El camaleónico discurso abortista

A los activistas pro-aborto les gusta presentarse como una comunidad unida en torno a un mensaje nítido, universal y emparentado irrevocablemente con el progreso: la liberación de la mujer. Por eso, resulta desconcertante –o, más bien clarificador– que sus argumentos para defender ese supuesto absoluto varíen tanto, según dónde se produzca la polémica.

En algunos países se pide la liberalización del aborto para reducir la alta mortalidad materna asociada a las prácticas clandestinas. Este argumento no se emplea en Chile o Irlanda, porque allí se ha demostrado que una legislación provida es perfectamente compatible con que mueran muy pocas madres (menos que en otros lugares con leyes más laxas): la clave está en la calidad del sistema sanitario.

En otros lugares se arguye que el aborto es una manifestación del derecho de la mujer a hacer lo que quiera con su cuerpo. Pero este argumento tampoco es el mejor en países como Polonia, donde se ha propuesto cambiar la legislación: según las encuestas, un 73% de la población está conforme con la ley actual, que solo permite abortar en casos de violación, incesto, riesgo para la vida de la madre o malformaciones genéticas en el feto. Es decir, a la mayoría de los polacos les parece que solo debe permitirse el aborto si concurren circunstancias graves, no el aborto a petición.

Por eso, allí los “pro-choice” están subrayando el hecho de que el endurecimiento de la ley haya recibido el apoyo de un partido ultraderechista (aunque el proyecto parte de una iniciativa popular), como si el valor de una postura dependiera de quién la defienda. Quien no cambia de argumento es la Iglesia católica, que en Polonia ha dado su apoyo a la propuesta. Su posición sí es clara, absoluta y universal: la vida del feto tiene un valor en sí misma. Tanto –ni más, ni menos– como la de la gestante. Por eso hay que intentar salvar las dos. Esto no es ser radical, es ser coherente.