¿Libertad de expresión? Sí: ¡la mía!

Un viejo chiste de la Guerra Fría relataba una discusión entre un estadounidense y un soviético acerca de la libertad de expresión en sus respectivos países. Mientras el primero se ufanaba de que, si quisiera, podía plantarse ante la Casa Blanca con un altavoz y cantarle las cuarenta al presidente de EE.UU., el segundo no quiso quedarse atrás: “Yo también puedo coger un altavoz, pararme frente al Kremlin y empezar a despotricar… del presidente de EE.UU.”.

El tema viene a cuento porque llama la atención que algunas fuerzas políticas –y más concretamente la de más a la izquierda– estén levantando su voz por el “ataque a la libertad de expresión” que supone la sentencia de cárcel que le ha caído a un cantante de rap. Ciertamente las letras del artista no es que fueran Las nanas de la cebolla –la calidad del producto asoma en frases como “Tu bandera española está más bonita en llamas, igual que un puto patrol de la guardia cuando estalla”, o “Burgués, ni tú ni nadie me harán cambiar de opinión, cabrón, seguir el acto de fusilar al Borbón”–, y a un juez le pareció que podían merecerle a su autor unos tres años en prisión. El Tribunal Supremo así lo ha ratificado y algunos se han apuntado al hashtag #RapearNoEsDelito, como Pablo Iglesias, quien ha señalado: “La libertad de expresión está sufriendo el mayor ataque desde la dictadura y no podemos quedarnos callados”.

Siempre es reconfortante enterarse de que la salud de la libertad de expresión le quita el sueño a un partido como Podemos, biznieto ideológico de quienes un día de 1917 asaltaron el Palacio de Invierno en Petrogrado e instauraron un sistema político que enviaba a vacacionar a Siberia a todo el que dijera algo incómodo. Pero asombra que sean precisamente ellos porque, en otras ocasiones, han tenido la piel muy fina, se han dejado el humor guardado en el sótano, y han llevado la libertad de expresión –la de otros– a ser examinada por los tribunales.

En julio de 2014, y con la firma de Iglesias, Podemos presentó una denuncia en Madrid contra los autores de varios mensajes en Twitter que incitaban al “odio”, la “violencia” y la “discriminación” por razón “ideológica”. Uno de los contenidos era un fotomontaje de Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, en el que los personajes del paredón exhibían el rostro del líder de la formación morada, el de su ideólogo, Juan Carlos Monedero, y el de su más conocida representante en Andalucía, Teresa Rodríguez.

Como tantos misterios que existen en esta vida, quizás nunca nos enteremos de qué extraño proceso mental lleva a los miembros de Podemos a razonar que la frase “fusilar al Borbón” es, en boca de un rapero, una genuina expresión artística, y que amagar gráficamente con hacerles lo mismo a los líderes de la formación morada es un acto denunciable. La incoherencia salta a la vista. A la vista, claro, de quien no está encastillado en una falsa superioridad moral ni achaca todos los males de España a los que no son él.

Quizás, solo quizás, los portavoces –y portavozas– de la corrección política no habían caído en la cuenta de que la obsesión por resignificarlo todo, por advertir dondequiera una “ofensa”, un “ultraje”, una “intolerable muestra de odio” digna de castigo, podía un día “contaminar” a los que imparten justicia. De seguro no ha sido el caso, pero la atmósfera sí que está creada y love is in the air.

Si, décadas atrás, decir cosas soeces o de mal gusto no tenía mayor consecuencia que la de mirar con desdén al pobre tipo que las emitía –y ahí están las bromas que se hicieron sobre la muerte de Carrero Blanco: muy lamentables, pero a nadie le costaron la cárcel–, ahora las sensibilidades han cambiado, empujadas por el artificio y por la intolerancia a los criterios contrarios. Si hay gente a la caza de “micromachismos”, de “fobias” y otras patochadas, para ser los primeros en atrapar al infractor, ponerlo en la picota digital y boicotearlo de todas las maneras posibles, ¿extraña que también haya quienes, desde la acera derecha, o desde posiciones simplemente más conservadoras, estén vigilantes a lo que dicen, cantan o pintan los alegres y desinhibidos chicos del lado contrario?

Llama la atención, por último, que sea Podemos, impulsor de un proyecto de ley que busca pegarle la lengua al paladar a todo el ose cuestionar los inamovibles dogmas LGTB , quien pierda el sueño por la libertad de expresión. Su iniciativa legal prevé, por ejemplo, que se considere infracción muy grave “reincidir en la publicación en Internet o en las redes sociales de expresiones, imágenes o contenidos de cualquier tipo que sean ofensivos o vejatorios por razón de orientación sexual, identidad o expresión de género o características sexuales contra las personas LGBTI o sus familias”.

¿Qué podría considerarse “muy grave”, o “vejatorio”? ¿Decir, por ejemplo, que a los baños de chicos entran chicos, y a los de chicas, chicas? ¡A saber!, pero en este tema, ya se sabe que a cualquier discrepancia suele dársele el carácter de “ofensa-tal-que-no-me deja-vivir”, aunque quien después con seguridad no pueda vivir sea el “infractor”, gracias a la multa de hasta 45.000 euros que pesará sobre su bolsillo, o a la amenaza de privarle “de la correspondiente licencia o autorización”, en el caso de que sea un negocio.

Para esto no. Aquí, los de Pablo Iglesias se ponen serios, y es comprensible: ni el olmo da peras, ni la ultraizquierda admite –como no lo admitían sus antepasados Vladímir y Iósif– otras libertades que no sean exclusivamente las suyas.




“Con libertad y justicia para todos (los míos)”

ladylibertyEl vídeo lo trae la BCC: varios estudiantes de la Universidad George Washington tienen un problema: son republicanos. Esto, en la patria de Lincoln, no debería ser motivo de polémica, pero al parecer poco importa cuán egregio fuera el fundador del partido o cuáles son las propuestas políticas concretas de esta formación. Donald Trump es republicano, y así como un leproso veterotestamentario volvía impuro todo aquello que tocaba, así se figuran algunos que hace Trump a todos los republicanos: los contamina.

El estudiante Diego Rebollar es de los apestados, y lo sabe porque así se lo han hecho ver en el campus: “Me dicen: ‘Hola, tú eres Diego, ¿no?’. Sí. ‘¿Y eres republicano?’ Sí, ¿por qué? Entonces simplemente me gritan ‘¡Vete a la m…!’. (…) ‘Eres mexicano; ¿cómo puedes ser conservador? ¿Cómo le puedes hacer eso a tu gente?’”.

Otra que carga con su culpa es la menuda Jennifer Tichsler: “La gente me pregunta que cómo puedo ser judía, hispana y republicana. Que si eso no es una traición a mi religión, a mi raza y hasta a mi género”. Parecido le ocurre a otro colega, cuyo apellido también tiene resonancias askenazíes: “Desde el punto de vista liberal –dice Shep Gerszberg–, si no estás a favor de lo que ellos creen, eres un racista, un homófobo, un sexista, etc. Cualquier persona que tenga una remota opinión conservadora es tratada como un descarrilado, como alguien que no es normal”.

Es lo que hay. La capacidad de debatir, de reconocer que el adversario puede tener razones que no comparto y que me interesaría escuchar para enterarme y así poder modificar mi posición o fundamentarla aun más, está por los suelos. Es la hora de la simpleza: “¿Republicano? Idiota. ¿Demócrata? Tipo listo”. Punto. No hay que liarse.

Es así que Rebollar, si quiere tener paz, ya puede ir rectificando su filiación política, porque Trump ha dicho alto y claro que el muro con México va adelante y que deportará millones de inmigrantes del sur, ergo, si eres mexicano, entenderás que no puedes ser otra cosa que anti-Trump, esto es, demócrata. Solo que, si el joven sabe leer, ve telediarios y más o menos se informa sobre lo que ocurre a su alrededor, tendrá a la mano el argumento de que un demócrata, tipo simpático, cool, expulsó de EE.UU. a tres millones de indocumentados no hace mucho, y así podrá comunicarlo a quienes le increpan. El problema es que los argumentos sirven de poco si no encuentran una oreja por donde colarse, y quienes están convencidos de ser depositarios de la verdad absoluta en materia política, tienen un muro como el que anhela su odiado presidente, pero en el oído.

Por desgracia, el apriorismo vuelve a hacerse regla. Si hace más de 60 años era un oscuro senador republicano el que decidía quiénes eran los buenos y los malos americanos, hoy son ciertos ambientes y grupos de tendencia progresista, marcados por lo “políticamente correcto”, los que se invisten de la autoridad para decretar quién está in y quién out; quién es, sin discusión, un fascista, y quién “uno de los nuestros”. Sin medias tintas.

Con seguridad, si el conocido juramento a la bandera de las barras y las estrellas volviera a redactarse hoy; si el encargado de escribirlo fuera uno de los que apuntan el índice contra Diego, Jennifer y Shep; si fuera un tiquismiquis apegado al guion de lo que es adecuado o no decir; un entusiasta, en fin, de la nueva censura, veríamos que la promesa de lealtad a una república “con libertad y justicia para todos” estaría enmendada con un “para todos los míos”, y así la repetirían los escolares estadounidenses cada mañana, mirándose de reojo.