«Estoy harta»

pizarra copiaHasta el gorro. Harta. Así se declara una maestra andaluza que en días pasados soltó toda una proclama reivindicativa ante un grupo de sus colegas, a los que recordó que la misión del docente es instruir, educar, enseñar, y no “aguantar”, que fue lo que le dijo un padre cuando la docente se quejó por el mal comportamiento de su hija.

Entre otras cuestiones, Eva María Romero –que así se llama– manifestó su hartazgo por el menosprecio hacia la labor de los maestros, por la sobreprotección de unos progenitores “que quieren que sus hijos aprueben sin esfuerzo y sin sufrir, sin traumas”, y en general, por cierta actitud social que glorifica “a seres que presumen de su ignorancia” y que “valora a un futbolista o a un ‘nini’ más que a una persona con estudios, respetuosa y educada”.

La profesora advierte que en adelante no volverá a callarse ‘por educación’ ante los excesos, y que responderá en la misma forma en que se dirijan a ella. Quien suscribe, antiguo profesor, la comprende y se solidariza.

Quitando las generalizaciones –que ser futbolista no es automáticamente tener una zapatilla por cerebro, ni todos los “nini” lo son por voluntad propia–, cierto es que el sentido común y la meritocracia han conocido mejores días. Si el profesor pone tareas, es para “amargarle la vida” al chico; si el estudiante está armando una batahola en clase, hay que contenerse y no expulsarlo porque lo punitivo es “antipedagógico”, así que todos a aguantarse. Y de este modo vamos, temiendo siempre que chiquillos no suficientemente controlados en casa y dejados a su aire en el colegio nos peguen un empujón en la calle, quizás sin intención pero sin disculparse; o que no se enteren de por qué es correcto cederle el asiento en el transporte público a una septuagenaria. Seres empáticamente nulos, por tanto, de cuidado…

Dos jóvenes de esta camada –youtubers para más señas– han atraído la atención de los medios en fecha muy reciente. Uno, de Alicante, se hacía grabar mientras insultaba gratuitamente a otras personas por la calle, hasta que un repartidor al que llamó “cara’anchoa” le cruzó el rostro de una bofetada. Otro, catalán, se filmó mientras regalaba a un mendigo unas galletas rellenas con pasta dental. Lo curioso es que, ante la reacción de enfado que provocaron en las redes, ambos se manifestaron extrañados, “atacados” por haters (odiadores, vamos, que ya con tanto inglés…). Y ahí está el peligro: en su absoluta falta de discernimiento sobre la calidad de sus acciones, típico resultado de una educación consentida y regalona.

Pero volvamos sobre el dato: se trata de youtubers, y su declarado objetivo con acciones tan degradantes era atraer viewers (espectadores) y, claro, ganar dinero. Aquí conectamos con la denuncia de Eva, dada la absurda realidad de que algunos sujetos ignorantes de las normas sociales más elementales son vistos como modelos imitables. Si hubo muchos que detestaron las “travesuras”, también hubo quienes las aplaudieron.

Lástima que estos sean los moldes, cuando deben ser otros. Por ejemplo, los propios maestros. Precisamente una campaña de la empresa Blinklearning va en esa dirección: en la de recordar al público que los verdaderos influencers no son aquellos que, en las redes, se tatúan un trozo de pizza en el brazo, o bailan determinado ritmo e invitan a otros a repetirlo, sino los que “marcan nuestra sociedad generación tras generación”, porque “influyen en quiénes harán las leyes, dirigirán los bancos, en los artistas que cambiarán la visión del mundo y en los guionistas de TV”; gente que afecta “vidas, sociedades y países, incluso civilizaciones; personas como tú y como yo, pero con un poder extraordinario”.

Es hora, pues, de caer en la cuenta de quiénes son los verdaderos protagonistas del cambio. Porque si se les arrincona, si no se les reconoce autoridad, a los chicos no les faltarán otros modelos, tristes ciberbufones que hacen de la maldad una “virtud” a imitar.