Cambie el mundo diciendo “portavoza”

Estos días en que media España hace comentarios y chistes sobre “portavoza”, el neologismo creado por la diputada de Unidos Podemos Irene Montero, he recordado algo que leí hace tiempo. En el prólogo al libro Decrecimiento. Un vocabulario para una nueva era (1), Amaia Pérez Orozco defiende “un metabolismo social diferente que ponga las condiciones de posibilidad de vidas que merezcan la alegría [de] ser vividas por y para todxs” (p. 27). Una nota explica la original desinencia empleada en la última palabra:

Evitar el sexismo en el lenguaje es difícil, más aún lo es escapar del binarismo heteronormativo. El uso de la «x» es una forma de «desobediencia lingüística» para casos en que los genéricos no son posibles o bien cuando se quiere enfatizar el carácter plural (actual o deseado) en términos de identidad sexual y de género del conjunto social al que nos referimos.

¿A quién desobedece la prologuista poniendo una equis? No a un poder opresor que puede meter en la cárcel a tales rebeldes lingüísticos. La desobediencia de este género no hace mártires ni puede atribuirse la audacia de un Gandhi. Ni siquiera es en realidad una sublevación contra la Real Academia Española. Y no puede tampoco llamarse democrática, pues la norma última de la lengua es el uso, y quien quebranta la norma se alza contra el pueblo hablante soberano.

“Portavoza” es, como tantos han dicho, una forma femenina innecesaria. En efecto, “portavoz” es un sustantivo común en cuanto al género, que concuerda con artículos y adjetivos femeninos y masculinos. Y como es una palabra compuesta, y no existe “voza” (“voz” es femenina), si se dice “portavoza”, se oscurece la composición, y ya no resulta evidente qué cosa porta la “portavoza”. Quizá por eso no decimos “correveidila”.

Pero esas razones no son definitivas, porque a la postre manda el uso. Ya hay en español femeninos y masculinos derivados sin justificación morfológica, porque proceden de términos comunes en cuanto al género: “modisto”, “presidenta”, “jefa”… En principio, no hacían falta, pero los ha adoptado la generalidad de los hablantes, y por eso existen.

Así pues, se puede inventar palabras, y “portavoza” acabará entrando en el diccionario si el pueblo adopta la idea de Montero. Porque el diccionario da testimonio del uso.

A la vez, es claro que Montero no tiene, como tampoco la Real Academia, poder para implantar una palabra en el habla de la gente. No digo autoridad, sino capacidad efectiva. El lenguaje es una institución social, que pertenece a todos y no está en manos de nadie en particular.

Por eso tiene poco sentido que, a propósito del episodio de la “portavoza”, Pablo Iglesias, el jefe de Podemos, clame contra la Academia por registrar términos sexistas, como si la corporación pudiera impedir al pueblo que use una palabra u obligarle a que la diga. Eso más bien parece ser lo que querría hacer la diputada Montero. Por tanto, si su neologismo no tuviere éxito, que eche la culpa al pueblo.

Tal vez lo más curioso es cómo alguien puede creer que combate el machismo inveterado y promueve la igualdad sexual en el mundo cambiando desinencias (2). No sabría decir si es una ingenuidad colosal o despotismo ilustrado. Ahora bien, si se trataba de dar visibilidad a las mujeres, al menos Irene Montero ha logrado hacer visible a una: ella misma.

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(1) De los autores Giacomo D’Alisa, Federico Demaria y Giorgos Kallis; Icaria, Barcelona, 2015.
(2) Ver también en Aceprensa: La gramática no es sexista.




«Machismo» contra la extraterrestre

El anuncio publicitario de la Lotería de Navidad de este año ha sido, como el de otros, objeto de críticas, memes, chistes… Y de una carta muy, muy seria: la que ha enviado una directiva del Consejo de la Juventud de España (CJE) a Loterías y Apuestas del Estado, para quejarse de que el spot, dirigido por Alejandro Amenábar, es “machista y sexista”.

Ilustrémoslo: una joven extraterrestre llega a la Tierra, más exactamente a Madrid –no a Nueva York, que es a donde van a parar tradicionalmente los alienígenas, los fantasmas, los monos gigantes, etc.–, y se pone a la cola de una administración de Loterías. Un muchacho llega, le pide la vez, y entabla con ella un diálogo que, paulatinamente, se convierte en una relación más sólida. La chica, por supuesto, no habla español, pero el intercambio con señas y gestos va fluyendo, y con el paso de los días hay victoria por partida doble: triunfa el amor, y el décimo que han comprado se lleva el Gordo.

Para el CJE, sin embargo, nada de enamoramientos espontáneos –el episodio “apuntala las relaciones tóxicas”, dice– ni de algarabía de los niños de San Ildefonso. Según la misiva citada por El País, la protagonista es “una mujer silenciada, sin autonomía o control sobre su propia vida”, y de quien el hombre aparece como “salvador”.  Además, el hecho de que la chica tenga la belleza física por atributo es, para la autora de la queja, “fiel reflejo de los cánones de belleza normativos que marca la publicidad heteropatriarcal de nuestros días”.

Hay que estar atentos a las sutilezas, sí señor; vivir al tanto del detalle, porque quieras que no, ¡zas!, nos cuelan un anuncio machista en toda regla a los que, ciegos de nosotros, solo percibíamos un anuncio publicitario más, sin penas ni glorias. Por fortuna, donde la inmensa mayoría no advierte prejuicios ni perjuicios, hay quienes, siempre en garde!, se encargan de hacérnoslos ver, y ¡ay del que no repare en ellos o los tenga por buenos! Puede topar con unos inquisidores exquisitos, gente que está a la caza del mínimo detalle que sugiera machismo o “fobias” de diverso tipo, y que pase desapercibido para el común de los mortales.

Ellos, en cambio, están adiestrados en olisquear faltas y se desviven por exponer públicamente a los infractores, aunque deban inventarse la falta y el infractor. Curiosamente, un filme de Milos Forman, Los fantasmas de Goya, refleja una situación parecida. La escena transcurre en 1792: la señorita Inés Bibatúa (Natalie Portman) entra a una taberna española con algunos amigos y rechaza probar un cochinillo asado, pero con tan mal pie que unos espías de la Inquisición le clavan los ojos en ese momento y entienden que lo ha hecho por una presunta observancia de la ley judía, por lo que ella termina dando con sus huesos en la cárcel. Nada de que la joven hubiera desayunado tarde, o de que quizás llevaba una semana comiendo cerdo y estaba hasta las narices. ¿No probó el cochinillo crujiente? ¡Judaizante, hereje, a la mazmorra! Lo que falta en cuanto a pruebas objetivas para constatar un delito, ya lo suple la florida imaginación de los inquisidores. Siglo XVIII, siglo XXI, qué más da…

“¡Díganme qué quieren oír!”

Que sí: que nos vigilan. Olvidémonos del Gran Hermano de Orwell. Ya nos encargamos nosotros de hacer saber nuestras opiniones en las redes sociales o donde se presente, y de facilitarles el trabajo a estos agentes del bien, que ya ellos, como corresponde, se darán a la tarea de levantar cada brizna de paja del montón para encontrar la aguja.

Donde no la haya, la sembrarán. ¿Que la chica del anuncio de Loterías es bonita? Mal: reproduce el modelo que ha establecido el heteropatriarcado, ergo, ¡no puede serlo!, por más que la genética y los factores ambientales hayan determinado que sus rasgos físicos sean unos y no otros. El anuncio del año próximo, siguiendo esta línea de pensamiento, bien pudiera protagonizarlo la Venus de Willendorf, también modelada, por cierto, según los cánones estéticos de su época, pero en nada sospechosa de ser complaciente con el heteropatriarcado actual –que es lo que, según criterios estrechos, parecen ser las mujeres agraciadas–.

Hay un peligro en todo esto, y más preocupante que el de caer en el ridículo con tesis “patriarcodifusas” y “heteropluscuamperfectas”: el que corre la libertad de expresión. Per se, esta no es absoluta, tiene límites –debe tenerlos–, pero ahora mismo está siendo obligada a pasar por una canalita demasiado angosta, moldeada por los criterios subjetivos de quienes entienden llegada la hora de ajustar cuentas, sin mayores distinciones.

En no pocos casos, el resultado será –es– el triunfo de la hipocresía: diré lo que quieras que diga, con tal de que no me pongas en la diana y me hagas papilla comestible para muchos otros hipócritas. Me callaré, pero el debate social perderá. La confrontación de criterios entre contrarios, de donde brotan dialécticamente las soluciones, cesará; predominará un higiénico asentimiento, y los que tenemos la fortuna de vivir en países democráticos nos burlaremos de esos millones de personas que en su momento se jugaron el pellejo para que todos, los amigos y los adversarios, pudieran decir con libertad lo que opinan.

Sí: vamos por el caminito trazado. Incluso en ese retrato hiperbólico de la sociedad norteamericana que es Los Simpson –un producto artístico bastante liberal–, han tomado nota. En una escena (a partir del minuto 2:40) en la que el director del colegio, Seymour Skinner, intenta convencer a un auditorio femenino sobre su compromiso personal con el feminismo –incluso viste una saya para dejar patente que él no ve diferencias entre sexos–, se produce el siguiente diálogo con varias asistentes:

– Es Ud. una mala versión de Hitler –le espetan–.

– Por favor, créanme: yo comprendo los problemas de las mujeres –responde. Un alumno se burla entonces de su indumentaria y le llama “travesti”.

– ¿Es porque llevo un vestido de mujer? No me había fijado. Cuando miro en mi armario no veo ropa de hombre o ropa de mujer. No hay ninguna diferencia.

– ¿Sugiere que hombres y mujeres son idénticos? –vuelve otra a la carga–.

– ¡Claro que no! Las mujeres son únicas en todos los aspectos.

– Ahora dice que hombres y mujeres no son iguales…

– ¡No, no, no! Son nuestras diferencias las que por inexistentes nos hacen excepcionalmente iguales. ¡Díganme lo que quieren oír!

Ficción y comedia a un lado, por ahí van los tiros: por el “díganme lo que quieren oír”. Para las gentes que viven bajo el yugo de sociedades totalitarias, la pregunta tendría sentido –problemas, los justos–, pero no para quienes viven en los Estados Unidos del profesor Skinner. Ni en la España donde, para una vez que viene, una extraterrestre encuentra el amor y se gana la lotería.