Educando a nuestres hijxs

Quizás intentar reproducir en alta voz la última palabra del titular le recuerde la dificultad que entraña hacerlo con algunos nombres en lengua náhuatl, como el del dios azteca Itztlacoliuhqui. Aunque, visto con optimismo, no hay reto que el hombre –y la mujer–, o en síntesis, lxs humanxs, no puedan vencer.

El cambio en las reglas de construcción gramatical para visibilizar al sexo femenino ha dado recientemente mucho que hablar, gracias, en buena medida, a la irrupción que hizo una conocida política de izquierdas en el campo de la lingüística. Claro que su interesante innovación (portavoza) sería innecesaria si la educación de los chicos y chicas estuviera ya debidamente feminizada y los términos “correctos” nos fluyeran con naturalidad.

Es ahí donde precisamente desea incidir la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras (FECCOO), que en el documento “Ideas para una escuela con perspectiva de género: haciendo de la escuela un espacio feminista”, plantea un grupo de propuestas dignas de examen, entre ellas el uso de un lenguaje “no machista” a partir del género neutro, “e incluso otras maneras que no supongan poner el énfasis siempre en el masculino”, y la eliminación, en los currículos escolares, de las obras de “autores machistas y misóginos”.

Se suma a lo anterior la erradicación de la asignatura de Religión, porque “una escuela feminista es una escuela necesariamente laica”; la unificación de los baños de hombres y mujeres en uno solo –“pueden ser espacios comunes si se nos enseña que lo sean”, y la prohibición del fútbol, ese juego “competitivo” y “excluyente”, en los patios escolares.

Tales ideas, justo es decirlo, se presentan ya bastante atenuadas en el texto de CCOO. La fuente de la que brotaron, el artículo “Breve decálogo de ideas para una escuela feminista”, de la autoría de dos investigadoras, llama a las cosas de modo más directo. ¿Qué religión prohibir en la escuela? Por su nombre: la católica. ¿Autores machistas? Arturo Pérez Reverte, Javier Marías y Pablo Neruda (“cualquiera de sus libros”). ¿Cambios lingüísticos? Muy concretos: hablar en femenino o con el género neutro, verbigracia, “todes”.

Y uno se pregunta si presentar un buen producto con este embalaje asegura compradores, o más bien los aleja.

Pérez Reverte, ¡a la hoguera!

Pasemos rápidamente sobre las disquisiciones lingüísticas. Un mínimo conocimiento de los procesos de formación y desarrollo de la lengua llevaría a entender que a los usos lingüísticos se llega por un consenso tácito: nadie convocó a un congreso para decidir que el mueble de cuatro patas sobre el que colocamos la cena se llamaría mesa, sino que la propia comunidad de hablantes, en un proceso espontáneo y paulatino, terminó acuñando ese vocablo y desechando otras posibilidades. Y de igual modo acuñó artista para los individuos de ambos sexos con habilidades especiales para la creación estética, mientras mandaba quemar en la pira sacrificial a los innovadores que preguntaban “¿y por qué no artisto?”.

Quizás por ello, porque es un proceso al que se hace difícil ponerle bridas, se puede decir que tendrán muy escaso recorrido esas rarezas gramaticales. Y en cuanto a la visibilidad en el léxico, valdría la pena saber qué tal sentaría que se incidiera en ella también en contextos negativos, al estilo de “los alemanes y las alemanas miraron hacia otro lado cuando los nazis comenzaron a hostigar a los judíos”.

Pero ya que hablábamos de hogueras, fijémonos en otra: aquella en la que han puesto a dorarse a Pérez Reverte, Marías y Neruda. Llama la atención que se haga diana en estos autores, cuando seguramente ni Homero, ni Bocaccio, ni Balzac, ni cientos más tomaron nunca en sus manos una escoba para ponerse a la par de su mujer en casa, ni se enteraron jamás de cómo un huevo llegaba al estado de frito.

Habría muchos escritores a los que arrinconar para siempre, según estos criterios. Y no sería, por cierto, la primera vez que se elaborara un listado de autores y libros prohibidos, solo que da un poco de reparo observar cómo quienes se dicen activistas de un movimiento de carácter liberador pretenden emular a los censores de otras épocas y regímenes políticos, y pedir el ostracismo para quienes no se plieguen a lo que, más que un proyecto integrador y de fraternidad, es todo un esquema de “ahora me toca mandar, y a ti, obedecer”.

Me temo que pocas cosas habría menos liberadoras que esconderles a las jóvenes generaciones 40 siglos de literatura “no feminista”, y pocas más cansinas que, puestos a mostrarles de todas maneras ese caudal, irles soltando a los pupilos, a cada paso, hipotéticas advertencias del tipo “el primer contacto de Romeo con Julieta clasificaría hoy como acoso en toda regla”, o “Teresa Panza tendría que haberse podido divorciar cuando el marido se fue a recorrer España en compañía de un chiflado”.

En esa clase, lo juro, no me gustaría estar…

¿Incluir excluyendo?

Quedan otros asuntos. Uno, el fútbol, que en lo personal me distrae tanto como estar sentado una tarde de domingo bajo una palmera en el Sahara, pero que no por ilusionarme tan poco querría verlo desterrado del patio de recreo. El deporte socializa, crea espíritu de colaboración y forja amistades… también entre chicas. ¿Qué hay de aquellas a las que también les gusta perseguir un balón –¡que España tiene un equipo!? ¿Y qué de las que igualmente lo ven en la tele, o se van al estadio a disfrutar de un buen partido? ¿Acaso no son también mujeres?

Quizás, antes de pincharles la pelota a los chicos, convendría animar a las niñas a que también se acerquen. No hace falta demostrar que ellas pueden: con una campeona olímpica española en levantamiento de pesas, no hay modo de articular una “congénita” fobia femenina a determinados deportes. Cuando menos, no debería ocurrir que fueran mujeres quienes precisamente dudaran de la capacidad de sus congéneres, ni quienes promovieran un modelo de “nosotras a la comba y vosotros al balón”. No, insisto, si lo que quiere fomentar es la igualdad.

Por último, está el matiz religioso, ese que no tiene cabida en la escuela feminista, según sostienen las autoras del Decálogo. Cabe aquí un razonamiento sencillo: este católico escribidor observa con estupefacción cómo pretendidas defensoras de la causa feminista le dan un portazo en las narices a su católica esposa, y de paso a otros cientos de millones de mujeres, únicamente por razón de su fe. La pregunta es por qué renunciar a potenciales aliadas al insistir en atacar aquello que estas tienen por sagrado; que hostilidad, “haberla, hayla”, y no suele mostrárseles en igual grado a las creyentes de otras confesiones, por más que en estas se les considere poco más que bienes al servicio de sus maridos.

La realidad, además, es bastante más dinámica que ciertos esquemas. Lo ha demostrado la singular alianza que la Iglesia ha fraguado con el feminismo en el rechazo a la maternidad subrogada, la cual supone la mercantilización del cuerpo de mujeres que, atenazadas por la pobreza, no ven más salida que convertirse en instrumento del “derecho al hijo” que reclama aquel que paga. Una diputada de Podemos aseguraba en El País, en febrero de 2017, que “no existe el derecho a usar a una mujer para que alguien satisfaga lo que es un deseo”, y un obispo español, en sintonía con sus iguales, afirmaba por las mismas fechas que el procedimiento de la subrogación “no respeta la dignidad de la madre de alquiler ni la del niño”. Todos, pues, aparcadas las distancias ideológicas, iban en el mismo barco, en pro de salvaguardar los genuinos derechos de la mujer. ¿A qué viene entonces querer empujar a unos por la borda?

Que no, que no hay de otra. La sociedad, y la escuela como parte fundamental de ella, tienen que adecuarse a los tiempos y poner en valor el papel de la mujer. Pero no hay modo de incluir excluyendo, ni de atraer atemorizando, censurando e imponiendo. Al menos no mientras convengamos que el marco para la realización plena de ellas es, necesariamente, la sociedad democrática.




¿Libertad de expresión? Sí: ¡la mía!

Un viejo chiste de la Guerra Fría relataba una discusión entre un estadounidense y un soviético acerca de la libertad de expresión en sus respectivos países. Mientras el primero se ufanaba de que, si quisiera, podía plantarse ante la Casa Blanca con un altavoz y cantarle las cuarenta al presidente de EE.UU., el segundo no quiso quedarse atrás: “Yo también puedo coger un altavoz, pararme frente al Kremlin y empezar a despotricar… del presidente de EE.UU.”.

El tema viene a cuento porque llama la atención que algunas fuerzas políticas –y más concretamente la de más a la izquierda– estén levantando su voz por el “ataque a la libertad de expresión” que supone la sentencia de cárcel que le ha caído a un cantante de rap. Ciertamente las letras del artista no es que fueran Las nanas de la cebolla –la calidad del producto asoma en frases como “Tu bandera española está más bonita en llamas, igual que un puto patrol de la guardia cuando estalla”, o “Burgués, ni tú ni nadie me harán cambiar de opinión, cabrón, seguir el acto de fusilar al Borbón”–, y a un juez le pareció que podían merecerle a su autor unos tres años en prisión. El Tribunal Supremo así lo ha ratificado y algunos se han apuntado al hashtag #RapearNoEsDelito, como Pablo Iglesias, quien ha señalado: “La libertad de expresión está sufriendo el mayor ataque desde la dictadura y no podemos quedarnos callados”.

Siempre es reconfortante enterarse de que la salud de la libertad de expresión le quita el sueño a un partido como Podemos, biznieto ideológico de quienes un día de 1917 asaltaron el Palacio de Invierno en Petrogrado e instauraron un sistema político que enviaba a vacacionar a Siberia a todo el que dijera algo incómodo. Pero asombra que sean precisamente ellos porque, en otras ocasiones, han tenido la piel muy fina, se han dejado el humor guardado en el sótano, y han llevado la libertad de expresión –la de otros– a ser examinada por los tribunales.

En julio de 2014, y con la firma de Iglesias, Podemos presentó una denuncia en Madrid contra los autores de varios mensajes en Twitter que incitaban al “odio”, la “violencia” y la “discriminación” por razón “ideológica”. Uno de los contenidos era un fotomontaje de Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, en el que los personajes del paredón exhibían el rostro del líder de la formación morada, el de su ideólogo, Juan Carlos Monedero, y el de su más conocida representante en Andalucía, Teresa Rodríguez.

Como tantos misterios que existen en esta vida, quizás nunca nos enteremos de qué extraño proceso mental lleva a los miembros de Podemos a razonar que la frase “fusilar al Borbón” es, en boca de un rapero, una genuina expresión artística, y que amagar gráficamente con hacerles lo mismo a los líderes de la formación morada es un acto denunciable. La incoherencia salta a la vista. A la vista, claro, de quien no está encastillado en una falsa superioridad moral ni achaca todos los males de España a los que no son él.

Quizás, solo quizás, los portavoces –y portavozas– de la corrección política no habían caído en la cuenta de que la obsesión por resignificarlo todo, por advertir dondequiera una “ofensa”, un “ultraje”, una “intolerable muestra de odio” digna de castigo, podía un día “contaminar” a los que imparten justicia. De seguro no ha sido el caso, pero la atmósfera sí que está creada y love is in the air.

Si, décadas atrás, decir cosas soeces o de mal gusto no tenía mayor consecuencia que la de mirar con desdén al pobre tipo que las emitía –y ahí están las bromas que se hicieron sobre la muerte de Carrero Blanco: muy lamentables, pero a nadie le costaron la cárcel–, ahora las sensibilidades han cambiado, empujadas por el artificio y por la intolerancia a los criterios contrarios. Si hay gente a la caza de “micromachismos”, de “fobias” y otras patochadas, para ser los primeros en atrapar al infractor, ponerlo en la picota digital y boicotearlo de todas las maneras posibles, ¿extraña que también haya quienes, desde la acera derecha, o desde posiciones simplemente más conservadoras, estén vigilantes a lo que dicen, cantan o pintan los alegres y desinhibidos chicos del lado contrario?

Llama la atención, por último, que sea Podemos, impulsor de un proyecto de ley que busca pegarle la lengua al paladar a todo el ose cuestionar los inamovibles dogmas LGTB , quien pierda el sueño por la libertad de expresión. Su iniciativa legal prevé, por ejemplo, que se considere infracción muy grave “reincidir en la publicación en Internet o en las redes sociales de expresiones, imágenes o contenidos de cualquier tipo que sean ofensivos o vejatorios por razón de orientación sexual, identidad o expresión de género o características sexuales contra las personas LGBTI o sus familias”.

¿Qué podría considerarse “muy grave”, o “vejatorio”? ¿Decir, por ejemplo, que a los baños de chicos entran chicos, y a los de chicas, chicas? ¡A saber!, pero en este tema, ya se sabe que a cualquier discrepancia suele dársele el carácter de “ofensa-tal-que-no-me deja-vivir”, aunque quien después con seguridad no pueda vivir sea el “infractor”, gracias a la multa de hasta 45.000 euros que pesará sobre su bolsillo, o a la amenaza de privarle “de la correspondiente licencia o autorización”, en el caso de que sea un negocio.

Para esto no. Aquí, los de Pablo Iglesias se ponen serios, y es comprensible: ni el olmo da peras, ni la ultraizquierda admite –como no lo admitían sus antepasados Vladímir y Iósif– otras libertades que no sean exclusivamente las suyas.




Épica comunista

La foto de un niño de 8 años ha estado ocupando espacio en los diarios chinos en los últimos días. Es Wang Fuman, o para algunos, el “Niño Escarchado” o “Congelado”. El pequeño, residente en una localidad rural del sur de China, ha saltado a la fama por una imagen en la que se le ve con el pelo completamente blanco, a consecuencia de las bajas temperaturas que debe soportar en su camino diario de 4,5 kilómetros entre su casa y la escuela.

Al hacerse público el caso de Wang, su todavía corta existencia ha experimentado un vuelco: las autoridades chinas le invitaron a Beijing, le hicieron unas fotos ondeando la bandera nacional en la plaza de Tiananmen –ese sitio en el que “no pasó nada en 1989”–, y, para acercarle su sueño de convertirse en policía, lo llevaron a una estación policial y le encajaron un traje de antidisturbios. Una estancia, en resumen, feliz, coronada por la promesa del multimillonario Jack Ma, fundador de la empresa de comercio electrónico Alibaba, de financiar escuelas para los niños del campo chino.

El matiz más interesante de todo esto es cómo la odisea del chico y de decenas de millones de otros menores se ve trastocada, por obra de la ideología comunista, en una suerte de aventura en la que el tesón y la valentía de un niño “formado por la patria” es capaz de vencer a los elementos. Es el triunfo del “hombre nuevo”, gracias a las oportunidades que ofrece el sistema a sus ciudadanos, quienes demuestran la superioridad del modo de organización política de la nación refundada por Mao Zedong –al que, “por supuesto”, el chico se moría por ver–. Ahora bien, de que a las instituciones les ha dado lo mismo que un niño tenga que recorrer 4,5 km para escolarizarse y que llegue a clase hecho un polo, ni una palabra. El desafío a la naturaleza es lo realmente importante. Hay que ver lo positivo.

Es la épica de los regímenes comunistas, que perciben al individuo en un constante y heroico “batallar” en pos de “victorias” que, siendo suyas, debe agradecer al sistema que las ha posibilitado… por más que haya sido precisamente la ineficacia del sistema la que ha creado los problemas o, sencillamente, les ha negado importancia.

Para mejor ilustrarlo: año y medio atrás se hizo público que, en otro rincón de la China rural, un grupo de 15 niños debía cubrir dos veces al mes los 800 metros que separaban su casa de la escuela… mediante una escalera de juncos. El centro escolar está en un valle, y las casas de los menores están en la cima de un abrupto farallón. Como ya se habían despeñado 8 personas en las escaleras, que naturalmente se pudrían, les prohibieron hacer el recorrido diario –90 minutos para arriba y para abajo– y se les albergó en el colegio.

La buena nueva es que, a raíz de que un fotógrafo publicara las imágenes, que le han ocasionado vértigo a medio mundo, las autoridades instalaron finalmente una escalera de metal y con una inclinación  de 60°. Y ahí es que se desata la poesía. Algunos entusiastas lectores del Diario del Pueblo le han dado al asunto un matiz épico muy del gusto de Beijing, al expresar que la nueva instalación “demuestra que China cuida a su gente” y que ahora, “tanto los niños como los ancianos pueden disfrutar de su ascenso ¡al CIELO!”.

Nadie dice nada, sin embargo, de que los residentes en la elevación habían tenido un funicular que los conectaba con el valle, pero que, al no poder pagar la electricidad del servicio –son muy pobres–, se desmanteló. Nada de subvenciones, nada de velar por el más necesitado. Un fracaso, sin duda, para un sistema que se dice anclado en el principio de “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”.

Dondequiera que estas semillas de doctrina se han plantado, se ve que los frutos de justicia social quedan prácticamente en cáscara, en envoltorio. Junto con China, Cuba es uno de esos pocos países regidos aún por un partido de inspiración marxista. Aunque las diferencias culturales entre ambos son notorias, tienen en común esa sabrosa tentación de transformar mágicamente el revés en victoria. Es lo que hizo posible que, en 2008, en un discurso en Santiago de Cuba, Raúl Castro  les prometiera a los pobladores que la necesaria ampliación del acueducto, un “viejo y grave problema”, quedaría resuelto “definitivamente” en 2010 y que la ciudad ya tendría garantizado su servicio diario de agua potable.

La noticia era para saltar de júbilo, si no fuera porque unos cuantos se preguntaron qué había tenido tan embelesado al gobierno cubano desde 1959, si únicamente después de pasados 51 años de que los rebeldes de Fidel Castro se hicieran con el poder, era que Santiago iba a tener agua corriente. Las ovaciones que siguieron a las palabras del líder difuminaron de un ¡zas! las memorias de décadas de sed y de perseguir camiones-cisterna por la ciudad. La victoria final era lo importante.

Por supuesto, esta sigue siendo la tónica. Una ojeada a la prensa cubana, en cualquier momento que el lector desee, le traerá buenas nuevas sobre el “sobrecumplimiento” de planes de producción de leche y carne –aunque para asegurarse un vaso del líquido hay que rastrearlo en el mercado negro, y la carne de vaca escasea tanto como en la nevera de un gurú de Nueva Delhi–, o sobre las metas alcanzadas en la captura de langostas y camarones, bichos que el cubano solo puede llevarse a la boca tras comprarlos a altos precios en el estraperlo.

Eso sí: la empresa ganadera no deja de recordarle al reportero que las cifras de lo producido van dedicadas “al cumpleaños 90 del Líder de la Revolución cubana Fidel Castro Ruz”, mientras que otro periodista, al escribir sobre una empresa de captura de crustáceos, insiste en señalar que “con su indiscutible visión, el líder histórico de la Revolución percibió un futuro promisorio para la incipiente actividad de la camaronicultura”.

Profetismo del malo, si acaso, y sí mucho de imaginación. Porque elogiar la “visión indiscutible” de quien hizo de Cuba un país de emigrantes; o llamar “Timonel” a quien lidera una sociedad de tan graves desigualdades como la China de Xi Jinping; o “Brillante Camarada” al “atómico” tirano norcoreano, que amenaza al mundo y hambrea a su pueblo, demanda solo eso: una insuperable capacidad metafórica. Y de esa, la epopeya comunista sí que va bien servida.




La Iglesia nos quiere “feos”

¿Había escuchado usted que la Iglesia medieval ordenara a los artistas plásticos que pintaran al niño Jesús, a María y a los santos rampantemente feos? Nada, cosas de las que uno va enterándose cuando la peña quiere impartir cátedra sobre todo.

Lo escuché el pasado 5 de enero, víspera de Reyes, en el programa “Más vale tarde”, de La Sexta. Casi al finalizar (puede verse a partir de la hora y el minuto 37), Pablo Ortiz de Zárate, periodista especializado en arte, la emprendió contra la estética de un grupo de pinturas medievales y prerrenacentistas, en las que se representaba al nacido en Belén de muy variadas formas, bien con el rostro de una persona adulta en la que asomaba la calvicie, bien con la musculatura de un atleta, pero enano, y en fin, con imágenes diversas, según la imaginación y, por supuesto, el mayor o menor talento del artista.

La tesis de Ortiz de Zárate era sencilla: “La Iglesia dijo: ‘Nada que se parezca a nosotros, al mundo real, porque esta gente son seres divinos, celestiales. Tenemos que hacer una estética completamente diferente para que esos campesinos [entiéndase, los fieles], al entrar al templo y ver estas cosas, se impresionen y les dé sensación de lo sobrenatural”.

Tan curioso como esta teoría fue que, para ilustrarla, el experto mostró una pintura de la antigua Roma en la que aparecían varias figuras de aspecto humano y trasfondo mitológico. Eran anatómicamente proporcionadas, signo distintivo del clasicismo griego, del cual bebieron después sus conquistadores itálicos. Lo contrastó entonces con un Cristo medieval, una figura sedente, rígida, tanto como lo están los apóstoles que lo rodean. Conclusión del experto: que como se aprecia en la primera obra, ya los creadores sabían pintar, ¡claro que sabían!, “pero no lo hacían bien porque la Iglesia no quería”.

El argumento invita cuando menos a la risa. Resulta que la Iglesia, institución que como ninguna otra ejerció de mecenas de artistas y de conservadora del patrimonio y el pensamiento clásicos, carga con la “culpa” de la mejorable estética de las representaciones pictóricas medievales. Para el crítico,  las insuficiencias del producto artístico, más que ser “hijas de su tiempo” –de los límites tecnológicos de esos siglos, de procesos de intercambio cultural más lentos y de la mayor o menor destreza de los creadores– eran consecuencia de un mandato eclesiástico.

¿Que las figuras eran severas o impasibles? De acuerdo; las interpretaciones sobre ello son variadas. Ahora bien, intentar colarnos que la ausencia de proporcionalidad anatómica, los niños con calvicie precoz y los mejorables rasgos faciales de los representados se debían al capricho puro y duro del clero y no a la falible habilidad humana, no casa con la evidencia histórica ni con la intención de la Iglesia de tributar el más perfecto homenaje a los protagonistas de la historia de la salvación.

Para botón de muestra, una obra permanentemente expuesta en el Museo del Prado: La Anunciación (1426), de Fra Angélico. El arcángel aparece ante María y esta se inclina en actitud reverente, la mirada baja. La composición no puede ser más elegante y colorida –al verla de cerca, se pueden apreciar armónicos relieves en las auras del visitante y la visitada–. La mano del artista se esmera en los rostros de ambos, pero si en el del primero rehúye bastante el hieratismo propio del estilo de la época, en los rasgos faciales de la Virgen –sobre todo en la zona de los ojos– se advierte todavía esa huella.  ¿“Voluntad de la Iglesia” acaso, que quedaría contenta con la exquisita ornamentación del conjunto, pero no con que los personajes del evangelio exhibieran rasgos perfectos? ¡Por favor…!

Habría otros muchos agujeros en el argumentario del crítico, y se pueden atisbar por simple deducción. Primeramente, es muy poco dialéctica la forzada continuidad que –sugiere– debe existir entre los artistas de la antigüedad clásica y los de la Edad Media, como si la representación gráfica fuera un movimiento lineal, forzado a ir siempre a mejor. ¿Dónde queda la diversidad geográfica, cultural y material que condiciona la obra de los seres humanos en cualquier etapa histórica? ¿Dónde, además, la subjetividad personal? ¿Acaso el que pintó en Roma fue el mismo que pintó después?

En segundo lugar, no todas las representaciones pictóricas medievales eran de corte religioso. Había, desde luego, mucho material profano. Un manuscrito iluminado francés de principios del siglo XV, por ejemplo, muestra a unos campesinos labrando la tierra alrededor de un castillo. Las figuras de los agricultores son toscas, y se advierte su falta de proporción respecto a otros elementos (como el caballo), además de una perspectiva espacial muy primitiva. Otro tanto pasa con la estampa de una batalla: caballeros tiesos como vigas sobre caballos que también parecen congelados, y un público en las mismas, pero de menor tamaño que los contendientes. No es difícil adivinar que la mejorable destreza de los autores, y no la mano instigadora de la Iglesia, es la responsable de los fallos técnicos.

Por último, habrá que preguntar qué hay de aquellos sitios en los que aún no había puesto el pie el cristianismo, pero en los que igualmente se pintaba sin particular fidelidad a hombres y dioses. ¿A qué malhumorado obispo culpar por las “espantosas” figuras humanoides de ese texto de relatos y genealogías mayas que es el Códice Madrid? ¿Y a qué cardenal pediremos cuentas por “encargar” la escena en que el arcángel Gabriel visita a Mahoma para preparar su ascensión, según un manuscrito turco del siglo XVI, y que dista muchísimo de la excelencia lograda por Fra Angelico en su Anunciación?

Si la Iglesia medieval nos quería “feos” –en el ameno diálogo televisivo llega a hablarse de figuras “horribles”–, quizás en otros sitios y culturas no lo hacían mejor. Pero no: lo de aquí era fruto de imposiciones, mientras que, de lo de otros, pudiéramos decir que eran manifestaciones culturales dignas de todo respeto. Y así nos va.




«Machismo» contra la extraterrestre

El anuncio publicitario de la Lotería de Navidad de este año ha sido, como el de otros, objeto de críticas, memes, chistes… Y de una carta muy, muy seria: la que ha enviado una directiva del Consejo de la Juventud de España (CJE) a Loterías y Apuestas del Estado, para quejarse de que el spot, dirigido por Alejandro Amenábar, es “machista y sexista”.

Ilustrémoslo: una joven extraterrestre llega a la Tierra, más exactamente a Madrid –no a Nueva York, que es a donde van a parar tradicionalmente los alienígenas, los fantasmas, los monos gigantes, etc.–, y se pone a la cola de una administración de Loterías. Un muchacho llega, le pide la vez, y entabla con ella un diálogo que, paulatinamente, se convierte en una relación más sólida. La chica, por supuesto, no habla español, pero el intercambio con señas y gestos va fluyendo, y con el paso de los días hay victoria por partida doble: triunfa el amor, y el décimo que han comprado se lleva el Gordo.

Para el CJE, sin embargo, nada de enamoramientos espontáneos –el episodio “apuntala las relaciones tóxicas”, dice– ni de algarabía de los niños de San Ildefonso. Según la misiva citada por El País, la protagonista es “una mujer silenciada, sin autonomía o control sobre su propia vida”, y de quien el hombre aparece como “salvador”.  Además, el hecho de que la chica tenga la belleza física por atributo es, para la autora de la queja, “fiel reflejo de los cánones de belleza normativos que marca la publicidad heteropatriarcal de nuestros días”.

Hay que estar atentos a las sutilezas, sí señor; vivir al tanto del detalle, porque quieras que no, ¡zas!, nos cuelan un anuncio machista en toda regla a los que, ciegos de nosotros, solo percibíamos un anuncio publicitario más, sin penas ni glorias. Por fortuna, donde la inmensa mayoría no advierte prejuicios ni perjuicios, hay quienes, siempre en garde!, se encargan de hacérnoslos ver, y ¡ay del que no repare en ellos o los tenga por buenos! Puede topar con unos inquisidores exquisitos, gente que está a la caza del mínimo detalle que sugiera machismo o “fobias” de diverso tipo, y que pase desapercibido para el común de los mortales.

Ellos, en cambio, están adiestrados en olisquear faltas y se desviven por exponer públicamente a los infractores, aunque deban inventarse la falta y el infractor. Curiosamente, un filme de Milos Forman, Los fantasmas de Goya, refleja una situación parecida. La escena transcurre en 1792: la señorita Inés Bibatúa (Natalie Portman) entra a una taberna española con algunos amigos y rechaza probar un cochinillo asado, pero con tan mal pie que unos espías de la Inquisición le clavan los ojos en ese momento y entienden que lo ha hecho por una presunta observancia de la ley judía, por lo que ella termina dando con sus huesos en la cárcel. Nada de que la joven hubiera desayunado tarde, o de que quizás llevaba una semana comiendo cerdo y estaba hasta las narices. ¿No probó el cochinillo crujiente? ¡Judaizante, hereje, a la mazmorra! Lo que falta en cuanto a pruebas objetivas para constatar un delito, ya lo suple la florida imaginación de los inquisidores. Siglo XVIII, siglo XXI, qué más da…

“¡Díganme qué quieren oír!”

Que sí: que nos vigilan. Olvidémonos del Gran Hermano de Orwell. Ya nos encargamos nosotros de hacer saber nuestras opiniones en las redes sociales o donde se presente, y de facilitarles el trabajo a estos agentes del bien, que ya ellos, como corresponde, se darán a la tarea de levantar cada brizna de paja del montón para encontrar la aguja.

Donde no la haya, la sembrarán. ¿Que la chica del anuncio de Loterías es bonita? Mal: reproduce el modelo que ha establecido el heteropatriarcado, ergo, ¡no puede serlo!, por más que la genética y los factores ambientales hayan determinado que sus rasgos físicos sean unos y no otros. El anuncio del año próximo, siguiendo esta línea de pensamiento, bien pudiera protagonizarlo la Venus de Willendorf, también modelada, por cierto, según los cánones estéticos de su época, pero en nada sospechosa de ser complaciente con el heteropatriarcado actual –que es lo que, según criterios estrechos, parecen ser las mujeres agraciadas–.

Hay un peligro en todo esto, y más preocupante que el de caer en el ridículo con tesis “patriarcodifusas” y “heteropluscuamperfectas”: el que corre la libertad de expresión. Per se, esta no es absoluta, tiene límites –debe tenerlos–, pero ahora mismo está siendo obligada a pasar por una canalita demasiado angosta, moldeada por los criterios subjetivos de quienes entienden llegada la hora de ajustar cuentas, sin mayores distinciones.

En no pocos casos, el resultado será –es– el triunfo de la hipocresía: diré lo que quieras que diga, con tal de que no me pongas en la diana y me hagas papilla comestible para muchos otros hipócritas. Me callaré, pero el debate social perderá. La confrontación de criterios entre contrarios, de donde brotan dialécticamente las soluciones, cesará; predominará un higiénico asentimiento, y los que tenemos la fortuna de vivir en países democráticos nos burlaremos de esos millones de personas que en su momento se jugaron el pellejo para que todos, los amigos y los adversarios, pudieran decir con libertad lo que opinan.

Sí: vamos por el caminito trazado. Incluso en ese retrato hiperbólico de la sociedad norteamericana que es Los Simpson –un producto artístico bastante liberal–, han tomado nota. En una escena (a partir del minuto 2:40) en la que el director del colegio, Seymour Skinner, intenta convencer a un auditorio femenino sobre su compromiso personal con el feminismo –incluso viste una saya para dejar patente que él no ve diferencias entre sexos–, se produce el siguiente diálogo con varias asistentes:

– Es Ud. una mala versión de Hitler –le espetan–.

– Por favor, créanme: yo comprendo los problemas de las mujeres –responde. Un alumno se burla entonces de su indumentaria y le llama “travesti”.

– ¿Es porque llevo un vestido de mujer? No me había fijado. Cuando miro en mi armario no veo ropa de hombre o ropa de mujer. No hay ninguna diferencia.

– ¿Sugiere que hombres y mujeres son idénticos? –vuelve otra a la carga–.

– ¡Claro que no! Las mujeres son únicas en todos los aspectos.

– Ahora dice que hombres y mujeres no son iguales…

– ¡No, no, no! Son nuestras diferencias las que por inexistentes nos hacen excepcionalmente iguales. ¡Díganme lo que quieren oír!

Ficción y comedia a un lado, por ahí van los tiros: por el “díganme lo que quieren oír”. Para las gentes que viven bajo el yugo de sociedades totalitarias, la pregunta tendría sentido –problemas, los justos–, pero no para quienes viven en los Estados Unidos del profesor Skinner. Ni en la España donde, para una vez que viene, una extraterrestre encuentra el amor y se gana la lotería.




¿Un homicidio o dos?

El pasado 5 de noviembre, luego de que un hombre armado dejara un reguero de cuerpos inertes y ensangrentados sobre el suelo de una iglesia bautista en Texas, la oficina del sheriff se dio a la triste tarea de hacer el conteo de los fallecidos. A simple vista, los asesinados eran 22, pero el agente contó uno más, pues una de las víctimas, Crystal Holcombe, estaba embarazada. El número correcto era, pues, 23.

Al New York Times le llamó la atención el dato y le dedicó un artículo, en el que menciona también un antecedente: en el memorial que honra a los asesinados el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, el artista consignó los nombres de 10 mujeres embarazadas “y sus niños no nacidos”.

Quizás la mejor muestra de cuán cuestionado está el derecho a la vida en el mundo actual, es que esos detalles hayan suscitado la curiosidad, el asombro… Es obvio que el hijo no es parte de su madre, a diferencia de los brazos o el estómago de ella, que sí lo son; y si todo marcha bien, nueve meses después de concebido recibirá un nombre y se le inscribirá en el Registro Civil, y en su proceso de crecimiento aprenderá a hablar, tomará decisiones y será consciente de sí, a diferencia del brazo de la madre, que seguirá moviéndose por orden del cerebro, y del estómago, que no hará otra cosa que mal entretenerse en la monotonía de la digestión.

Pero a algunos les chirría esta realidad tanto como el conteo del sheriff. Primero, a las autoridades de algunos estados norteamericanos, pues no hay unanimidad nacional al respecto. Si el tiroteo hubiera sido en Maryland, por ejemplo, y el embarazo estuviera en las primeras etapas, la única víctima a considerar en un posible juicio hubiera sido la mujer, pues la ley solo considera homicidio el cometido contra un feto ya viable. Pasa igual en Massachusetts, donde para entender que ha habido otra víctima fatal además de la madre, el concebido debe haber sobrepasado la semana 27 de gestación. En cambio, de haber ocurrido el crimen en Arizona, Alabama o Georgia, y en cualquier etapa de crecimiento del embrión desde la fecundación, habría dos vidas en juego, ergo, dos muertes por las que pagar.

Por supuesto, los otros a quienes molesta que el sheriff se atuviera a la ley del estado y tomara en cuenta al no nacido, son los activistas pro-aborto. Les preocupa que, de tanto insistir en que haya que contar al hijo como víctima aparte, en algunos círculos políticos cale la idea de reconocerle su personhood o condición de persona –ha habido varias iniciativas legislativas en ese sentido a nivel estadual, pero no han prosperado–, y que ello termine erosionando el “derecho” al aborto.

Pero ha muerto una embarazada, y hay que significarse de alguna forma (de una que no eche a ver que el no nacido también merece que el criminal repare). La directora de Comunicación de la organización abortista NARAL Pro-Choice America, Kaylie Hanson, se apresuró a condenar el crimen y a declarar que “necesitamos leyes más severas que aumenten las penas a los individuos que ataquen a mujeres embarazadas; estaremos con nuestros aliados en el apoyo a las leyes que eviten futuros actos de violencia armada”.

Se le podría tomar la palabra a la señora Hanson y seguir el hilo de su razonamiento, allí donde ella lo corta. ¿Por qué hacer diferencia entre las mujeres embarazadas y las que no lo están, o entre ellas y los hombres? ¿Por qué endurecer las penas para el que mata a unas y dejarlas intactas para quien asesina al resto? Quizás porque, en su fuero interno, aun sin reconocerlo públicamente, los abortistas entienden que el agresor ha segado realmente una vida inocente, y que si les escandaliza es porque, a diferencia del aséptico salón en que un doctor empuña una legra, en un ambiente profesional, de “Por favor, hable en voz baja”, la fechoría del tirador ha sido bastante más grotesca. Estruendo, balas, sangre, gritos, terror…

Pero el resultado es uno: la muerte. La misma muerte que, amparada en “libertades” y “derechos”, va incansable de un salón a otro en las clínicas abortistas, haciendo su trabajo.




La hora de los tiquismiquis

Un romance de tintes palaciegos en la Rusia de los zares es el hilo conductor de una película que no ha gustado a sectores nacionalistas y religiosos en el país euroasiático, y que ha dado pie a protestas y a hechos abiertamente delictivos. El filme tiene algunas escenas eróticas, aunque seguramente no tan gruesas como para justificar que alguien lance un camión con bombonas de gas contra una sala de cine –lo que ya sucedió en la ciudad de Ekaterimburgo–, o que le quemen el coche a un abogado del director y que amenacen de muerte a este, a los protagonistas y aun a los dueños de las salas de exhibición.

La historia de Matilda cuenta la relación entre una bailarina polaca y el futuro zar Nicolás II, fusilado por los comunistas tras la revolución de octubre de 1917. Lo de ambos fue una historia prematrimonial –el joven terminó casado en 1894 con una princesa alemana, Alix de Hesse-Darmstadt, mientras Matilda Kshesinskaya lo hacía con un primo de aquel–, y algunos de sus detalles han escandalizado porque Nicolás II es, desde 2000, santo de la Iglesia ortodoxa rusa.

Algunos medios, como la Deutsche Welle, han destacado “el odio y la violencia” de que son portadores los manifestantes contra el filme. Y sí: ambos impulsos denotan un fanatismo que impide ver en la figura del último zar a una persona falible; a un gobernante que se desentendió bastante de las necesidades de su pueblo, que apartó los ojos de las masacres sufridas por quienes reclamaban pan y derechos, y que, con ello, favoreció indirectamente el auge de los bolcheviques y su ascenso el poder en 1917. Ahora, para algunos en la Rusia postsoviética, la figura de un emperador-mártir parece alzarse como la de un redentor de la nación y un valedor de la fe que, tras el oscuro paréntesis comunista, regresa en forma de icono a confirmar a sus compatriotas. Su existencia, un cuasi evangelio.

Que no se permita cuestionar la vida del zar en un filme pudiera calificarse de extremismo de matriz religiosa. Y hay quienes, por resonarles aquello de “el opio del pueblo”, se encogerán de hombros ante las acciones de los más exaltados: “¿Podía esperarse otra cosa de esta gente supersticiosa?”.

En realidad, la ceguera a los argumentos de los demás y el deseo de acallarlos a cualquier precio no es patrimonio religious only. Si en algún momento histórico la posibilidad de disentir, de plantear posturas que no siguen la corriente dominante ha sido vista con suspicacia y reprobación, es en esta época. En un reciente artículo publicado en El País, de título más que ilustrativo – “Demasiados cerebros de gallina”–, el escritor Javier Marías citaba una encuesta efectuada a millennials estadounidenses: solamente un 30% de ellos consideró que la libertad de prensa era “esencial” en un régimen democrático. Asimismo, de los estudiantes que se dijeron afines al Partido Demócrata, un 62% señaló que era perfectamente admisible callar a gritos a un orador si su discurso desagradaba al oyente. Si había que emplear la fuerza física para proteger a este último de afirmaciones “ofensivas o hirientes”, entonces un 20% se apuntaba gustoso a la tarea. En una sociedad que siguiera al dedillo los parámetros deseados por estos jóvenes, “como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios”.

Por desgracia, sin embargo, no hablamos de circunstancias hipotéticas. En las propias universidades de EE.UU. se ha vuelto una odisea intentar plantear algo que roce mínimamente las sensibilidades del auditorio en sentido contrario a lo que desea escuchar. Y no hablamos ya de las acciones violentas para boicotear a oradores que manifiestan algún tipo de simpatía por el presidente tuitero –en esto, la californiana Universidad de Berkeley se lleva la palma del alboroto–, sino del acoso que puede sufrir un estudiante cristiano por pretender hablar de su fe.

Le sucedió a Chike Uzuegbunam, un chico en la Universidad de Georgia: en las afueras de la biblioteca, Chike distribuía tratados evangélicos y hablaba sobre lo pasajero de la vida terrena, hasta que la dirección del centro le ordenó cesar, por no hacerlo en las denominadas “áreas de libre expresión” de la universidad. El joven obedeció, reservó un sitio en una de esas zonas y siguió con su prédica, hasta que otros estudiantes dijeron sentirse “incómodos” con el mensaje y la administración concluyó que su actividad perturbaba la paz.

Hoy, el Departamento de Justicia representa al joven en una demanda contra el centro de estudios. Y a un personaje tan poco simpático como el Fiscal General, Jeff Sessions, habrá que concederle que estuvo acertado días atrás cuando, ante estudiantes de Georgetown –muchos de ellos con cinta adhesiva sobre los labios en protesta por su presencia–, afirmó que la universidad estadounidense, antes sitio de debate y de libertad académica, “se está transformando en un eco de la corrección política y del pensamiento homogéneo; en un refugio para los egos frágiles”.

Así pues, dondequiera cuecen habas: intolerantes y tiquismiquis los de Rusia, otro tanto los de Berkeley, Georgia y Georgetown. Religiosos y conservadores unos, liberales o ateos los otros, todos tienen una misma respuesta para el que les “ofende”: la anulación. Son malos días para las neuronas.




Medellín es bastante más que Pablo Escobar

La casa natal de Adolf Hitler en la localidad austríaca de Braunau será demolida. Así lo confirmó el pasado año el gobierno del país centroeuropeo, que dio por buena la recomendación de un comité de expertos. El edificio, por el que se pagará una indemnización a su propietaria, ejerce una suerte de atracción para los admiradores del nazismo, y no es de recibo que continúe siendo un sitio de peregrinación.

Del otro lado del Atlántico, en cambio, la casa donde el narcotraficante colombiano Pablo Escobar pasó sus últimos días es feliz meta de turistas por estos días. Ya, ya: que no se pueden comparar los dos personajes por las dimensiones de sus fechorías: decenas de millones de muertos gracias a las locuras de uno son demasiados para los quizás 3.000 con los que cargó el narcotraficante colombiano, según calcula su hijo, Juan Pablo Escobar. Pero no hay asesinatos execrables y asesinatos light, como no hay criminales que merezcan ser confundidos con héroes.

En el caso de Escobar, el modo en que lo presenta Narcos, la serie de Netflix, va quizás tan en esa línea heroica que su hijo dice recibir mensajes de jóvenes de distintas partes del mundo, quienes le confiesan su deseo de ser jerarcas del tráfico de drogas y le piden consejo sobre cómo dar los primeros pasos. La fascinación con el Pablo Escobar-Robin Hood que toma carne y huesos en el actor brasileño Wagner Moura llega a tanto que en Medellín hay quienes hacen caja con el recuerdo del personaje.

Según reporta Deutsche Welle, en la ciudad otrora asolada por el narco hay quienes organizan tours de visitantes a los lugares vinculados con la vida y las “aventuras” del capo. Desde la prisión privada donde estuvo entre 1991 y 1992, hasta el cementerio de Montesacro, donde yace. Pero quizás el sitio que suscita más interés es el bungaló donde estuvo antes de ser abatido. En la casita, el manager del negocio es el hermano del narco, y quien además fue su contable.

Roberto Escobar –que se pasó 14 años en prisión a consecuencia de sus correrías– les suelta a los turistas que “se han dicho muchas mentiras y las historias cambian con el tiempo. El gobierno ha culpado a Pablo por muchas cosas que no hizo”, y les cuenta su aséptica versión. En la estancia hay fotos del traficante en su avión privado o montado sobre un elefante de su zoológico particular. Los visitantes apuntan con sus cámaras a las paredes y a los vehículos con huellas de metralla, y Roberto, al final, les invita a un café y les ofrece firmar fotos de Pablo. Algunos de ellos, cuando regresen a casa, lo harán con la sensación de haber conocido y casi tocado, por medio de su hermano, al extinto narcotraficante, y lo trompetearán en las redes sociales: ¡Yo estuve allí!, y se sentarán en el butacón con el mando de la tele a devorar una serie y creerán que, en efecto, el tipo al que glorifica Netflix en su papel de malo-no-tan-malo era un hábil justiciero que se reía merecidamente en la cara del tonto sheriff de Nottingham-Medellín y hasta del rey de toda Inglaterra-Colombia.

Quizás tours como estos no sean lo que necesita la ciudad. No es solo que su nombre quede recurrentemente ligado a un pasado violento –el sitio donde se levantaba el cuartel de la Gestapo, en Berlín, también lo está, solo que allí un memorial recuerda y condena los horrores–. El punto es que, en la urbe colombiana, la memoria del causante del mal parece estar reivindicada en los lugares que se le relacionan, y todo gracias a una serie de TV, al afán de lucro de unos cuantos, y a que la propia ciudad no ha resignificado esos sitios.

En un artículo en The New York Times, Sergio Fajardo, alcalde de Medellín entre 2004 y 2007, quiere que la localidad figure en las preferencias de la gente por realidades completamente distintas, que fueron posibles al terminar aquella pesadilla. Por las escuelas, los parques, las bibliotecas, los centros deportivos y culturales, y por los programas de desarrollo humano que han beneficiado a tantos jóvenes. “El caso de Narcos nos duele –dice–, porque volver a representar a Medellín a través de Escobar y su violencia demencial es reabrir una herida que todavía no sana completamente. Preferiríamos que nos reconocieran por el arte de Botero o la música de Juanes, o la bicicleta de Mariana Pajón”.

Pues bien pudiera ser. Pidan consejo en Berlín.




“Inodoro, una historia de amor”

Que sí, que usted ha leído bien el titular. Inodoro, una historia de amor ha sido el filme de mayor éxito en la India este verano, al punto de que en sus primeros seis días recaudó en taquilla unos 11,2 millones de euros.

Inodoro… nos cuenta la historia de una pareja de recién casados: el apuesto Keshav y la hermosa Jaya. En cuanto la chica hace la maleta y se va a vivir a casa de su marido, descubre que allí no hay servicio sanitario y no soporta la idea de tener que ir a aliviar el vientre en medio del campo, en la oscuridad de la noche. Toma la puerta y se larga a la casa paterna: no regresará con Keshav hasta que construya uno.

El joven se pone, pues, manos a la obra, pero su padre –que se pregunta “¿cómo podemos construir un retrete en el mismo patio en que rezamos?”– se confabula con la asamblea vecinal y aprovecha la oscuridad nocturna para destruirlo. Jaya plantea entonces el divorcio, el caso llega a los medios, las autoridades se enteran y, poco después, se comienzan a edificar varias letrinas en la aldea. Para ese entonces, el padre de Keshav ya está arrepentido de su acción, pues su propia esposa ha pegado un resbalón y se ha dado una torta en medio de la noche al salir apurada de casa… por imperiosa necesidad.

El caso está tomado de una historia real, la de Anita Narre y su esposo Shivram, residentes en el estado de Madhya Pradesh. Aunque más bien podría hablarse de millones de historias, si no idénticas, muy parecidas al menos en algunos aspectos. En 2014, año en que el gobierno del primer ministro Narendra Modi inició la campaña nacional Swachh Bharat (India Limpia) para construir retretes y erradicar el hábito de defecar al aire libre, The Economist refería que unas 130 millones de viviendas no contaban con un servicio sanitario, y que, de las 1.000 millones de personas en el mundo que no disponían de uno, 600 millones vivían en la India. Añádase un dato aun más terrible: según UNICEF, la mitad de los casos de violación de mujeres y niñas en la India ocurren cuando estas salen a aliviarse fuera de casa.

¿Falta de recursos? Pues no exactamente. Un grupo de investigadores de una universidad de EE.UU. que realizó un trabajo de campo en el país asiático, halló que muchos consideraban que tener el baño dentro de casa era “contaminante” y signo de impureza –justo el argumento del padre de Keshav–, y que irse a campo abierto a hacer lo que la discreción aconseja hacer en privado era una actividad recomendable, que confería “fuerza y vigor” a los hombres.

Justo para despejar campos y ciudades de tantas manifestaciones de “vigor”, fue que surgió la campaña del gobierno. Por ello algunos ven, tras la “escatológica” comedia del director Shree N. Singh, la mano de Narendra Modi y el Swachh Bharat, y un modo algo peculiar de tratar el asunto. “La urgencia del tema es innegable –afirmaba un crítico en un canal de televisión local–, pero seguramente hay maneras más sutiles y menos serviles de hacerle entender esto a la gente”.

Pudiera ser, pero ¿algún problema con esto? La realidad es que, pese a la campaña iniciada en 2014, todavía 500 millones de indios salen varias veces al día a la intemperie, y no precisamente para tomar el fresco. Que se dedique una película a promover la higiene y que se haga en el tono más jocoso posible, puede, por ese magnetismo tan propio de las estrellas de Bollywood que empuja a muchos a imitarles, llegar a modificar conductas…

Y a limpiar un país, ¿por qué no?




“Que los musulmanes no mordemos”

Los atentados ejecutados por miembros del Estado Islámico en varios países occidentales pueden inducir a una parte de la opinión pública a identificar el terrorismo con la única forma de ser y proceder de quienes se dicen creyentes del islam. Para los criminales barbudos y aturbantados, si no hay sangre de infieles de por medio la divinidad no queda complacida, ergo, hay que causar el mayor daño posible, aunque una consecuencia de sus atropellos sea que la religión del “profeta” se hunda más en el lodo y arrastre consigo el prestigio de fieles que no serían capaces de matar una mosca.

Para tratar de desarraigar las percepciones no favorables del islam han visto la luz recientemente algunas iniciativas. En este mismo instante, por ejemplo, un grupo de 30 imanes participa en una campaña denominada “Marcha de los musulmanes contra el terrorismo”, y ha emprendido un recorrido en autobús por las ciudades europeas más golpeadas por el terrorismo islamista. Irán a Berlín, donde en 2016 un fanático arrolló con un camión a una multitud en un mercadillo navideño; a Niza, donde otro hizo lo mismo en el paseo marítimo; a la tumba de un anciano sacerdote degollado por dos extremistas en Saint-Etienne-du-Rouvray; a París, a Bruselas… Las “hazañas” en nombre de Alá han sido tan numerosas que los religiosos tendrán autobús y carretera para rato.

Entretanto, allá en las antípodas, en Australia, una mujer musulmana hace la guerra por su cuenta: en la ciudad de Melbourne, donde regenta una cafetería, ha ideado un programa de encuentros entre mujeres creyentes del islam y público en general, para intentar desmontar prejuicios. Hana Assifiri, mitad libanesa, mitad marroquí, ha llamado a sus reuniones mensuales “Speed Date a Muslim”, “Cita rápida con un musulmán”, y dice que allí se puede preguntar de todo. No es extraño que las interrogantes giren a menudo sobre lo que más choca a los occidentales: por qué los fieles de Mahoma no toman determinados alimentos, por qué algunas mujeres usan el niqab o el burka, por qué los terroristas alegan que sus acciones son aprobadas por Alá, etc.

Hana responde, aclara dudas, y también sus empleadas –solo contrata a musulmanas, por eso que ella llama “discriminación positiva”–, aunque a veces sus argumentos dan pie a que el debate se caliente bastante. Como en el tema de la exdiputada holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, quien se ha referido al islam como “una destructiva y nihilista cultura de la muerte”. La también activista del feminismo debió suspender una visita a Australia en abril pasado, por la presión de una campaña en su contra y por cuestiones de seguridad, después de que un colectivo de musulmanas australianas la calificara de “estrella de la islamofobia”. Hana Assifiri –sí, nuestra dialogante Hana, que al final de las reuniones sirve unos deliciosos pasteles para rebajar las tensiones del debate– estuvo entre quienes más activamente se opusieron, con éxito.

Hirsi Alí no solo no puede poner un pie en Australia, sino que ni tan siquiera puede surgir como tema en las reuniones de Hana, quien lacónicamente la desacredita en cuanto una asistente la cita. Tal vez la pastelera deba corregir un poco el rumbo de esas “desprejuiciantes” conversaciones en las que, visto lo visto, no se puede preguntar “de todo”. Porque arremeter contra unos tíos que no encarnan el verdadero islam puede ser muy fácil: si unos decapitan a los infieles y otros toman el té con estos, los primeros tienen que ser una aberración de la normalidad islámica. Más difícil puede resultarle a la anfitriona, sin embargo, explicar por qué, en contextos no dominados por el EI y en los que el islam es la norma, tienen lugar prácticas tan raras como  no dejar conducir a las mujeres (Arabia Saudí), azotarlas en público por vestir pantalones o por adulterio (Sudán et al.), o apedrearlas hasta la muerte por el último motivo (Afganistán, Pakistán…).

Quizás sería oportuno preguntarle además, retando a su imaginación, cómo acabaría en Riad o en Islamabad un intento de organizar una “Speed Date a Christian”. O qué tal un autobús de sacerdotes católicos y pastores evangélicos aparcando en La Meca, para dar a conocer allí la verdadera ética cristiana y convencer al público de que quienes publican caricaturas del “profeta” no son gente demasiado asidua a la misa o a la escuela dominical.

La disposición es buena, sí. Pero en cuanto al público le dé por cotejar las pregonadas maravillas del islam con la crudeza de los hechos, Hana va a necesitar que el mismísimo Averroes se dé una vuelta por el café y le ayude con las contradicciones. De seguro el andalusí, cuando se entere de cómo han ido las cosas en la umma desde que partió de este mundo, se atragantará con un trozo de pastel.