Paranoias mortales

Una veintena de representantes republicanos estadounidenses jugaban al béisbol el 14 de junio en Alexandria,  Virginia, cuando les sobrevino una tempestad de plomo. El atacante apretó el gatillo de un rifle AR-15, un arma ya casi “familiar” para la prensa por haber estado involucrada en algunas de las más sonoras masacres de los últimos años, como el ataque a la discoteca de Orlando –del que nuestro inigualable Alberto Garzón culpó como causa primera al “heteropatriarcado”–, o el que segó las vidas de 20 niños de 6 y 7 años en una escuela de Newtown, Connecticut, a finales de 2012.

Llaman la atención las declaraciones de un apasionado defensor de las armas, el representante republicano Tom Garret, para quien prácticamente fue una “suerte” que hubiera policías allí para pararle los pies al atacante y que solo resultara herido su correligionario y también legislador Steve Scalise (por cierto, un fervoroso proarmas). “Si no hubiera habido un líder de la Cámara de Representantes allí (en alusión a Scalisse), no habría habido policías presentes y todo hubiera derivado en el mayor acto de terrorismo político en años, o en el mayor de la historia”.

Fue precisamente Garrett quien presentó semanas atrás un proyecto de ley, aún en trámite, para que en el Distrito de Columbia, sede de las principales instituciones políticas y judiciales de EE.UU., se aliviaran las restricciones a la tenencia y portación de armas. Según se infiere de la postura del republicano, los legisladores que iban a jugar béisbol deberían haber tenido la posibilidad legal de llevar, además de guantes, pelotas y bates, una Magnum colgada al cinto. Pero las leyes, ¡ay!, los injustos límites de las leyes que no nos dejan cargar con la pistola a dondequiera…

El razonamiento de Garret no es demasiado complicado: sea que estés bailando en una disco, cavando un pozo o cenando en un restaurante, tienes que llevar tu arma y estar listo para responder, porque nadie lo hará por ti. Como si estuvieras en Mogadiscio o en Trípoli. Su inquietud no es qué diablos hacen 10 millones de rifles de asalto AR-15 en los hogares estadounidenses, sino por qué no hay más de estos mortíferos artefactos en manos de más personas. De las personas correctas, claro, de esas que nunca jamás las extraviarán ni les serán robadas, y que sabrán utilizarlas para neutralizar a los malos, ¡exclusivamente a los malos! Según Garrett, si su proyecto de legislación ya estuviera en vigor, “hubiera permitido a las personas amantes de la ley defenderse ellas mismas” en el estadio.

El misterio, sin embargo, es por qué, a pesar de haber 300 millones de armas de fuego en poder de civiles, no dan abasto para fulminar a los villanos, pues una cifra anual de 30.000 muertes por disparos no es el mejor signo de efectividad de la cada vez mayor libertad para portar armas “por si alguno se atreve conmigo”.

La respuesta por tan poco envidiables números podría estar en una suerte de paranoia cultural que invita a ver, como decía un filósofo bastante pesimista, el infierno en los otros. “The enemy is out there” (“el enemigo está allá afuera”), insisten los filmes, los políticos y los telediarios norteamericanos, y hay que estar preparado para coserlo a tiros en cuanto asome la cabeza.

La mejor muestra de cuánto cala el mensaje nos la ofrece un reportaje televisivo de esos que persiguen la vida y hazañas de los que se han ido a vivir en el exterior en busca de mejores horizontes: un matrimonio español, asentado en EE.UU., tiene en casa todo un arsenal de rifles y pistolas, tanto para la caza como para “por si acaso”. ¿El punto? Que cuando vienen a España, cuyo índice de criminalidad es el tercero más bajo de la UE, se traen al menos una de sus armas: “Así nos sentimos más seguros, porque nunca se sabe”.

Podrían ahorrársela. El enemigo, la percepción de peligro extremo e inminente, viaja con ellos. Y vive en casa de Garret, y en la de Scalise, y en la de…