Guerreros de la verdad

De un tiempo a esta parte, la verdad ha recuperado su prestigio. Después de años de relativismo, donde lo políticamente correcto era comparecer en el espacio público sin razones más fuertes que el “yo lo siento así”, hoy se permite alzar la voz para decir que no todas las opiniones valen lo mismo, que los hechos importan y que los populistas están en el error.

Bienvenido sea el renovado interés por la verdad, para el que piden más atención los medios en su combate contra el sentimentalismo y la “democracia posfactual”. Lara Setrakian, fundadora de News Deeply, ha expresado muy bien esa inquietud en un acto de la Escuela de Periodismo UAM-El País: los periodistas no pueden ser “turistas intelectuales que sacan una instantánea”, sino que deben convertirse en “guerreros de la verdad”, entusiasmados por ayudar a comprender el mundo y a transformarlo. Y para evitar que alguien confunda la información periodística con los “arremete”, los “tumba” y los “incendia la red”, insiste en frenar la polarización con más “debate armonioso”.

Sin embargo, para que este proceso de conversión colectivo pueda considerarse sincero (y culturalmente relevante), hace falta algo más que proclamar la guerra a los enemigos de la verdad. Lo primero es admitir que la búsqueda de la verdad es una tarea ardua: para evitar el dogmatismo, es preciso mirar a una realidad que nos trasciende y apoyarse en la ayuda de los demás.

Esto exige apertura de mente, también para reconocer que ni “los míos” tienen el monopolio de la verdad, ni “los tuyos” están siempre en el error. Lo más asombroso de la búsqueda de la verdad es que esta puede hacer su aparición estelar por el lado más inesperado, incluido el de los adversarios políticos.

Por eso, no tiene sentido enfrentar la tolerancia con la verdad. La tolerancia democrática o creadora –como también la llamaba el sociólogo húngaro Karl Mannheim– consiste en establecer relaciones de cooperación con los que discrepan. El verdadero ideal de la tolerancia, decía Mannheim, “está arraigado en la fe de que la voz de Dios puede hacerse oír a través, incluso, del más humilde de los miembros de la comunidad”.

También habrá que estar en guardia frente a los propios prejuicios, y no solo frente a los ajenos. No podemos pensar que los prejuicios son unos bichos raros que aparecen siempre y solo en el entendimiento de los demás.

Tomarse en serio al discrepante, escucharle con atención, revisar nuestros prejuicios… No son tareas sencillas. Pero uno intuye que, más que el espíritu guerrero, lo que nos aproxima a la verdad es el espíritu de cooperación.




“Con libertad y justicia para todos (los míos)”

ladylibertyEl vídeo lo trae la BCC: varios estudiantes de la Universidad George Washington tienen un problema: son republicanos. Esto, en la patria de Lincoln, no debería ser motivo de polémica, pero al parecer poco importa cuán egregio fuera el fundador del partido o cuáles son las propuestas políticas concretas de esta formación. Donald Trump es republicano, y así como un leproso veterotestamentario volvía impuro todo aquello que tocaba, así se figuran algunos que hace Trump a todos los republicanos: los contamina.

El estudiante Diego Rebollar es de los apestados, y lo sabe porque así se lo han hecho ver en el campus: “Me dicen: ‘Hola, tú eres Diego, ¿no?’. Sí. ‘¿Y eres republicano?’ Sí, ¿por qué? Entonces simplemente me gritan ‘¡Vete a la m…!’. (…) ‘Eres mexicano; ¿cómo puedes ser conservador? ¿Cómo le puedes hacer eso a tu gente?’”.

Otra que carga con su culpa es la menuda Jennifer Tichsler: “La gente me pregunta que cómo puedo ser judía, hispana y republicana. Que si eso no es una traición a mi religión, a mi raza y hasta a mi género”. Parecido le ocurre a otro colega, cuyo apellido también tiene resonancias askenazíes: “Desde el punto de vista liberal –dice Shep Gerszberg–, si no estás a favor de lo que ellos creen, eres un racista, un homófobo, un sexista, etc. Cualquier persona que tenga una remota opinión conservadora es tratada como un descarrilado, como alguien que no es normal”.

Es lo que hay. La capacidad de debatir, de reconocer que el adversario puede tener razones que no comparto y que me interesaría escuchar para enterarme y así poder modificar mi posición o fundamentarla aun más, está por los suelos. Es la hora de la simpleza: “¿Republicano? Idiota. ¿Demócrata? Tipo listo”. Punto. No hay que liarse.

Es así que Rebollar, si quiere tener paz, ya puede ir rectificando su filiación política, porque Trump ha dicho alto y claro que el muro con México va adelante y que deportará millones de inmigrantes del sur, ergo, si eres mexicano, entenderás que no puedes ser otra cosa que anti-Trump, esto es, demócrata. Solo que, si el joven sabe leer, ve telediarios y más o menos se informa sobre lo que ocurre a su alrededor, tendrá a la mano el argumento de que un demócrata, tipo simpático, cool, expulsó de EE.UU. a tres millones de indocumentados no hace mucho, y así podrá comunicarlo a quienes le increpan. El problema es que los argumentos sirven de poco si no encuentran una oreja por donde colarse, y quienes están convencidos de ser depositarios de la verdad absoluta en materia política, tienen un muro como el que anhela su odiado presidente, pero en el oído.

Por desgracia, el apriorismo vuelve a hacerse regla. Si hace más de 60 años era un oscuro senador republicano el que decidía quiénes eran los buenos y los malos americanos, hoy son ciertos ambientes y grupos de tendencia progresista, marcados por lo “políticamente correcto”, los que se invisten de la autoridad para decretar quién está in y quién out; quién es, sin discusión, un fascista, y quién “uno de los nuestros”. Sin medias tintas.

Con seguridad, si el conocido juramento a la bandera de las barras y las estrellas volviera a redactarse hoy; si el encargado de escribirlo fuera uno de los que apuntan el índice contra Diego, Jennifer y Shep; si fuera un tiquismiquis apegado al guion de lo que es adecuado o no decir; un entusiasta, en fin, de la nueva censura, veríamos que la promesa de lealtad a una república “con libertad y justicia para todos” estaría enmendada con un “para todos los míos”, y así la repetirían los escolares estadounidenses cada mañana, mirándose de reojo.