En defensa del no lector

Según cuenta Ángeles Espinosa en El País, las autoridades de Emiratos Árabes Unidos se han propuesto inculcar el hábito de la lectura en los ciudadanos. En el nuevo plan, hay ideas interesantes como la total exención de impuestos para los libros, la entrega de una “bolsa de conocimiento” a los niños, o una ley que reserva a los funcionarios un momento de su jornada laboral a leer materias de su especialidad.

El problema es que no siempre están claras las fronteras entre animar y obligar a leer. Así ocurre, por ejemplo, con la exigencia de que las cafeterías de los centros comerciales ofrezcan lecturas a sus clientes.

El celo de las autoridades emiratíes contrasta con la tolerancia de los buenos lectores. Su amor a la lectura les lleva a no forzar a nadie a leer; no quieren ver –no lo soportan– rostros desencajados por la lectura obligatoria.

Como dice Daniel Pennac, “el verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo amar…, el verbo soñar…”. De ahí que en su célebre catálogo de los derechos del lector incluyese, entre otros, el derecho a no leer; a saltarse las páginas; a no terminar un libro…

Esta libertad es la que va forjando a los buenos lectores. Leer por placer, como el que se da un baño caliente de espuma. Leer por el gusto de estar al sol de unas palabras que nos cautivan por su belleza, su musicalidad, su ingenio… “El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”, observa Pennac.