choice America, Kaylie Hanson, se apresuró a condenar el crimen y a declarar que “necesitamos leyes más severas que aumenten las penas a los individuos que ataquen a mujeres embarazadas; estaremos con nuestros aliados en el apoyo a las leyes que eviten futuros actos de violencia armada”.

Se le podría tomar la palabra a la señora Hanson y seguir el hilo de su razonamiento, allí donde ella lo corta. ¿Por qué hacer diferencia entre las mujeres embarazadas y las que no lo están, o entre ellas y los hombres? ¿Por qué endurecer las penas para el que mata a unas y dejarlas intactas para quien asesina al resto? Quizás porque, en su fuero interno, aun sin reconocerlo públicamente, los abortistas entienden que el agresor ha segado realmente una vida inocente, y que si les escandaliza es porque, a diferencia del aséptico salón en que un doctor empuña una legra, en un ambiente profesional, de “Por favor, hable en voz baja”, la fechoría del tirador ha sido bastante más grotesca. Estruendo, balas, sangre, gritos, terror…

Pero el resultado es uno: la muerte. La misma muerte que, amparada en “libertades” y “derechos”, va incansable de un salón a otro en las clínicas abortistas, haciendo su trabajo.