La hora de los tiquismiquis

Un romance de tintes palaciegos en la Rusia de los zares es el hilo conductor de una película que no ha gustado a sectores nacionalistas y religiosos en el país euroasiático, y que ha dado pie a protestas y a hechos abiertamente delictivos. El filme tiene algunas escenas eróticas, aunque seguramente no tan gruesas como para justificar que alguien lance un camión con bombonas de gas contra una sala de cine –lo que ya sucedió en la ciudad de Ekaterimburgo–, o que le quemen el coche a un abogado del director y que amenacen de muerte a este, a los protagonistas y aun a los dueños de las salas de exhibición.

La historia de Matilda cuenta la relación entre una bailarina polaca y el futuro zar Nicolás II, fusilado por los comunistas tras la revolución de octubre de 1917. Lo de ambos fue una historia prematrimonial –el joven terminó casado en 1894 con una princesa alemana, Alix de Hesse-Darmstadt, mientras Matilda Kshesinskaya lo hacía con un primo de aquel–, y algunos de sus detalles han escandalizado porque Nicolás II es, desde 2000, santo de la Iglesia ortodoxa rusa.

Algunos medios, como la Deutsche Welle, han destacado “el odio y la violencia” de que son portadores los manifestantes contra el filme. Y sí: ambos impulsos denotan un fanatismo que impide ver en la figura del último zar a una persona falible; a un gobernante que se desentendió bastante de las necesidades de su pueblo, que apartó los ojos de las masacres sufridas por quienes reclamaban pan y derechos, y que, con ello, favoreció indirectamente el auge de los bolcheviques y su ascenso el poder en 1917. Ahora, para algunos en la Rusia postsoviética, la figura de un emperador-mártir parece alzarse como la de un redentor de la nación y un valedor de la fe que, tras el oscuro paréntesis comunista, regresa en forma de icono a confirmar a sus compatriotas. Su existencia, un cuasi evangelio.

Que no se permita cuestionar la vida del zar en un filme pudiera calificarse de extremismo de matriz religiosa. Y hay quienes, por resonarles aquello de “el opio del pueblo”, se encogerán de hombros ante las acciones de los más exaltados: “¿Podía esperarse otra cosa de esta gente supersticiosa?”.

En realidad, la ceguera a los argumentos de los demás y el deseo de acallarlos a cualquier precio no es patrimonio religious only. Si en algún momento histórico la posibilidad de disentir, de plantear posturas que no siguen la corriente dominante ha sido vista con suspicacia y reprobación, es en esta época. En un reciente artículo publicado en El País, de título más que ilustrativo – “Demasiados cerebros de gallina”–, el escritor Javier Marías citaba una encuesta efectuada a millennials estadounidenses: solamente un 30% de ellos consideró que la libertad de prensa era “esencial” en un régimen democrático. Asimismo, de los estudiantes que se dijeron afines al Partido Demócrata, un 62% señaló que era perfectamente admisible callar a gritos a un orador si su discurso desagradaba al oyente. Si había que emplear la fuerza física para proteger a este último de afirmaciones “ofensivas o hirientes”, entonces un 20% se apuntaba gustoso a la tarea. En una sociedad que siguiera al dedillo los parámetros deseados por estos jóvenes, “como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios”.

Por desgracia, sin embargo, no hablamos de circunstancias hipotéticas. En las propias universidades de EE.UU. se ha vuelto una odisea intentar plantear algo que roce mínimamente las sensibilidades del auditorio en sentido contrario a lo que desea escuchar. Y no hablamos ya de las acciones violentas para boicotear a oradores que manifiestan algún tipo de simpatía por el presidente tuitero –en esto, la californiana Universidad de Berkeley se lleva la palma del alboroto–, sino del acoso que puede sufrir un estudiante cristiano por pretender hablar de su fe.

Le sucedió a Chike Uzuegbunam, un chico en la Universidad de Georgia: en las afueras de la biblioteca, Chike distribuía tratados evangélicos y hablaba sobre lo pasajero de la vida terrena, hasta que la dirección del centro le ordenó cesar, por no hacerlo en las denominadas “áreas de libre expresión” de la universidad. El joven obedeció, reservó un sitio en una de esas zonas y siguió con su prédica, hasta que otros estudiantes dijeron sentirse “incómodos” con el mensaje y la administración concluyó que su actividad perturbaba la paz.

Hoy, el Departamento de Justicia representa al joven en una demanda contra el centro de estudios. Y a un personaje tan poco simpático como el Fiscal General, Jeff Sessions, habrá que concederle que estuvo acertado días atrás cuando, ante estudiantes de Georgetown –muchos de ellos con cinta adhesiva sobre los labios en protesta por su presencia–, afirmó que la universidad estadounidense, antes sitio de debate y de libertad académica, “se está transformando en un eco de la corrección política y del pensamiento homogéneo; en un refugio para los egos frágiles”.

Así pues, dondequiera cuecen habas: intolerantes y tiquismiquis los de Rusia, otro tanto los de Berkeley, Georgia y Georgetown. Religiosos y conservadores unos, liberales o ateos los otros, todos tienen una misma respuesta para el que les “ofende”: la anulación. Son malos días para las neuronas.




Paranoias mortales

Una veintena de representantes republicanos estadounidenses jugaban al béisbol el 14 de junio en Alexandria,  Virginia, cuando les sobrevino una tempestad de plomo. El atacante apretó el gatillo de un rifle AR-15, un arma ya casi “familiar” para la prensa por haber estado involucrada en algunas de las más sonoras masacres de los últimos años, como el ataque a la discoteca de Orlando –del que nuestro inigualable Alberto Garzón culpó como causa primera al “heteropatriarcado”–, o el que segó las vidas de 20 niños de 6 y 7 años en una escuela de Newtown, Connecticut, a finales de 2012.

Llaman la atención las declaraciones de un apasionado defensor de las armas, el representante republicano Tom Garret, para quien prácticamente fue una “suerte” que hubiera policías allí para pararle los pies al atacante y que solo resultara herido su correligionario y también legislador Steve Scalise (por cierto, un fervoroso proarmas). “Si no hubiera habido un líder de la Cámara de Representantes allí (en alusión a Scalisse), no habría habido policías presentes y todo hubiera derivado en el mayor acto de terrorismo político en años, o en el mayor de la historia”.

Fue precisamente Garrett quien presentó semanas atrás un proyecto de ley, aún en trámite, para que en el Distrito de Columbia, sede de las principales instituciones políticas y judiciales de EE.UU., se aliviaran las restricciones a la tenencia y portación de armas. Según se infiere de la postura del republicano, los legisladores que iban a jugar béisbol deberían haber tenido la posibilidad legal de llevar, además de guantes, pelotas y bates, una Magnum colgada al cinto. Pero las leyes, ¡ay!, los injustos límites de las leyes que no nos dejan cargar con la pistola a dondequiera…

El razonamiento de Garret no es demasiado complicado: sea que estés bailando en una disco, cavando un pozo o cenando en un restaurante, tienes que llevar tu arma y estar listo para responder, porque nadie lo hará por ti. Como si estuvieras en Mogadiscio o en Trípoli. Su inquietud no es qué diablos hacen 10 millones de rifles de asalto AR-15 en los hogares estadounidenses, sino por qué no hay más de estos mortíferos artefactos en manos de más personas. De las personas correctas, claro, de esas que nunca jamás las extraviarán ni les serán robadas, y que sabrán utilizarlas para neutralizar a los malos, ¡exclusivamente a los malos! Según Garrett, si su proyecto de legislación ya estuviera en vigor, “hubiera permitido a las personas amantes de la ley defenderse ellas mismas” en el estadio.

El misterio, sin embargo, es por qué, a pesar de haber 300 millones de armas de fuego en poder de civiles, no dan abasto para fulminar a los villanos, pues una cifra anual de 30.000 muertes por disparos no es el mejor signo de efectividad de la cada vez mayor libertad para portar armas “por si alguno se atreve conmigo”.

La respuesta por tan poco envidiables números podría estar en una suerte de paranoia cultural que invita a ver, como decía un filósofo bastante pesimista, el infierno en los otros. “The enemy is out there” (“el enemigo está allá afuera”), insisten los filmes, los políticos y los telediarios norteamericanos, y hay que estar preparado para coserlo a tiros en cuanto asome la cabeza.

La mejor muestra de cuánto cala el mensaje nos la ofrece un reportaje televisivo de esos que persiguen la vida y hazañas de los que se han ido a vivir en el exterior en busca de mejores horizontes: un matrimonio español, asentado en EE.UU., tiene en casa todo un arsenal de rifles y pistolas, tanto para la caza como para “por si acaso”. ¿El punto? Que cuando vienen a España, cuyo índice de criminalidad es el tercero más bajo de la UE, se traen al menos una de sus armas: “Así nos sentimos más seguros, porque nunca se sabe”.

Podrían ahorrársela. El enemigo, la percepción de peligro extremo e inminente, viaja con ellos. Y vive en casa de Garret, y en la de Scalise, y en la de…




Los primeros 100 días de los votantes de Trump

Donald Trump mantiene una posición ambigua respecto al simbólico hito de los 100 primeros días como presidente de Estados Unidos, que alcanzará el sábado 29 de abril. Por un lado, hace como que lo desprecia: “Son una barrera artificial”, dice. Por otro, presume de haber hecho “más que cualquier otro presidente” en ese período.

Y es verdad que ha aprobado más normas y órdenes ejecutivas que Obama en sus primeros 100 días, pese a que no era fácil superar al que fue calificado por The New York Times como “el regulador en jefe”. Pero instar por decreto al desmantelamiento de la reforma sanitaria no es lo mismo que lograr el apoyo a su proyecto. Tampoco han prosperado hasta ahora los polémicos decretos migratorios de enero.

Lo curioso es que la afirmación de Trump –“he hecho más que cualquier otro presidente”– haya puesto a hacer fact-checking a algunos expertos, que vuelven a morder el anzuelo. Y así, abundan los análisis que presentan a otros presidentes más productivos que él.

Pero el republicano sigue marcando la agenda de los medios, haciendo que presten atención a cada una de sus palabras. A pesar de que sus palabras, “a veces dicen lo que parecen decir, otras muchas no, y a menudo es difícil apreciar la diferencia”, como señala Barton Swaim.

Estos días se ha repetido mucho el dato de Gallup de que Trump llega a los primeros 100 días con un índice de aprobación del 39%, el más bajo de la historia reciente. Pero un reciente sondeo del mismo instituto revela que un 56% de una muestra de algo más de 1.000 personas de todos los Estados piensa que hasta ahora ha gobernado según esperaban, con independencia de que les guste o no. El resto está dividido entre los que creen que lo ha hecho peor (el 23%) y los que piensan que lo ha hecho mejor (el 19%).

El dato que de verdad debería preocupar a los críticos de Trump es que, entre la mayoría de los que aprueban su manera de gobernar, el 56% considera que está cumpliendo sus expectativas; el 41%, que las ha superado; y solo el 2%, que las ha defraudado (aunque le siguen dando el visto bueno). En otras palabras: la aprobación de Trump en el conjunto de votantes es baja, pero se ha reforzado entre sus simpatizantes.

La cuestión es: después de 100 días de presidencia, ¿qué hemos aprendido de los 62,9 millones de personas que votaron a Trump? ¿Comprendemos mejor sus inquietudes? ¿Por qué las derrotas que sufre su candidato no parecen estar minando –al menos, de momento– su confianza en él?




La justicia sentimental de “Warren v. Gorsuch”

tribunalsupremoUSAEn su libro Contra los políticos, el filósofo Gabriel Albiac denunció el progresivo proceso de vaciamiento del Estado de derecho y su sustitución por un nuevo “Estado sentimental”, donde las emociones pueden tener más peso que la seguridad jurídica, el equilibrio de poderes, las instituciones y las leyes.

El peligro que señaló Albiac se ha hecho patente con motivo de la batalla en torno al juez Neil Gorsuch, nominado por Trump para ocupar la vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. A principios de febrero, la senadora demócrata por Massachusetts y azote de Wall Street, Elizabeth Warren, insistió en presentarlo como un desalmado que se posiciona a favor de la élite empresarial. Según la senadora, Gorsuch “se ha puesto de parte de los empleadores que niegan salarios” y “prestaciones de jubilación”, y “se ha posicionado a favor de las grandes compañías de seguros y en contra de los trabajadores discapacitados”.

Pero mostrar la tarea judicial como una toma de postura a favor de unos y en contra de otros –tan querida por la divisiva retórica populista– no describe bien lo que ocurre en los tribunales. “El trabajo de un juez no es elegir entre David o Goliat, no es salir en defensa del desvalido para derribar al fuerte”, recuerda Ronald A. Cass, rector emérito de la Boston University School of Law y autor del libro The Rule of Law in America.

Y añade: “La forma de proteger al débil no es tener un juez que vote lo que le dicten sus entrañas. Es tener un sistema legal que funciona según unas reglas, legítimamente aprobadas por los organismos y a través de los procedimientos constitucionalmente previstos, y que se hagan cumplir de forma predecible por jueces que leen cuidadosamente la ley y la aplican tal cual está escrita, al margen de lo que puedan sentir acerca de cualquiera de las personas enfrentadas en el caso”.

Si Warren cree que las leyes estadounidenses perjudican al ciudadano de a pie, debería seguir intentado cambiarlas desde su escaño en el Senado. Pero alentar al populismo judicial –sentimentalizar la justicia– va en detrimento del Estado de derecho y de la división de poderes, que es precisamente lo que Gorsuch debía demostrar que es capaz de defender.

De ahí que el candidato al Supremo se haya esforzado por aclarar, durante el escrutinio del Senado, en qué consiste su trabajo: “Bajo nuestra Constitución, al Congreso –los representantes del pueblo– compete hacer nuevas leyes; al ejecutivo, garantizar que se cumplen fielmente; y a los jueces neutrales e independientes, resolver cómo deben aplicarse las leyes en las disputas”.




El suicidio asistido (de la prensa norteamericana)

El fin de semana del discurso inaugural ha sido para muchos la confirmación que Trump y su equipo han declarado la guerra a los medios de comunicación. Los atacan y cuestionan. Así posiblemente pretenden conseguir que se irriten de tal modo que transmitan indignación a los públicos. Ya se sabe que la indignación permanente es una forma muy sutil de manipular… Y, de momento, el ambiente continúa bastante caldeado: no son habituales las manifestaciones de protesta sólo comenzar un mandato. “No se le ha concedido a Trump la convención de juzgarlo en 100 días de Gobierno. Ni siquiera se le han permitido 100 horas”, escribe Rubén Amón.

Uno de los puntos de fricción entre la Administración Trump y la prensa ha sido a raíz de la cifra de asistentes a la ceremonia de inauguración. El nuevo secretario de prensa rechazó los números publicados por los medios aportando sus propios cálculos. Estos serían los “hechos alternativos” a los que se refería la consejera de la Casa Blanca Kellyanne Conway. Estas declaraciones han generado revuelo y el hashtag #alternativefacts ha convivido con otros como #PostTruth o #1984. “We have gone full Orwell”, afirma Margaret Sullivan, columnista de medios del Washington Post. Realmente parece un episodio de posverdad en estado puro. Es peligroso que este tipo de discurso llegue a calar en los públicos, como alertaba hace meses la editora de The Guardian. Según Katharine Viner, “cuando los hechos empiezan a ser todo aquello que tú consideras que es verdad, se hace muy difícil para cualquiera diferenciar los hechos que son verdad y los hechos que no”.

Aquí parece que apunta la estrategia de comunicación de la nueva Administración. Independientemente de cómo acabe la disputa, Trump ya ha conseguido una cosa: convertir a los medios en sus enemigos. El conflicto es el mensaje; las cifras de asistencia, la excusa. Es el tipo de discusión entre la organización y la Guardia Urbana sobre el número de manifestantes. Sólo que –en este caso– el papel de la Guardia Urbana lo interpretan los medios, como señala un bloguero de Libération. Los medios son una parte del conflicto. De hecho, el nuevo secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, ya ha dicho que van a hacer rendir cuentas a la prensa (hasta ahora era justo al revés: eran los medios quienes tenían la función de vigilar al gobierno). Si aceptan el papel de enemigos que les otorga la narrativa presidencial, los medios se invalidarán a sí mismos para informar de forma neutral y, por tanto, creíble. La prensa podría estar a punto de hacerse el harakiri. Si sucediera, los “hechos alternativos” pasarían a ser sencillamente los “hechos”.

¿Qué hacer? Sullivan anima a los periodistas a no morder el anzuelo: “Recordando siempre que su misión es explicar la verdad y hacer rendir cuentas a los cargos públicos, han de atrincherarse, prestando mucha más atención a las acciones que a tweets emocionales o a las mentiras de la sala de prensa, aunque han de seguir estando dispuestos a clamar contra las falsedades cuando estas suceden”. En este sentido, el corresponsal media de Politico, Jack Shafer, apunta que toda esta polémica ha distraído de una noticia mucho más relevante, que fueron las protestas. Además, opina que si bien Trump representa una enorme amenaza, esta es nueva sólo en escala, no en esencia: Obama también manipulaba aunque lo hiciera de forma amable. “Tiempos extraordinarios como estos requieren medidas normales: presentar las noticias de forma meticulosa, incisiva y calmada”, recomienda Shafer. Ante todo, mucha calma.




Facebook y Trump, una relación revisada

Poco después del resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, se señaló a Facebook como un posible ‘culpable’ de lo sucedido. La red social que lidera Mark Zuckerberg se vio envuelta en una crisis de comunicación pública importante.

La presión de medios y públicos, que tuvo su efecto, se basaba en dos puntos. Por un lado, en el enorme alcance de Facebook: una plataforma de casi 1.800 millones de usuarios activos mensuales que el 44% de los ciudadanos de Estados Unidos utilizan para informarse, según un estudio de Pew Research muy citado. Por otro lado, el hecho que Facebook había funcionado como un canal muy efectivo para la difusión de noticias falsas (‘fake news’), que mayoritariamente eran proTrump.

Sobre el alcance de la red social, un artículo publicado recientemente en Slate argumenta que una lectura detallada del informe de Pew Research introduce matices. En el informe no está claro, por ejemplo, que ese 44% de los estadounidenses consulten noticias de forma asidua, ni que sea su única fuente de información o la más creíble. No obstante, algunas de las noticias que citaban el famoso porcentaje añadian este tipo de connotaciones.

 

Por otra parte, este vídeo de Vox relativiza mucho la importancia de las ‘fake news’ en el resultado de las elecciones. A partir de sondeos de Gallup, se ve que los escándalos de Hillary que más impacto tuvieron en los ciudadanos tenían base real: el mal uso de su correo electrónico y la gestión de la Clinton Foundation. Los medios destacaron sobre todo estos asuntos. El problema -más que las noticias falsas- habría sido la falta de perspectiva derivada de la equidistancia (‘false equivalence’) en la cobertura de los dos candidatos, cuando -según el vídeo- Clinton tenía muchos menos escándalos y se le dio la misma importancia. En cualquier caso, parece que la manipulación no vino de falsedades propulsadas por el algoritmo de la red social de Zuckerberg.

¿Esto significa que Facebook no tuvo ningún papel en las elecciones? Ni mucho menos (y, de hecho, es de suponer que su importancia será creciente). No obstante, los nuevos datos ayudan a entender mejor su papel y, también, a superar discursos culpabilizadores quizá excesivamente simples.

@miquel_urmeneta




La capital macedonia de las “fake news”

El tema de las fake news (noticias falsas) ha cobrado fuerza desde el triunfo de Donald Trump en las pasadas elecciones de EE.UU., “apoyado” –por obra y gracia de los creadores de falacias– por alguien tan poco sospechoso de simpatizar con sus propuestas migratorias, como el Papa Francisco. El pasado 4 de diciembre, el alcance de los bulos de campaña se pudo palpar en la irrupción de un hombre armado en una pizzería en Washington. El sujeto dijo querer “investigar” la relación entre ese restaurante y una trama de explotación sexual de menores a la que estaría vinculada la propia Hillary Clinton. Una mentira como un pino.

Lo interesante es saber que muchas de las invenciones en torno a la pugna electoral norteamericana tomaron forma en un sitio muy, pero que muy lejano: en Macedonia. Una periodista de la BBC ha viajado a Veles, un pequeño pueblo de ese ya muy pequeño país, y ha podido constatarlo: cientos de chicos allí se han entretenido en fabricar noticias falsas y difundirlas para ganarse unos euros. “Los americanos adoran nuestras historias y nosotros hacemos dinero de ellas. ¿A quién le importan si son verdaderas o falsas?”, dice a la reportera un universitario que se esconde tras el pseudónimo de Goran.

El pasado verano, según le explica, Goran comenzó a colgar en las redes historias sensacionalistas, a veces plagiadas de sitios web de derecha estadounidenses. Tras copiar varios artículos, los empaquetó bajo un titular atractivo y pagó a FB para que los publicara. Cuando los usuarios estadounidenses leían sus historias, les daban like y las compartían, él ganaba algo por concepto de la publicidad inserta en el sitio. En un mes, y gracias a este peculiar “trabajo”, le ingresaron 1.800 euros, pero otros colegas suyos, más entregados, han llegado a ganar hasta mil por día. “A los adolescentes de nuestra ciudad no les preocupa cómo voten los americanos –señala–. ¡Solo están satisfechos con que están ganando dinero y pueden comprar ropa y bebidas caras!”.

La magnitud del fenómeno en Veles es tal, que uno de cada tres estudiantes confiesa a la reportera que conoce a alguien metido en el ajo de las fake. Uno de los chicos entrevistados le dice que trabaja hasta 8 horas cada noche para sacar adelante su paquete, y que luego se va a la escuela. Por su parte, una colega freelance local le informa que ha identificado a siete equipos que fabrican noticias, pero que son cientos los estudiantes que lo están haciendo por su cuenta. A pesar de tanta evidencia, el alcalde, orgulloso del espíritu emprendedor de los jóvenes del pueblo, se irrita cuando se le interroga sobre el asunto: “No hay dinero sucio en Veles”.

Mientras esperamos por que se desvele algún día la fórmula macedonia para la generación espontánea de miles de euros, valdría sugerir a la cadena británica que no pierda de vista a esa localidad y que envíe de nuevo a la reportera dentro de unos años a ver qué ha sido de varios de sus jóvenes  “emprendedores” –ahora enfocados en las campañas políticas macedonia, croata y serbia–. Si la moralidad ha hecho las maletas y se ha marchado del todo, convendría pasar primero por la comisaría…




¿Qué estás leyendo?

“Estamos constantemente lanzándonos preguntas unos a otros. Pero deberíamos hacernos más a menudo una pregunta: ¿Qué estás leyendo?”. En un reciente ensayo para el Wall Street Journal (WSJ), el editor estadounidense Will Schwalbe cuenta la historia de una abuela con la que se encontró en una librería. Esta mujer había intentado recuperar el contacto con un nieto que vivía lejos, pero las respuestas del chaval al teléfono nunca sumaban más que unos pocos monosílabos. A punto de tirar la toalla, aquella abuela le preguntó qué estaba leyendo: “Los juegos del hambre”, respondió. Así que ella comenzó a leerlo, y el resultado fue asombroso: “El libro ayudó a esta abuela a romper la superficialidad de la conversación telefónica y poder lanzar a su nieto preguntas cruciales que todo ser humano ha de afrontar, sobre la supervivencia y la destrucción, la lealtad y la traición, el bien y el mal…”, cuenta Schwalbe. “Aparte del vínculo sanguíneo, abuela y nieto nunca habían tenido mucho en común. Ahora lo tenían. El cauce era la lectura”.

A la anécdota de Schwalbe no le falta el respaldo de la cifra. Tal y como sostiene Susan Pinker en otro artículo para el WSJ, la literatura de ficción aumenta la empatía de sus lectores hacia otras personas. “Numerosas pruebas de la última década sugieren que las destrezas mentales necesarias para meterse en la piel de un personaje de ficción promueven la empatía con la gente que te encuentras en tu día a día”, explica Pinker apoyándose en dos estudios de la Universidad de Toronto, realizados en 2006 y 2009.

Pero la cosa no termina aquí: una serie de estudios publicados en 2013 por la revista Science señalan que no vale cualquier tipo de ficción; las novelas de terror o románticas apenas nos ayudan a descubrir las emociones y pensamientos de los otros. Solo la que Pinker llama ‘literary fiction’ –donde el peso recae sobre la construcción psicológica de los personajes– nos incita a adivinar las motivaciones de los personajes a través de lenguajes sutiles que despiertan nuestra empatía hacia los demás.

La comunidad de inquietudes e intereses que un libro es capaz de generar no tiene fronteras. Muchas amistades comienzan, o se consolidan, a partir de una lectura compartida; meterse en la piel de un personaje literario es un remedo de la verdadera amistad, donde cada amigo comparte una cierta intimidad con el otro y proyecta en el tiempo una relación significativa con este. Volviendo al caso de la abuela, un libro es a veces el único pasaporte con el que poder asomarnos al mundo interior de otras personas, siempre con la delicadeza y la serenidad que acompañan a la experiencia de leer. En cualquier caso, no deja de ser gracioso –y paradójico– que, en una época rebosante de conectividad, sea un libro –sin links, de papel incluso– y nuestro trato con sus personajes ficticios los que nos devuelvan una conexión más estrecha y honda con los otros.




Mons. Gómez, el arzobispo de los sin papeles

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CC: Tomás Castelazo

El arzobispo de Los Ángeles, Mons. José Gómez, ha sido elegido vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, lo que ha sido interpretado como un “desafío” a las propuestas de Donald Trump en materia migratoria. Pero el enfoque político no es el mejor para desentreñar lo que tienen en mente los obispos norteamericanos en estos momentos.

En 2013, Mons. Gómez, de origen mexicano, publicó un libro en el que defendió la necesidad de hacer una reforma integral del sistema migratorio de EE.UU. En un debate en el que pesa mucho el afán justiciero de castigar a quienes entraron de forma ilegal en el país, la audacia del arzobispo fue plantear el asunto en términos de justicia: el statu quo migratorio –sostuvo– es inadmisible porque “ha permitido crecer en los márgenes de la sociedad (…) a millones de hombres y mujeres que viven como siervos permanentes”.

Y añadió: “Por poco dinero trabajan en nuestros restaurantes y en nuestros campos; en nuestras industrias, jardines, hogares y hoteles. Les falta la protección social suficiente frente a la enfermedad, la discapacidad o la vejez. (…) Sirven como niñeras y cuidadoras, pero sus hijos no pueden obtener un empleo [con contrato] o estudiar en la universidad porque sus padres los trajeron de forma ilegal al país”.

La perspectiva moral de Gómez enriquece el debate sobre la reforma migratoria, sobre el que no existe –como él mismo recordó– una “solución católica”. Las discrepancias en esta materia entre el nuevo presidente de EE.UU. y los obispos están claras. Sin embargo, interpretar la elección de Gómez como un desafío a Trump es quedarse corto: hay otras muchas personas a las que quiere interpelar.

La situación actual de quienes entraron de forma ilegal en el país solo es un aspecto del debate migratorio. Pero no sería justo pasarlo por alto.




“Mea culpa”: los medios después de la victoria de Trump

Prejuicios, “pensamiento mágico”, aires de superioridad… Estos son los pecados que el periodismo norteamericano ha aceptado tras la victoria del candidato republicano. Los medios hicieron una cobertura muy amplia de Trump tanto en las primarias republicanas como en la carrera hacia la Casa Blanca. No obstante, nunca creyeron de verdad que pudiera ganar las elecciones presidenciales y tendieron a menospreciar a sus votantes. La analista de medios del Washington Post, Margaret Sullivan, asume la culpa: “Aunque muchos periodistas y organizaciones periodísticas hicieron historias sobre la frustración y la privación de derechos de estos estadounidenses, no nos los tomamos suficientemente en serio” En la misma línea escribe Jim Rutenberg, columnista del New York Times sobre medios, cuando dice: “Retrataron a los seguidores de Trump que aún creían que tenía posibilidades como fuera de la realidad. Al final, resultó que era justo contrario”.

A estos americanos –dice Rutenberg– todas las mentiras que pusieron de manifiesto los fact-checkers les importaban menos que “la percepción de los males nacionales que Mr. Trump señalaba y prometía arreglar”. ¿Cómo es que no se dieron cuenta los medios? ¿Cómo no detectaron la ola de indignación contra el establishment, que Trump pretendía capitalizar? Quizá la clave esté en que los mismos medios forman parte de la clase dirigente. Las palabras de Sullivan parece que van en esta línea: “Trump –que llamó a los periodistas escoria y corruptos– consiguió que nos ofuscásemos de tal forma que no vimos lo que teníamos delante de los ojos. Seguimos tranquilizándonos con nuestras webs de predicciones favoritas a pesar que todo el mundo sabe que los resultados de las encuestas no equivalen a votos”. “Los periodistas no cuestionaron los datos de las encuestas cuando confirmaban su intuición de que Mr. Trump no lo conseguiría ni en un millón de años”, admite Rutenberg.

La búsqueda del efecto de refuerzo –la selección de medios e informaciones que apoyan las ideas preconcebidas del ciudadano– no afecta exclusivamente a los públicos: los periodistas también están expuestos. Así, la primera realidad que se habían negado a afrontar los medios yankees era la suya propia: formar parte de una élite trasnochada que se cree infalible. Si la victoria de Trump consigue que los periodistas reaccionen, quizá ya habrá traído algo bueno.

@miquel_urmeneta