La descansada vida de un chef de éxito

Sébastien Bras (www.bras.fr)

La aspiración a vivir de forma más serena y sencilla se ha colado en el hit-parade de los deseos de la sociedad contemporánea. Se ve, por ejemplo, en la nostalgia de ciertos hábitos, como el silencio, la atención, la lentitud o la empatía; en la emergencia de movimientos a favor de estilos de vida más austeros, como los decrecentistas o las comunidades freeconomy; en el tirón del mindfulness como estrategia contra la dispersión; o en las preferencias laborales de algunos millennials, dispuestos a ganar menos con tal de trabajar en un empleo de su agrado y con horarios flexibles.

De una manera u otra, todos estos fenómenos reescriben el tópico literario del Beatus ille. Hay un deseo de más tranquilidad y se asume pacíficamente que, para alcanzarla, hace falta desprenderse de algo. Y así, unos prescinden de comodidades materiales; otros se ponen a dieta digital; otros se niegan a estirar el tiempo a base de atracones; otros se alejan de las aguas revueltas de las redes sociales para zambullirse en el asombro y la reflexión…

Al club de los desprendidos se acaba de apuntar el chef francés Sébastien Bras, quien ha pedido que le saquen de la Guía Michelin para liberarse de la “gran presión” que le supone mantener las tres estrellas de su restaurante. “Hoy, a los 46 años, quiero darle un nuevo sentido a mi vida (…) y redefinir lo esencial”, explica.

Para Bras, ahora lo esencial es trabajar de otra manera para vivir mejor. “He decidido, de acuerdo con toda mi familia, abrir un nuevo capítulo de mi vida profesional, sin la recompensa de la Guía Michelin, pero con toda la pasión por la cocina”. El chef del restaurante Le Suquet, fundado por su padre, reequilibra los ingredientes de su trabajo para dar un nuevo sabor a su vida: “Hoy queremos tener un espíritu libre para continuar de forma serena, sin tensión”.

La intuición de Bras –renunciar a la notoriedad para recuperar la calma– va en la línea de un poema citado por Barbara Killinger en su libro La adicción al trabajo: “Es un don ser simple, / es un don ser libre, / es un don situarnos / donde debemos estar” (Shaker Song).

No sabemos cómo será la nueva vida de Bras. Pero, de momento, su decisión ya ha conseguido redefinir el éxito para todos nosotros. ¿Se imaginan una vida sin la constante sensación de agobio; con tiempo y energías suficientes para ir más sueltos, para reírnos más, para querer mejor?




Guerreros de la verdad

De un tiempo a esta parte, la verdad ha recuperado su prestigio. Después de años de relativismo, donde lo políticamente correcto era comparecer en el espacio público sin razones más fuertes que el “yo lo siento así”, hoy se permite alzar la voz para decir que no todas las opiniones valen lo mismo, que los hechos importan y que los populistas están en el error.

Bienvenido sea el renovado interés por la verdad, para el que piden más atención los medios en su combate contra el sentimentalismo y la “democracia posfactual”. Lara Setrakian, fundadora de News Deeply, ha expresado muy bien esa inquietud en un acto de la Escuela de Periodismo UAM-El País: los periodistas no pueden ser “turistas intelectuales que sacan una instantánea”, sino que deben convertirse en “guerreros de la verdad”, entusiasmados por ayudar a comprender el mundo y a transformarlo. Y para evitar que alguien confunda la información periodística con los “arremete”, los “tumba” y los “incendia la red”, insiste en frenar la polarización con más “debate armonioso”.

Sin embargo, para que este proceso de conversión colectivo pueda considerarse sincero (y culturalmente relevante), hace falta algo más que proclamar la guerra a los enemigos de la verdad. Lo primero es admitir que la búsqueda de la verdad es una tarea ardua: para evitar el dogmatismo, es preciso mirar a una realidad que nos trasciende y apoyarse en la ayuda de los demás.

Esto exige apertura de mente, también para reconocer que ni “los míos” tienen el monopolio de la verdad, ni “los tuyos” están siempre en el error. Lo más asombroso de la búsqueda de la verdad es que esta puede hacer su aparición estelar por el lado más inesperado, incluido el de los adversarios políticos.

Por eso, no tiene sentido enfrentar la tolerancia con la verdad. La tolerancia democrática o creadora –como también la llamaba el sociólogo húngaro Karl Mannheim– consiste en establecer relaciones de cooperación con los que discrepan. El verdadero ideal de la tolerancia, decía Mannheim, “está arraigado en la fe de que la voz de Dios puede hacerse oír a través, incluso, del más humilde de los miembros de la comunidad”.

También habrá que estar en guardia frente a los propios prejuicios, y no solo frente a los ajenos. No podemos pensar que los prejuicios son unos bichos raros que aparecen siempre y solo en el entendimiento de los demás.

Tomarse en serio al discrepante, escucharle con atención, revisar nuestros prejuicios… No son tareas sencillas. Pero uno intuye que, más que el espíritu guerrero, lo que nos aproxima a la verdad es el espíritu de cooperación.




Interesar al lector, pero no de cualquier manera

Generar contenidos interesantes y servírselos en bandeja a los lectores. Así podría resumirse la fórmula secreta del periodismo digital a la que cada vez más expertos dirigen la mirada.

Mark Thompson, presidente de The New York Times y ex director general de la BBC, la reivindicó hace unos meses en una entrevista en La Vanguardia. Para ganar la batalla de la atención, proponía “volver a interesarse por los lectores”; es decir, producir los contenidos que de verdad les interpelan y acercárselos a través de la tecnología, lo que no necesariamente pasa por dárselos gratis.

Es el mismo cambio de mentalidad que trajo Jeff Bezos a The Washington Post, cuando lo adquirió en 2013: “Bezos garantiza que no hacemos las cosas porque nos interesen a nosotros”, explicaba Martin Baron, director del periódico. La pregunta que les inculcó el fundador de Amazon es: “¿en qué está interesado el mundo?”. Una vez identificados los contenidos que interesan, tiene sentido poner toda la artillería tecnológica al servicio de su difusión.

La fórmula es interesante porque distingue lo esencial de lo accesorio. “Tenemos que reinventarnos, pero en todo momento debemos recordar las cosas que permanecen. Sin buenas ideas para escribir buenos artículos, sin contar bien las noticias, sin escribirlas bien, sin ejecutar el periodismo de la mejor manera posible, no tendremos éxito. (…) Todas las tecnologías del mundo no pueden sustituir un buen periodismo”, afirma el propio Baron en el nuevo reportaje realizado por el foro Conversaciones con…, Líneas emergentes del periodismo actual.

Pero eso no significa que lo accesorio no tenga importancia. De hecho, el reportaje recoge varios ejemplos que muestran cómo los nuevos formatos están sirviendo para enriquecer los contenidos.

Quizá esto ayuda a entender por qué los recelos que en su día despertó Bezos van quedando atrás: el debate ya no es si los medios tienen que adaptarse o no a las preferencias de los lectores, sino cómo hacerlo –porque se asume que hay que hacerlo– para que gane el periodismo.

 




Los primeros 100 días de los votantes de Trump

Donald Trump mantiene una posición ambigua respecto al simbólico hito de los 100 primeros días como presidente de Estados Unidos, que alcanzará el sábado 29 de abril. Por un lado, hace como que lo desprecia: “Son una barrera artificial”, dice. Por otro, presume de haber hecho “más que cualquier otro presidente” en ese período.

Y es verdad que ha aprobado más normas y órdenes ejecutivas que Obama en sus primeros 100 días, pese a que no era fácil superar al que fue calificado por The New York Times como “el regulador en jefe”. Pero instar por decreto al desmantelamiento de la reforma sanitaria no es lo mismo que lograr el apoyo a su proyecto. Tampoco han prosperado hasta ahora los polémicos decretos migratorios de enero.

Lo curioso es que la afirmación de Trump –“he hecho más que cualquier otro presidente”– haya puesto a hacer fact-checking a algunos expertos, que vuelven a morder el anzuelo. Y así, abundan los análisis que presentan a otros presidentes más productivos que él.

Pero el republicano sigue marcando la agenda de los medios, haciendo que presten atención a cada una de sus palabras. A pesar de que sus palabras, “a veces dicen lo que parecen decir, otras muchas no, y a menudo es difícil apreciar la diferencia”, como señala Barton Swaim.

Estos días se ha repetido mucho el dato de Gallup de que Trump llega a los primeros 100 días con un índice de aprobación del 39%, el más bajo de la historia reciente. Pero un reciente sondeo del mismo instituto revela que un 56% de una muestra de algo más de 1.000 personas de todos los Estados piensa que hasta ahora ha gobernado según esperaban, con independencia de que les guste o no. El resto está dividido entre los que creen que lo ha hecho peor (el 23%) y los que piensan que lo ha hecho mejor (el 19%).

El dato que de verdad debería preocupar a los críticos de Trump es que, entre la mayoría de los que aprueban su manera de gobernar, el 56% considera que está cumpliendo sus expectativas; el 41%, que las ha superado; y solo el 2%, que las ha defraudado (aunque le siguen dando el visto bueno). En otras palabras: la aprobación de Trump en el conjunto de votantes es baja, pero se ha reforzado entre sus simpatizantes.

La cuestión es: después de 100 días de presidencia, ¿qué hemos aprendido de los 62,9 millones de personas que votaron a Trump? ¿Comprendemos mejor sus inquietudes? ¿Por qué las derrotas que sufre su candidato no parecen estar minando –al menos, de momento– su confianza en él?




La justicia sentimental de “Warren v. Gorsuch”

tribunalsupremoUSAEn su libro Contra los políticos, el filósofo Gabriel Albiac denunció el progresivo proceso de vaciamiento del Estado de derecho y su sustitución por un nuevo “Estado sentimental”, donde las emociones pueden tener más peso que la seguridad jurídica, el equilibrio de poderes, las instituciones y las leyes.

El peligro que señaló Albiac se ha hecho patente con motivo de la batalla en torno al juez Neil Gorsuch, nominado por Trump para ocupar la vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. A principios de febrero, la senadora demócrata por Massachusetts y azote de Wall Street, Elizabeth Warren, insistió en presentarlo como un desalmado que se posiciona a favor de la élite empresarial. Según la senadora, Gorsuch “se ha puesto de parte de los empleadores que niegan salarios” y “prestaciones de jubilación”, y “se ha posicionado a favor de las grandes compañías de seguros y en contra de los trabajadores discapacitados”.

Pero mostrar la tarea judicial como una toma de postura a favor de unos y en contra de otros –tan querida por la divisiva retórica populista– no describe bien lo que ocurre en los tribunales. “El trabajo de un juez no es elegir entre David o Goliat, no es salir en defensa del desvalido para derribar al fuerte”, recuerda Ronald A. Cass, rector emérito de la Boston University School of Law y autor del libro The Rule of Law in America.

Y añade: “La forma de proteger al débil no es tener un juez que vote lo que le dicten sus entrañas. Es tener un sistema legal que funciona según unas reglas, legítimamente aprobadas por los organismos y a través de los procedimientos constitucionalmente previstos, y que se hagan cumplir de forma predecible por jueces que leen cuidadosamente la ley y la aplican tal cual está escrita, al margen de lo que puedan sentir acerca de cualquiera de las personas enfrentadas en el caso”.

Si Warren cree que las leyes estadounidenses perjudican al ciudadano de a pie, debería seguir intentado cambiarlas desde su escaño en el Senado. Pero alentar al populismo judicial –sentimentalizar la justicia– va en detrimento del Estado de derecho y de la división de poderes, que es precisamente lo que Gorsuch debía demostrar que es capaz de defender.

De ahí que el candidato al Supremo se haya esforzado por aclarar, durante el escrutinio del Senado, en qué consiste su trabajo: “Bajo nuestra Constitución, al Congreso –los representantes del pueblo– compete hacer nuevas leyes; al ejecutivo, garantizar que se cumplen fielmente; y a los jueces neutrales e independientes, resolver cómo deben aplicarse las leyes en las disputas”.




La no tan pragmática Unión Europea

El sueño de una Europa unida salió adelante gracias a una equilibrada combinación de ideales y de “realizaciones concretas”, como la puesta en común de las producciones de carbón y de acero, pensada para crear una “solidaridad de hecho” entre los países europeos, en palabras de Robert Schuman. Pero hoy estamos lejos no solo del idealismo de los padres fundadores de la UE, sino también –y esto es lo novedoso– de su pragmatismo.

La Comisión Europea acaba de presentar un Libro Blanco en el que plantea, de forma bastante aséptica, cinco escenarios posibles para la UE en 2025. Las respuestas unilaterales de algunos países al drama migratorio y otras crisis ponen de relieve la creciente dificultad de los socios para llegar a soluciones conjuntas en temas capitales. De ahí que varios de los escenarios previstos en el documento contemplen una UE más modesta.

Dice la Comisión que con este Libro Blanco quiere “abrir un debate” con los ciudadanos sobre cómo debería evolucionar la UE. Pero, en teoría, este proceso de reflexión lleva incoado al menos desde julio de 2014, cuando el presidente de la Comisión Jean-Claude Juncker presentó una declaración de intenciones titulada “Un nuevo comienzo para Europa”.

También la Cumbre de Bratislava, celebrada en septiembre de 2016, tenía por objetivo espolear la reflexión sobre la UE. Sin embargo, medio año después, el Libro Blanco nos dice que seguimos al “inicio del proceso”.

De Bratislava, el entonces primer ministro italiano, Matteo Renzi, sacó la impresión de que esa reunión –en la que participaron todos los jefes de Estado y de gobierno de la UE menos Theresa May– había sido más de lo mismo: “Si queremos pasar la tarde escribiendo documentos sin alma ni horizonte, lo pueden hacer desde casa”, dijo a propósito de la Declaración de Bratislava y su correspondiente hoja de ruta.

Pero no es solo la pasión lo que se echa de menos en el “recién” incoado proceso de reflexión sobre la UE: también falta brío y liderazgo para hacer avanzar el debate. De todos modos, no se apuren: hasta 2025 hay tiempo.




En defensa del no lector

Según cuenta Ángeles Espinosa en El País, las autoridades de Emiratos Árabes Unidos se han propuesto inculcar el hábito de la lectura en los ciudadanos. En el nuevo plan, hay ideas interesantes como la total exención de impuestos para los libros, la entrega de una “bolsa de conocimiento” a los niños, o una ley que reserva a los funcionarios un momento de su jornada laboral a leer materias de su especialidad.

El problema es que no siempre están claras las fronteras entre animar y obligar a leer. Así ocurre, por ejemplo, con la exigencia de que las cafeterías de los centros comerciales ofrezcan lecturas a sus clientes.

El celo de las autoridades emiratíes contrasta con la tolerancia de los buenos lectores. Su amor a la lectura les lleva a no forzar a nadie a leer; no quieren ver –no lo soportan– rostros desencajados por la lectura obligatoria.

Como dice Daniel Pennac, “el verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo amar…, el verbo soñar…”. De ahí que en su célebre catálogo de los derechos del lector incluyese, entre otros, el derecho a no leer; a saltarse las páginas; a no terminar un libro…

Esta libertad es la que va forjando a los buenos lectores. Leer por placer, como el que se da un baño caliente de espuma. Leer por el gusto de estar al sol de unas palabras que nos cautivan por su belleza, su musicalidad, su ingenio… “El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”, observa Pennac.




Mons. Gómez, el arzobispo de los sin papeles

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CC: Tomás Castelazo

El arzobispo de Los Ángeles, Mons. José Gómez, ha sido elegido vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, lo que ha sido interpretado como un “desafío” a las propuestas de Donald Trump en materia migratoria. Pero el enfoque político no es el mejor para desentreñar lo que tienen en mente los obispos norteamericanos en estos momentos.

En 2013, Mons. Gómez, de origen mexicano, publicó un libro en el que defendió la necesidad de hacer una reforma integral del sistema migratorio de EE.UU. En un debate en el que pesa mucho el afán justiciero de castigar a quienes entraron de forma ilegal en el país, la audacia del arzobispo fue plantear el asunto en términos de justicia: el statu quo migratorio –sostuvo– es inadmisible porque “ha permitido crecer en los márgenes de la sociedad (…) a millones de hombres y mujeres que viven como siervos permanentes”.

Y añadió: “Por poco dinero trabajan en nuestros restaurantes y en nuestros campos; en nuestras industrias, jardines, hogares y hoteles. Les falta la protección social suficiente frente a la enfermedad, la discapacidad o la vejez. (…) Sirven como niñeras y cuidadoras, pero sus hijos no pueden obtener un empleo [con contrato] o estudiar en la universidad porque sus padres los trajeron de forma ilegal al país”.

La perspectiva moral de Gómez enriquece el debate sobre la reforma migratoria, sobre el que no existe –como él mismo recordó– una “solución católica”. Las discrepancias en esta materia entre el nuevo presidente de EE.UU. y los obispos están claras. Sin embargo, interpretar la elección de Gómez como un desafío a Trump es quedarse corto: hay otras muchas personas a las que quiere interpelar.

La situación actual de quienes entraron de forma ilegal en el país solo es un aspecto del debate migratorio. Pero no sería justo pasarlo por alto.




El Atrio de los Artistas, espacio para el asombro

La apertura de mente es un requisito para la tolerancia. Difícilmente puedo mostrar respeto hacia una persona que piensa de forma diferente a como pienso yo, si ni siquiera estoy dispuesto a escucharle. Lo mismo vale para el diálogo: ¿qué intercambio de ideas puede haber entre dos personas que no se paran a prestarse atención?

La rapidez de la era digital no favorece las cosas. Si ya es difícil escuchar a quien nos mira a los ojos, ¿por qué íbamos a detenernos ante el extraño que asoma sus ideas por el velocísimo timeline de nuestras redes sociales? Y luego está el problema de las preferencias informativas: “El signo de los tiempos es el de clasificar compulsivamente las opiniones, dividirlas entre las que gustan y las que no (…). ¿A cuánta gente sigues que no te gusta? ¿Crees que solo siguiendo a quien te gusta sabes en qué mundo vives?”, pregunta José Ignacio Torreblanca en El País.

En este contexto, se entiende la necesidad de crear espacios de debate y de confrontación de ideas. La Fundación Madrid Vivo acaba de dar un paso en esta línea y ha anunciado la creación en 2017 del Atrio de los Artistas, una iniciativa para fomentar “el diálogo entre la fe, la Iglesia y los artistas contemporáneos”. El proyecto se inspira en el Atrio de los Gentiles, creado por el Consejo Pontificio de la Cultura en respuesta a una sugerencia de Benedicto XVI.

La imagen del atrio evoca un lugar de encuentro con el diferente, como explicó el propio Benedicto XVI. En ese espacio abierto a todos, la actitud artística puede aportar curiosidad, capacidad de asombro, imaginación, sorpresa… Cualidades que ayudan a construir una sociedad civil con menos prejuicios. En el fondo, el objetivo de este proyecto no es muy diferente del que perseguía Magritte, cuando animaba a “desterrar del pensamiento lo ‘ya visto’ y buscar ‘lo todavía no visto’”.