¿Un homicidio o dos?

El pasado 5 de noviembre, luego de que un hombre armado dejara un reguero de cuerpos inertes y ensangrentados sobre el suelo de una iglesia bautista en Texas, la oficina del sheriff se dio a la triste tarea de hacer el conteo de los fallecidos. A simple vista, los asesinados eran 22, pero el agente contó uno más, pues una de las víctimas, Crystal Holcombe, estaba embarazada. El número correcto era, pues, 23.

Al New York Times le llamó la atención el dato y le dedicó un artículo, en el que menciona también un antecedente: en el memorial que honra a los asesinados el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, el artista consignó los nombres de 10 mujeres embarazadas “y sus niños no nacidos”.

Quizás la mejor muestra de cuán cuestionado está el derecho a la vida en el mundo actual, es que esos detalles hayan suscitado la curiosidad, el asombro… Es obvio que el hijo no es parte de su madre, a diferencia de los brazos o el estómago de ella, que sí lo son; y si todo marcha bien, nueve meses después de concebido recibirá un nombre y se le inscribirá en el Registro Civil, y en su proceso de crecimiento aprenderá a hablar, tomará decisiones y será consciente de sí, a diferencia del brazo de la madre, que seguirá moviéndose por orden del cerebro, y del estómago, que no hará otra cosa que mal entretenerse en la monotonía de la digestión.

Pero a algunos les chirría esta realidad tanto como el conteo del sheriff. Primero, a las autoridades de algunos estados norteamericanos, pues no hay unanimidad nacional al respecto. Si el tiroteo hubiera sido en Maryland, por ejemplo, y el embarazo estuviera en las primeras etapas, la única víctima a considerar en un posible juicio hubiera sido la mujer, pues la ley solo considera homicidio el cometido contra un feto ya viable. Pasa igual en Massachusetts, donde para entender que ha habido otra víctima fatal además de la madre, el concebido debe haber sobrepasado la semana 27 de gestación. En cambio, de haber ocurrido el crimen en Arizona, Alabama o Georgia, y en cualquier etapa de crecimiento del embrión desde la fecundación, habría dos vidas en juego, ergo, dos muertes por las que pagar.

Por supuesto, los otros a quienes molesta que el sheriff se atuviera a la ley del estado y tomara en cuenta al no nacido, son los activistas pro-aborto. Les preocupa que, de tanto insistir en que haya que contar al hijo como víctima aparte, en algunos círculos políticos cale la idea de reconocerle su personhood o condición de persona –ha habido varias iniciativas legislativas en ese sentido a nivel estadual, pero no han prosperado–, y que ello termine erosionando el “derecho” al aborto.

Pero ha muerto una embarazada, y hay que significarse de alguna forma (de una que no eche a ver que el no nacido también merece que el criminal repare). La directora de Comunicación de la organización abortista NARAL Pro-Choice America, Kaylie Hanson, se apresuró a condenar el crimen y a declarar que “necesitamos leyes más severas que aumenten las penas a los individuos que ataquen a mujeres embarazadas; estaremos con nuestros aliados en el apoyo a las leyes que eviten futuros actos de violencia armada”.

Se le podría tomar la palabra a la señora Hanson y seguir el hilo de su razonamiento, allí donde ella lo corta. ¿Por qué hacer diferencia entre las mujeres embarazadas y las que no lo están, o entre ellas y los hombres? ¿Por qué endurecer las penas para el que mata a unas y dejarlas intactas para quien asesina al resto? Quizás porque, en su fuero interno, aun sin reconocerlo públicamente, los abortistas entienden que el agresor ha segado realmente una vida inocente, y que si les escandaliza es porque, a diferencia del aséptico salón en que un doctor empuña una legra, en un ambiente profesional, de “Por favor, hable en voz baja”, la fechoría del tirador ha sido bastante más grotesca. Estruendo, balas, sangre, gritos, terror…

Pero el resultado es uno: la muerte. La misma muerte que, amparada en “libertades” y “derechos”, va incansable de un salón a otro en las clínicas abortistas, haciendo su trabajo.




La hora de los tiquismiquis

Un romance de tintes palaciegos en la Rusia de los zares es el hilo conductor de una película que no ha gustado a sectores nacionalistas y religiosos en el país euroasiático, y que ha dado pie a protestas y a hechos abiertamente delictivos. El filme tiene algunas escenas eróticas, aunque seguramente no tan gruesas como para justificar que alguien lance un camión con bombonas de gas contra una sala de cine –lo que ya sucedió en la ciudad de Ekaterimburgo–, o que le quemen el coche a un abogado del director y que amenacen de muerte a este, a los protagonistas y aun a los dueños de las salas de exhibición.

La historia de Matilda cuenta la relación entre una bailarina polaca y el futuro zar Nicolás II, fusilado por los comunistas tras la revolución de octubre de 1917. Lo de ambos fue una historia prematrimonial –el joven terminó casado en 1894 con una princesa alemana, Alix de Hesse-Darmstadt, mientras Matilda Kshesinskaya lo hacía con un primo de aquel–, y algunos de sus detalles han escandalizado porque Nicolás II es, desde 2000, santo de la Iglesia ortodoxa rusa.

Algunos medios, como la Deutsche Welle, han destacado “el odio y la violencia” de que son portadores los manifestantes contra el filme. Y sí: ambos impulsos denotan un fanatismo que impide ver en la figura del último zar a una persona falible; a un gobernante que se desentendió bastante de las necesidades de su pueblo, que apartó los ojos de las masacres sufridas por quienes reclamaban pan y derechos, y que, con ello, favoreció indirectamente el auge de los bolcheviques y su ascenso el poder en 1917. Ahora, para algunos en la Rusia postsoviética, la figura de un emperador-mártir parece alzarse como la de un redentor de la nación y un valedor de la fe que, tras el oscuro paréntesis comunista, regresa en forma de icono a confirmar a sus compatriotas. Su existencia, un cuasi evangelio.

Que no se permita cuestionar la vida del zar en un filme pudiera calificarse de extremismo de matriz religiosa. Y hay quienes, por resonarles aquello de “el opio del pueblo”, se encogerán de hombros ante las acciones de los más exaltados: “¿Podía esperarse otra cosa de esta gente supersticiosa?”.

En realidad, la ceguera a los argumentos de los demás y el deseo de acallarlos a cualquier precio no es patrimonio religious only. Si en algún momento histórico la posibilidad de disentir, de plantear posturas que no siguen la corriente dominante ha sido vista con suspicacia y reprobación, es en esta época. En un reciente artículo publicado en El País, de título más que ilustrativo – “Demasiados cerebros de gallina”–, el escritor Javier Marías citaba una encuesta efectuada a millennials estadounidenses: solamente un 30% de ellos consideró que la libertad de prensa era “esencial” en un régimen democrático. Asimismo, de los estudiantes que se dijeron afines al Partido Demócrata, un 62% señaló que era perfectamente admisible callar a gritos a un orador si su discurso desagradaba al oyente. Si había que emplear la fuerza física para proteger a este último de afirmaciones “ofensivas o hirientes”, entonces un 20% se apuntaba gustoso a la tarea. En una sociedad que siguiera al dedillo los parámetros deseados por estos jóvenes, “como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios”.

Por desgracia, sin embargo, no hablamos de circunstancias hipotéticas. En las propias universidades de EE.UU. se ha vuelto una odisea intentar plantear algo que roce mínimamente las sensibilidades del auditorio en sentido contrario a lo que desea escuchar. Y no hablamos ya de las acciones violentas para boicotear a oradores que manifiestan algún tipo de simpatía por el presidente tuitero –en esto, la californiana Universidad de Berkeley se lleva la palma del alboroto–, sino del acoso que puede sufrir un estudiante cristiano por pretender hablar de su fe.

Le sucedió a Chike Uzuegbunam, un chico en la Universidad de Georgia: en las afueras de la biblioteca, Chike distribuía tratados evangélicos y hablaba sobre lo pasajero de la vida terrena, hasta que la dirección del centro le ordenó cesar, por no hacerlo en las denominadas “áreas de libre expresión” de la universidad. El joven obedeció, reservó un sitio en una de esas zonas y siguió con su prédica, hasta que otros estudiantes dijeron sentirse “incómodos” con el mensaje y la administración concluyó que su actividad perturbaba la paz.

Hoy, el Departamento de Justicia representa al joven en una demanda contra el centro de estudios. Y a un personaje tan poco simpático como el Fiscal General, Jeff Sessions, habrá que concederle que estuvo acertado días atrás cuando, ante estudiantes de Georgetown –muchos de ellos con cinta adhesiva sobre los labios en protesta por su presencia–, afirmó que la universidad estadounidense, antes sitio de debate y de libertad académica, “se está transformando en un eco de la corrección política y del pensamiento homogéneo; en un refugio para los egos frágiles”.

Así pues, dondequiera cuecen habas: intolerantes y tiquismiquis los de Rusia, otro tanto los de Berkeley, Georgia y Georgetown. Religiosos y conservadores unos, liberales o ateos los otros, todos tienen una misma respuesta para el que les “ofende”: la anulación. Son malos días para las neuronas.




Paranoias mortales

Una veintena de representantes republicanos estadounidenses jugaban al béisbol el 14 de junio en Alexandria,  Virginia, cuando les sobrevino una tempestad de plomo. El atacante apretó el gatillo de un rifle AR-15, un arma ya casi “familiar” para la prensa por haber estado involucrada en algunas de las más sonoras masacres de los últimos años, como el ataque a la discoteca de Orlando –del que nuestro inigualable Alberto Garzón culpó como causa primera al “heteropatriarcado”–, o el que segó las vidas de 20 niños de 6 y 7 años en una escuela de Newtown, Connecticut, a finales de 2012.

Llaman la atención las declaraciones de un apasionado defensor de las armas, el representante republicano Tom Garret, para quien prácticamente fue una “suerte” que hubiera policías allí para pararle los pies al atacante y que solo resultara herido su correligionario y también legislador Steve Scalise (por cierto, un fervoroso proarmas). “Si no hubiera habido un líder de la Cámara de Representantes allí (en alusión a Scalisse), no habría habido policías presentes y todo hubiera derivado en el mayor acto de terrorismo político en años, o en el mayor de la historia”.

Fue precisamente Garrett quien presentó semanas atrás un proyecto de ley, aún en trámite, para que en el Distrito de Columbia, sede de las principales instituciones políticas y judiciales de EE.UU., se aliviaran las restricciones a la tenencia y portación de armas. Según se infiere de la postura del republicano, los legisladores que iban a jugar béisbol deberían haber tenido la posibilidad legal de llevar, además de guantes, pelotas y bates, una Magnum colgada al cinto. Pero las leyes, ¡ay!, los injustos límites de las leyes que no nos dejan cargar con la pistola a dondequiera…

El razonamiento de Garret no es demasiado complicado: sea que estés bailando en una disco, cavando un pozo o cenando en un restaurante, tienes que llevar tu arma y estar listo para responder, porque nadie lo hará por ti. Como si estuvieras en Mogadiscio o en Trípoli. Su inquietud no es qué diablos hacen 10 millones de rifles de asalto AR-15 en los hogares estadounidenses, sino por qué no hay más de estos mortíferos artefactos en manos de más personas. De las personas correctas, claro, de esas que nunca jamás las extraviarán ni les serán robadas, y que sabrán utilizarlas para neutralizar a los malos, ¡exclusivamente a los malos! Según Garrett, si su proyecto de legislación ya estuviera en vigor, “hubiera permitido a las personas amantes de la ley defenderse ellas mismas” en el estadio.

El misterio, sin embargo, es por qué, a pesar de haber 300 millones de armas de fuego en poder de civiles, no dan abasto para fulminar a los villanos, pues una cifra anual de 30.000 muertes por disparos no es el mejor signo de efectividad de la cada vez mayor libertad para portar armas “por si alguno se atreve conmigo”.

La respuesta por tan poco envidiables números podría estar en una suerte de paranoia cultural que invita a ver, como decía un filósofo bastante pesimista, el infierno en los otros. “The enemy is out there” (“el enemigo está allá afuera”), insisten los filmes, los políticos y los telediarios norteamericanos, y hay que estar preparado para coserlo a tiros en cuanto asome la cabeza.

La mejor muestra de cuánto cala el mensaje nos la ofrece un reportaje televisivo de esos que persiguen la vida y hazañas de los que se han ido a vivir en el exterior en busca de mejores horizontes: un matrimonio español, asentado en EE.UU., tiene en casa todo un arsenal de rifles y pistolas, tanto para la caza como para “por si acaso”. ¿El punto? Que cuando vienen a España, cuyo índice de criminalidad es el tercero más bajo de la UE, se traen al menos una de sus armas: “Así nos sentimos más seguros, porque nunca se sabe”.

Podrían ahorrársela. El enemigo, la percepción de peligro extremo e inminente, viaja con ellos. Y vive en casa de Garret, y en la de Scalise, y en la de…




Los primeros 100 días de los votantes de Trump

Donald Trump mantiene una posición ambigua respecto al simbólico hito de los 100 primeros días como presidente de Estados Unidos, que alcanzará el sábado 29 de abril. Por un lado, hace como que lo desprecia: “Son una barrera artificial”, dice. Por otro, presume de haber hecho “más que cualquier otro presidente” en ese período.

Y es verdad que ha aprobado más normas y órdenes ejecutivas que Obama en sus primeros 100 días, pese a que no era fácil superar al que fue calificado por The New York Times como “el regulador en jefe”. Pero instar por decreto al desmantelamiento de la reforma sanitaria no es lo mismo que lograr el apoyo a su proyecto. Tampoco han prosperado hasta ahora los polémicos decretos migratorios de enero.

Lo curioso es que la afirmación de Trump –“he hecho más que cualquier otro presidente”– haya puesto a hacer fact-checking a algunos expertos, que vuelven a morder el anzuelo. Y así, abundan los análisis que presentan a otros presidentes más productivos que él.

Pero el republicano sigue marcando la agenda de los medios, haciendo que presten atención a cada una de sus palabras. A pesar de que sus palabras, “a veces dicen lo que parecen decir, otras muchas no, y a menudo es difícil apreciar la diferencia”, como señala Barton Swaim.

Estos días se ha repetido mucho el dato de Gallup de que Trump llega a los primeros 100 días con un índice de aprobación del 39%, el más bajo de la historia reciente. Pero un reciente sondeo del mismo instituto revela que un 56% de una muestra de algo más de 1.000 personas de todos los Estados piensa que hasta ahora ha gobernado según esperaban, con independencia de que les guste o no. El resto está dividido entre los que creen que lo ha hecho peor (el 23%) y los que piensan que lo ha hecho mejor (el 19%).

El dato que de verdad debería preocupar a los críticos de Trump es que, entre la mayoría de los que aprueban su manera de gobernar, el 56% considera que está cumpliendo sus expectativas; el 41%, que las ha superado; y solo el 2%, que las ha defraudado (aunque le siguen dando el visto bueno). En otras palabras: la aprobación de Trump en el conjunto de votantes es baja, pero se ha reforzado entre sus simpatizantes.

La cuestión es: después de 100 días de presidencia, ¿qué hemos aprendido de los 62,9 millones de personas que votaron a Trump? ¿Comprendemos mejor sus inquietudes? ¿Por qué las derrotas que sufre su candidato no parecen estar minando –al menos, de momento– su confianza en él?




La justicia sentimental de “Warren v. Gorsuch”

tribunalsupremoUSAEn su libro Contra los políticos, el filósofo Gabriel Albiac denunció el progresivo proceso de vaciamiento del Estado de derecho y su sustitución por un nuevo “Estado sentimental”, donde las emociones pueden tener más peso que la seguridad jurídica, el equilibrio de poderes, las instituciones y las leyes.

El peligro que señaló Albiac se ha hecho patente con motivo de la batalla en torno al juez Neil Gorsuch, nominado por Trump para ocupar la vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. A principios de febrero, la senadora demócrata por Massachusetts y azote de Wall Street, Elizabeth Warren, insistió en presentarlo como un desalmado que se posiciona a favor de la élite empresarial. Según la senadora, Gorsuch “se ha puesto de parte de los empleadores que niegan salarios” y “prestaciones de jubilación”, y “se ha posicionado a favor de las grandes compañías de seguros y en contra de los trabajadores discapacitados”.

Pero mostrar la tarea judicial como una toma de postura a favor de unos y en contra de otros –tan querida por la divisiva retórica populista– no describe bien lo que ocurre en los tribunales. “El trabajo de un juez no es elegir entre David o Goliat, no es salir en defensa del desvalido para derribar al fuerte”, recuerda Ronald A. Cass, rector emérito de la Boston University School of Law y autor del libro The Rule of Law in America.

Y añade: “La forma de proteger al débil no es tener un juez que vote lo que le dicten sus entrañas. Es tener un sistema legal que funciona según unas reglas, legítimamente aprobadas por los organismos y a través de los procedimientos constitucionalmente previstos, y que se hagan cumplir de forma predecible por jueces que leen cuidadosamente la ley y la aplican tal cual está escrita, al margen de lo que puedan sentir acerca de cualquiera de las personas enfrentadas en el caso”.

Si Warren cree que las leyes estadounidenses perjudican al ciudadano de a pie, debería seguir intentado cambiarlas desde su escaño en el Senado. Pero alentar al populismo judicial –sentimentalizar la justicia– va en detrimento del Estado de derecho y de la división de poderes, que es precisamente lo que Gorsuch debía demostrar que es capaz de defender.

De ahí que el candidato al Supremo se haya esforzado por aclarar, durante el escrutinio del Senado, en qué consiste su trabajo: “Bajo nuestra Constitución, al Congreso –los representantes del pueblo– compete hacer nuevas leyes; al ejecutivo, garantizar que se cumplen fielmente; y a los jueces neutrales e independientes, resolver cómo deben aplicarse las leyes en las disputas”.




“Con libertad y justicia para todos (los míos)”

ladylibertyEl vídeo lo trae la BCC: varios estudiantes de la Universidad George Washington tienen un problema: son republicanos. Esto, en la patria de Lincoln, no debería ser motivo de polémica, pero al parecer poco importa cuán egregio fuera el fundador del partido o cuáles son las propuestas políticas concretas de esta formación. Donald Trump es republicano, y así como un leproso veterotestamentario volvía impuro todo aquello que tocaba, así se figuran algunos que hace Trump a todos los republicanos: los contamina.

El estudiante Diego Rebollar es de los apestados, y lo sabe porque así se lo han hecho ver en el campus: “Me dicen: ‘Hola, tú eres Diego, ¿no?’. Sí. ‘¿Y eres republicano?’ Sí, ¿por qué? Entonces simplemente me gritan ‘¡Vete a la m…!’. (…) ‘Eres mexicano; ¿cómo puedes ser conservador? ¿Cómo le puedes hacer eso a tu gente?’”.

Otra que carga con su culpa es la menuda Jennifer Tichsler: “La gente me pregunta que cómo puedo ser judía, hispana y republicana. Que si eso no es una traición a mi religión, a mi raza y hasta a mi género”. Parecido le ocurre a otro colega, cuyo apellido también tiene resonancias askenazíes: “Desde el punto de vista liberal –dice Shep Gerszberg–, si no estás a favor de lo que ellos creen, eres un racista, un homófobo, un sexista, etc. Cualquier persona que tenga una remota opinión conservadora es tratada como un descarrilado, como alguien que no es normal”.

Es lo que hay. La capacidad de debatir, de reconocer que el adversario puede tener razones que no comparto y que me interesaría escuchar para enterarme y así poder modificar mi posición o fundamentarla aun más, está por los suelos. Es la hora de la simpleza: “¿Republicano? Idiota. ¿Demócrata? Tipo listo”. Punto. No hay que liarse.

Es así que Rebollar, si quiere tener paz, ya puede ir rectificando su filiación política, porque Trump ha dicho alto y claro que el muro con México va adelante y que deportará millones de inmigrantes del sur, ergo, si eres mexicano, entenderás que no puedes ser otra cosa que anti-Trump, esto es, demócrata. Solo que, si el joven sabe leer, ve telediarios y más o menos se informa sobre lo que ocurre a su alrededor, tendrá a la mano el argumento de que un demócrata, tipo simpático, cool, expulsó de EE.UU. a tres millones de indocumentados no hace mucho, y así podrá comunicarlo a quienes le increpan. El problema es que los argumentos sirven de poco si no encuentran una oreja por donde colarse, y quienes están convencidos de ser depositarios de la verdad absoluta en materia política, tienen un muro como el que anhela su odiado presidente, pero en el oído.

Por desgracia, el apriorismo vuelve a hacerse regla. Si hace más de 60 años era un oscuro senador republicano el que decidía quiénes eran los buenos y los malos americanos, hoy son ciertos ambientes y grupos de tendencia progresista, marcados por lo “políticamente correcto”, los que se invisten de la autoridad para decretar quién está in y quién out; quién es, sin discusión, un fascista, y quién “uno de los nuestros”. Sin medias tintas.

Con seguridad, si el conocido juramento a la bandera de las barras y las estrellas volviera a redactarse hoy; si el encargado de escribirlo fuera uno de los que apuntan el índice contra Diego, Jennifer y Shep; si fuera un tiquismiquis apegado al guion de lo que es adecuado o no decir; un entusiasta, en fin, de la nueva censura, veríamos que la promesa de lealtad a una república “con libertad y justicia para todos” estaría enmendada con un “para todos los míos”, y así la repetirían los escolares estadounidenses cada mañana, mirándose de reojo.




La capital macedonia de las “fake news”

El tema de las fake news (noticias falsas) ha cobrado fuerza desde el triunfo de Donald Trump en las pasadas elecciones de EE.UU., “apoyado” –por obra y gracia de los creadores de falacias– por alguien tan poco sospechoso de simpatizar con sus propuestas migratorias, como el Papa Francisco. El pasado 4 de diciembre, el alcance de los bulos de campaña se pudo palpar en la irrupción de un hombre armado en una pizzería en Washington. El sujeto dijo querer “investigar” la relación entre ese restaurante y una trama de explotación sexual de menores a la que estaría vinculada la propia Hillary Clinton. Una mentira como un pino.

Lo interesante es saber que muchas de las invenciones en torno a la pugna electoral norteamericana tomaron forma en un sitio muy, pero que muy lejano: en Macedonia. Una periodista de la BBC ha viajado a Veles, un pequeño pueblo de ese ya muy pequeño país, y ha podido constatarlo: cientos de chicos allí se han entretenido en fabricar noticias falsas y difundirlas para ganarse unos euros. “Los americanos adoran nuestras historias y nosotros hacemos dinero de ellas. ¿A quién le importan si son verdaderas o falsas?”, dice a la reportera un universitario que se esconde tras el pseudónimo de Goran.

El pasado verano, según le explica, Goran comenzó a colgar en las redes historias sensacionalistas, a veces plagiadas de sitios web de derecha estadounidenses. Tras copiar varios artículos, los empaquetó bajo un titular atractivo y pagó a FB para que los publicara. Cuando los usuarios estadounidenses leían sus historias, les daban like y las compartían, él ganaba algo por concepto de la publicidad inserta en el sitio. En un mes, y gracias a este peculiar “trabajo”, le ingresaron 1.800 euros, pero otros colegas suyos, más entregados, han llegado a ganar hasta mil por día. “A los adolescentes de nuestra ciudad no les preocupa cómo voten los americanos –señala–. ¡Solo están satisfechos con que están ganando dinero y pueden comprar ropa y bebidas caras!”.

La magnitud del fenómeno en Veles es tal, que uno de cada tres estudiantes confiesa a la reportera que conoce a alguien metido en el ajo de las fake. Uno de los chicos entrevistados le dice que trabaja hasta 8 horas cada noche para sacar adelante su paquete, y que luego se va a la escuela. Por su parte, una colega freelance local le informa que ha identificado a siete equipos que fabrican noticias, pero que son cientos los estudiantes que lo están haciendo por su cuenta. A pesar de tanta evidencia, el alcalde, orgulloso del espíritu emprendedor de los jóvenes del pueblo, se irrita cuando se le interroga sobre el asunto: “No hay dinero sucio en Veles”.

Mientras esperamos por que se desvele algún día la fórmula macedonia para la generación espontánea de miles de euros, valdría sugerir a la cadena británica que no pierda de vista a esa localidad y que envíe de nuevo a la reportera dentro de unos años a ver qué ha sido de varios de sus jóvenes  “emprendedores” –ahora enfocados en las campañas políticas macedonia, croata y serbia–. Si la moralidad ha hecho las maletas y se ha marchado del todo, convendría pasar primero por la comisaría…




Mons. Gómez, el arzobispo de los sin papeles

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CC: Tomás Castelazo

El arzobispo de Los Ángeles, Mons. José Gómez, ha sido elegido vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, lo que ha sido interpretado como un “desafío” a las propuestas de Donald Trump en materia migratoria. Pero el enfoque político no es el mejor para desentreñar lo que tienen en mente los obispos norteamericanos en estos momentos.

En 2013, Mons. Gómez, de origen mexicano, publicó un libro en el que defendió la necesidad de hacer una reforma integral del sistema migratorio de EE.UU. En un debate en el que pesa mucho el afán justiciero de castigar a quienes entraron de forma ilegal en el país, la audacia del arzobispo fue plantear el asunto en términos de justicia: el statu quo migratorio –sostuvo– es inadmisible porque “ha permitido crecer en los márgenes de la sociedad (…) a millones de hombres y mujeres que viven como siervos permanentes”.

Y añadió: “Por poco dinero trabajan en nuestros restaurantes y en nuestros campos; en nuestras industrias, jardines, hogares y hoteles. Les falta la protección social suficiente frente a la enfermedad, la discapacidad o la vejez. (…) Sirven como niñeras y cuidadoras, pero sus hijos no pueden obtener un empleo [con contrato] o estudiar en la universidad porque sus padres los trajeron de forma ilegal al país”.

La perspectiva moral de Gómez enriquece el debate sobre la reforma migratoria, sobre el que no existe –como él mismo recordó– una “solución católica”. Las discrepancias en esta materia entre el nuevo presidente de EE.UU. y los obispos están claras. Sin embargo, interpretar la elección de Gómez como un desafío a Trump es quedarse corto: hay otras muchas personas a las que quiere interpelar.

La situación actual de quienes entraron de forma ilegal en el país solo es un aspecto del debate migratorio. Pero no sería justo pasarlo por alto.




Una “primavera católica” al Democratic style

Los católicos estadounidenses no encuentran en la campaña presidencial de su país “dónde recostar la cabeza”: de un lado, topan con un candidato con escasa continencia de sus impulsos y nada enterado de cuestiones éticas; de otro, con una candidata en cuyo equipo de campaña militan personas que cocinan ideas sobre cómo minar desde adentro a la comunidad cristiana.

Lo ha revelado Wikileaks y lo reproduce The Catholic Herald: en 2012, en un cruce de e-mails con John Podesta, jefe de la campaña de Hillary Clinton, Sandy Newman, de Voices for Progress, le planteaba a este su deseo de que los católicos “reclamen ellos mismos el final de una dictadura medieval y el comienzo de un poco de democracia, con respeto a la igualdad de género en la Iglesia católica”. Las frases acuñadas por Newman tienen resonancias egipcias o tunecinas: se necesitaba una “Primavera católica” y que se sembraran las “semillas de la revolución”.

Algo pesimista –y aquí viene lo más asombroso–, el señor Podesta le explicaba su particular labor de zapa: “Nosotros creamos Catholics in Alliance for the Common Good, precisamente para eso. Pero creo que les faltó liderazgo para hacerlo. Como [le faltó a] Catholics United. A semejanza de la mayoría de los movimientos de las primaveras, pienso que este tiene que ir de abajo arriba”.

En otros mensajes, esta vez entre Jennifer Palmieri, directora de Comunicación de la campaña de Clinton, y el estratega demócrata John Halpin, estos hacían burla de los políticos conservadores católicos, “muchos de ellos conversos”, que han sido “atraídos a la fe” por términos como “pensamiento tomista” y “subsidiaridad”. “Suenan sofisticados porque nadie sabe de qué diablos están hablando”, soltaba Halpin.

Con todos estos curiosos comentarios y revelaciones sobre la mesa, a Halpin le ha faltado tiempo para decir que todo ha sido sacado de contexto y que los involucrados en esa cadena de e-mails son “tolerantes y respetuosos”. Pero el arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, que ha tomado nota de todo, opina no sin ironía que “sería maravilloso que la campaña de Clinton repudiara el contenido de estos horribles correos de Wikileaks. Todos nosotros, retrógrados católicos que realmente creemos lo que enseña la Iglesia, le estaríamos muy agradecidos”.