Sexismo sexista y sexismo “sexy”

La estampa es conocida para cualquier aficionado al ciclismo, el tenis, las carreras de motos o la Fórmula 1: en la entrega de premios o antes de que comience la competición, varias chicas guapas y con ropa ceñida flanquean al deportista mientras sonríen a la cámara. El debate sobre si se trata de una práctica sexista que convierte a estas mujeres en objetos decorativos, o directamente en reclamos eróticos, ha emergido recientemente en los medios. Y ya era hora.

Realmente, la misma existencia de las “azafatas deportivas” resulta ridícula y completamente innecesaria en la mayor parte de las competiciones. En otras, la presencia de algunos asistentes (como los recogepelotas en el tenis) sí puede ser útil para el desarrollo del juego, pero no hay motivo para que las chicas deban ir con minifaldas, o maquilladas como si asistieran a una recepción diplomática.

Con todo, hay que decir que el deporte no es el único campo donde ocurren estas cosas. En Reino Unido, el Parlamento va a considerar una petición ciudadana para prohibir que algunas empresas obliguen a las empleadas que tienen contacto directo con el público a llevar tacones altos y ropa “reveladora”.

Pero volvamos al tema de las azafatas deportivas. Un análisis podría atribuir este tipo de conductas a la pervivencia de cierta cultura patriarcal, que relega a la mujer a un papel de subordinación o incluso sumisión respecto al hombre. Y es cierto que el machismo explica parte del asunto, pero solo parte.

De fondo hay otro tipo de sexismo, generalmente aceptado por la sociedad porque se presenta como una muestra de “empoderamiento femenino”. Es el sexismo sexy. El que lleva a muchos guionistas de cine a incluir por defecto alguna escena de cama con desnudo femenino si quieren que la película sea un éxito; o el de los videoclips musicales (que el cantante sea hombre o mujer da lo mismo) repleto de bailarinas en bikini.

Alguien podría argüir que en estos casos no se trata de pobres trabajadoras ofrecidas como mercancía al insaciable apetito del mercado, sino de mujeres “empoderadas” y orgullosas de su sexualidad. Pero es que algunas azafatas, según han contado a los medios, también se sienten así.

¿Cómo se les ocurre? Alguna diva del pop debería explicarles que el empoderamiento a base de mostrar carne es patrimonio de las artistas, y no de las chicas del montón.




Sexo con cargo a la Seguridad Social

Con ocasión del pasado Día Mundial del Sida se han publicado, como es costumbre, datos sobre la evolución de la epidemia. No son todos alentadores. Con la extensión de los antirretrovirales ha aumentado mucho la supervivencia de los seropositivos: el sida ya no es una sentencia de muerte automática. Pero en los últimos años se observa un repunte de las infecciones entre quienes llevan conductas de riesgo: prostitución, consumo de drogas inyectables y, en especial, múltiples relaciones homosexuales. En Europa Occidental y Norteamérica, la mitad de las nuevas infecciones se dan en hombres que tienen sexo con otros hombres (HSH), como señala el último informe de ONUSIDA. La Agencia Nacional de Salud de Francia acaba de confirmarlo con relación a este país.

Es paradójico que así ocurra en Occidente, donde hay más medios y más información. Pero tantos años de campañas para promover el uso del preservativo no han servido para frenar la difusión del VIH en el colectivo gay. Esto no es por fallo del preservativo, que efectivamente reduce mucho el riesgo de infección, si se usa de modo constante. Pero reduce el riesgo existente; si aumentan las relaciones esporádicas, con múltiples parejas, la probabilidad total de infección sube también. Y así está ocurriendo; últimamente, con el concurso de las aplicaciones de citas, que permiten encontrar pareja rápidamente mediante el teléfono móvil.

Además, muchos no quieren usar el preservativo. Prefieren asumir el peligro de infectarse a vivir con la preocupación de evitarlo o el miedo de que les suceda. “Ahora hay bugchasers”, dice a El País el responsable de prevención en Cogam, una organización homosexual. Estos “cazadores del bicho”, añade, son “personas a las que no les importa o directamente buscan infectarse”. “Se les conoce porque están en las aplicaciones de móvil y lo dicen. Antes iban a los bares y lo hacían igual”.

El mismo artículo reproduce lo que dice, en una de esas aplicaciones, uno que se define como bugchaser: “Sé que lo voy a pillar antes o después. Así sé que lo tengo, me medico y me quito el miedo”.

No sé si todo el mundo diría que es más fácil tomar pastillas toda la vida que cambiar de conducta sexual. Pero si uno no quiere renunciar a los hábitos que le harán contraer el VIH, al menos debería saber que sale muy caro. En España, el tratamiento con antirretrovirales cuesta a la sanidad pública entre 5.000 y 10.700 euros por persona y año (más precisamente: cada 48 semanas), según la combinación de fármacos que le receten, señala el estudio de GESIDA para 2016. En esto, como en otros casos, la opción individual pasa factura a todos. Es sexo de pago, pero con cargo a la Seguridad Social.




Ahora nos rasgamos las vestiduras con Trump…

No seré yo quien defienda a Donald Trump, y menos aún sus obscenos y frívolos comentarios, grabados en 2005 pero destapados recientemente para indignación mundial. La valoración moral y política, justamente condenatoria, ya ha sido hecha en muchos medios.

Sin embargo, llama la atención que sus palabras, acerca de lo fácil que es seducir mujeres –en el sentido más burdo de la palabra– cuando se es una “superestrella”, hagan rasgarse las vestiduras a una sociedad (o quizás solo a su opinión pública) que en el mundo del espectáculo y el entretenimiento ha tolerado, y jaleado, una grotesca cosificación de la mujer. Basta echar un vistazo a los videoclips de algunos tótems de la música actual para darse cuenta.

Por otro lado, está el hecho de que las desafortunadas palabras de Trump fueran dichas en privado y sin que él supiera que le estaban grabando. Eso no cambia su estupidez, pero seguramente encontraríamos muchos comentarios parecidos en conversaciones de Whatsapp o Snapchat de tantas personas que ahora claman de ira contra el candidato republicano.

“Bueno, pero se trata de bromas entre amigos”, alguien podría objetar. Lo de Trump también lo era. Y eso es lo triste. La degradación de la sexualidad en el discurso privado y público se ha vuelto tan normal que pocos se ruborizan al decir burlas de este estilo. La misma Arianne Zuker, la mujer sobre la que Trump y Billy Bush hacen sus comentarios, representaba en un sketch el papel de una empleada “dispuesta a todo” para conseguir un puesto de trabajo. Su jefe: Donald Trump. Unos días después de la grabación, bromeaba sobre la situación en un talk-show, con el aplauso del público.

¿Seguimos aplaudiendo?