Sexismo sexista y sexismo “sexy”

La estampa es conocida para cualquier aficionado al ciclismo, el tenis, las carreras de motos o la Fórmula 1: en la entrega de premios o antes de que comience la competición, varias chicas guapas y con ropa ceñida flanquean al deportista mientras sonríen a la cámara. El debate sobre si se trata de una práctica sexista que convierte a estas mujeres en objetos decorativos, o directamente en reclamos eróticos, ha emergido recientemente en los medios. Y ya era hora.

Realmente, la misma existencia de las “azafatas deportivas” resulta ridícula y completamente innecesaria en la mayor parte de las competiciones. En otras, la presencia de algunos asistentes (como los recogepelotas en el tenis) sí puede ser útil para el desarrollo del juego, pero no hay motivo para que las chicas deban ir con minifaldas, o maquilladas como si asistieran a una recepción diplomática.

Con todo, hay que decir que el deporte no es el único campo donde ocurren estas cosas. En Reino Unido, el Parlamento va a considerar una petición ciudadana para prohibir que algunas empresas obliguen a las empleadas que tienen contacto directo con el público a llevar tacones altos y ropa “reveladora”.

Pero volvamos al tema de las azafatas deportivas. Un análisis podría atribuir este tipo de conductas a la pervivencia de cierta cultura patriarcal, que relega a la mujer a un papel de subordinación o incluso sumisión respecto al hombre. Y es cierto que el machismo explica parte del asunto, pero solo parte.

De fondo hay otro tipo de sexismo, generalmente aceptado por la sociedad porque se presenta como una muestra de “empoderamiento femenino”. Es el sexismo sexy. El que lleva a muchos guionistas de cine a incluir por defecto alguna escena de cama con desnudo femenino si quieren que la película sea un éxito; o el de los videoclips musicales (que el cantante sea hombre o mujer da lo mismo) repleto de bailarinas en bikini.

Alguien podría argüir que en estos casos no se trata de pobres trabajadoras ofrecidas como mercancía al insaciable apetito del mercado, sino de mujeres “empoderadas” y orgullosas de su sexualidad. Pero es que algunas azafatas, según han contado a los medios, también se sienten así.

¿Cómo se les ocurre? Alguna diva del pop debería explicarles que el empoderamiento a base de mostrar carne es patrimonio de las artistas, y no de las chicas del montón.




El camarada Xi ha pitado: balón en juego

chinese_national_football_team_2011Las ofertas millonarias a jugadores de clubes de fútbol europeos por parte de China han ido saliendo a la luz en las últimas semanas. Solo a Cristiano Ronaldo, un club del país asiático le ha ofrecido, según The Guardian, 300 millones de euros anuales; según The New York Times, más “comedido”, han sido “solo” 150 millones.

China quiere ser una potencia futbolística –estar hoy en el lugar 82 del ranking de la FIFA, por detrás de San Cristobal y Nieves, unas islas que apenas son dos puntos en el mar Caribe, no es para descorchar botellas–. Para ello, está yendo a buscar talentos fuera y tentándolos con sumas que duplican o triplican las acostumbradas en esta parte del globo. En un mundo donde la ley imperante es la de la oferta y la demanda, no habría nada que objetar: todos lo hacen. Todos, claro, los que no se declaran Estados comunistas, pues en teoría estos deben colocar en primer lugar las urgencias de la gente más pobre y priorizar el desarrollo económico en pos de ofrecer mayor nivel de bienestar material a la población, y no sueldos innecesariamente altos a futbolistas.

Pero Beijing, se sabe, juega en todas las ligas. Además, como todo país comunista que se precie, no escapa a la tentación de mostrar que su potencia en el deporte es consecuencia de la superioridad de su sistema político. Así ocurría –doping mediante– en la Unión Soviética y en el resto de sus entonces satélites europeos; pasa en Cuba, que obtuvo el quinto puesto en Barcelona 92 porque “la Revolución ha convertido el deporte en un derecho del pueblo”. Y como quien corta el bacalao en China es el Partido Comunista, por más que sus reglas del juego económico sean ferozmente capitalistas, pues el camarada Xi Jinping reproduce el esquema: “Mi mayor esperanza es que el fútbol chino se coloque entre los mejores del mundo”.

Para que ese tren llegue a su estación, se le han trazado dos vías. Una, la mencionada compra de talentos en el exterior, y otra, la inversión en campos y escuelas de entrenamiento, para las que se contrata igualmente a preparadores foráneos. Según el Times, una de esas instituciones, la Evergrande Football School, cuenta ella sola con 2.800 estudiantes y 48 campos de fútbol. El gobierno pretende construir decenas de miles de campos de entrenamiento y llevar el deporte del balón a los programas escolares en decenas de miles de colegios.

Lo interesante será ver de qué forma implementa Beijing esa “asignatura”. Muchos padres, preocupados por el desempeño académico de sus hijos en un entorno cada vez más competitivo, saben que los Messi y los Ronaldo no se multiplican como gremlins, por lo que a los chicos más les vale aplicarse a las matemáticas, que tienen más futuro.

El de Xi es, sin duda, uno de esos tics voluntaristas tan caros a los gobiernos comunistas. Sea el empeño de Corea del Norte por construir un hotel de 105 pisos –el más grande del mundo–, o el de la URSS por trazar una línea férrea que atravesara la inhóspita Siberia, en demostración de cómo el poder soviético vencía a la naturaleza, o la meta cubana de fabricar 10 millones de toneladas de azúcar en una sola zafra, todo es una “victoria del pueblo”. Aunque, por dentro, el hotel de Pyongyang permanece inacabado y vacío; la mayoría de los proyectos mineros siberianos que enlazaría el ferrocarril Baikal-Amur no han llegado a ejecutarse jamás, y Cuba, “azucarera del mundo” que fue desde el siglo XIX, ha tenido que importar parte de su azúcar desde Brasil.

En China, le toca el turno al fútbol. Si Mao movilizó a millones para matar gorriones, con seguridad muchos irán de mejor grado a patear pelotas. Ya nos enteraremos del resultado.