SuperMarx

marx1El rostro de Carlos Marx –a primera vista no muy diferente del de un escurridizo gnomo o el de un Santa Claus sin renos– nos es bastante familiar a quienes hemos nacido bajo sistemas ideológicos inspirados en su prédica. En sociedades para las que El manifiesto comunista era una suerte de biblia a la medida, la efigie del filósofo alemán aparecía lo mismo en la escenografía de un congreso en Cuba que en los enormes carteles que adornaban las paradas militares en Moscú, en los sellos de correo checos y yugoslavos y hasta en Tiananmen, la megaplaza de Pekín donde “no pasó nada en 1989”.

La noticia viene ahora de Alemania, pero también de China: el gobierno de este país quiere regalarle una estatua de Marx a la ciudad alemana de Tréveris, cuna del pensador. Será en bronce y tendrá 6,5 metros de altura. ¿El motivo? Homenajear a Marx en el bicentenario de su nacimiento, en 2018.

El punto es si la ciudad acepta o no el regalo. La agencia Deustche Welle ha preguntado a residentes en la localidad qué tal la idea –al alcalde, el socialdemócrata Wolfram Leibe, le parece genial–, y ha encontrado opiniones diversas. Una de ellas, muy recurrente, es la objeción al tamaño: más de seis metros es demasiado. Aunque depende. Para la iconografía comunista, que carece de dioses tradicionales, ponerle unos metros más a la figura de sus iconos ideológicos es, de cierta manera, dotarlos de esa cualidad divina que, paradójicamente, les niega su propia concepción materialista de la vida. Además, quien hace el ofrecimiento es China: ¿qué esperar: un Marx de 1,80?

En efecto, allí donde sobreviven, las megaestatuas comunistas continúan siendo un símbolo de la pujanza del ya desaparecido sistema –del que, como las ondas gravitacionales del Big Bang, quedan algunos ecos–. En Cuba, por ejemplo, el mayor parque de atracciones de La Habana no tiene nada que ver con Mickey Mouse, sino con el líder de la Revolución de Octubre, Vladimir I. Lenin, a quien se dedica allí una marmórea cabeza de proporciones descomunales. Entretanto, en la alemana Chemnitz –otrora bajo influencia soviética– ha quedado también una cabeza, pero de Marx, a la que los habitantes de la ciudad no dudaron en colgarle una camiseta de la selección y pintarle las mejillas con los colores de la bandera germana durante el Mundial de Fútbol de 2014.

Ahora bien, antes de instalar el obsequio chino en Tréveris, el ayuntamiento ha preferido consultar a la gente, que mientras se lo piensa, podrá “disfrutar” de una maqueta en madera del barbudo filósofo con las mismas medidas de la escultura original. Para algunos trevirianos, sin embargo, habría un reparo más allá de la demostradamente fallida ideología marxista: el de quien ofrece el regalo. Uno de los consultados por DW refiere que solo cuando Pekín respete como se debe la libertad y los derechos humanos, será posible aceptar el presente; no antes. Claro que, si la alcaldía se atuviera a este principio, con seguridad la escultura no zarparía de China jamás, ni en esta vida ni en la futura.

Si el público termina aceptándola, pues nada: Marx no fue Stalin, ni Pol Pot, ni Mao. Fue un teórico que, como bien explicó Benedicto XVI, se quedó “corto”: “Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo”, señalaba Ratzinger en la encíclica Spe salvi, y añadía que el problema de su compatriota había sido olvidar la libertad del hombre: “Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es solo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo solo desde fuera, creando condiciones económicas favorables”.

Un hombre, en fin; un pensador, un ser falible, hecho escultura caminante, victoriosa… Como si sus ideas no hubieran fracasado en el mismo país en que nacieron y aun en aquel que comisiona estatuas para honrarlo y que juega a un capitalismo primario y casi posfeudal. Que decida la gente, pues, en Tréveris, y en China que se convenzan: si el bronce cobrara vida allí mismo, SuperMarx volvería a morir súbitamente, angustiado y perplejo.




Las manos de Merkel

Un fotomontaje publicado en Twitter por el líder ultraangela_merkel_handsderechista holandés Geert Wilders muestra a una Angela Merkel con el rostro y las manos ensangrentadas. En opinión de Wilders –y del británico Nigel Farage, y de varios políticos alemanes críticos con la acogida a los refugiados sirios, afganos, africanos, etc.– en la canciller germana reside toda la culpa por el atentado terrorista del pasado 19 de diciembre en un mercadillo navideño berlinés.

Ciertamente, en una masa tan enorme de refugiados como la que tocó a las puertas de Europa en 2015 (solo en Alemania entraron 1,5 millones), no es raro que el Estado Islámico haya “colado” a algunos de sus asesinos –por desgracia, el “¿son todos trigo limpio?”, del cardenal Antonio Cañizares, ha demostrado su pertinencia en más de una ocasión–.El último atacante, el tunecino Anis Amri, que acaba de morir en Milán en un tiroteo con la policía italiana, no había entrado en esa ola, sino en 2011, pero era seguido de cerca por la policía alemana, que ya había intentado deportarlo al no cumplir con las condiciones necesarias para obtener asilo. Túnez, sin embargo, negó que fuera ciudadano suyo y no aceptó recibirlo, por lo que Alemania, que es un Estado de Derecho y no dispone de la tecnología para evaporar personas, tuvo que dejarlo estar.

Habrá que decir, primeramente, que lo de las manos ensangrentadas de Merkel es una crítica cuando menos injusta. La canciller alemana no salió “de compras” en 2015 y regresó con refugiados a casa. De hecho, cuando la crisis de los desplazados no había alcanzado aún la magnitud de finales del pasado año, había rechazado ante las cámaras de TV el pedido de una niña palestina –refugiada con su familia en el Líbano, pero con un asilo temporal de cuatro años en Alemania–, para permanecer en el país. No es, pues, que le entusiasme la acogida “al por mayor”.

Lo que sucede, sin embargo, es que un Estado moderno y democrático tiene, felizmente, una “debilidad”: no puede detener por la fuerza el avance de un millón de civiles desarmados que se presenten en su frontera. Si estuviéramos en el siglo XIX y gobernara Otto von Bismarck, este desplegaría un batallón del ejército prusiano y, a cañonazos, echaría atrás el contingente de hombres, mujeres y niños llorosos, hambrientos y muertos de frío. Como las reglas han cambiado, es imposible garantizar de esa manera la inviolabilidad de las fronteras. No lo ha hecho Merkel ni, con seguridad –en el hipotético caso de que fueran primeros ministros– podrían hacerlo Farage ni Wilders, ni tampoco los adversarios que le han brotado por la derecha a la canciller, los de Alternativa por Alemania, que tampoco se han ahorrado la expresión “los muertos de Merkel” para aludir a los asesinados en Berlín.

Por otra parte, los críticos harían bien en darse cuenta de que la normalidad, la paz en las calles europeas, no existe por generación espontánea, sino porque las fuerzas de seguridad están volcadas haciendo su trabajo y frustrando constantemente maquinaciones de atentados. En la madrugada del día 23 de diciembre, por ejemplo, dos jóvenes kosovares fueron detenidos en Duisburgo (oeste) por sospechas de que preparaban un ataque en un gran centro comercial. Los detalles de cuán avanzados estaban en sus preparativos ya se conocerán, pero pronto no habrá demasiado ruido sobre el tema.

Lo que hace ruido, y mucho, es el rastro de sangre de los ataques, pero afortunadamente estos no son la norma. Y no lo son por la eficacia de las fuerzas de seguridad: de seres humanos que, aunque conocen su trabajo, también pueden ser falibles y que, además, para evitar que las libertades de todos retrocedan, saben respetar ciertos límites. Aunque algún pillo siempre habrá que busque fisuras en el muro para atravesarlo y cometer sus crímenes.

Las manos ensangrentadas, en todo caso, serán las suyas, no las de Merkel.




“Cinco minutos para medianoche”… de terror

Una expresión muy alemana: “cinco minutos para medianoche”, revela la inminencia de un suceso. Si lo que se viene es tan trágico como la voladura de un tren o de una sala de aeropuerto, aun esa mínima y figurada anticipación es válida si sirve para frustrar el crimen.

El lunes 10 de octubre fue una de esas ocasiones en las que apenas quedaban “cinco minutos”: la policía germana reveló la captura de un ciudadano sirio de 22 años, Jaber Albakr, que se aprestaba a utilizar un kilo y medio de explosivos en un ataque contra la red de transportes del país. El joven, que había obtenido el estatus de refugiado, se les había escurrido a casi 700 agentes, y únicamente la colaboración de otros refugiados sirios –que lo redujeron y avisaron a la policía– posibilitó su arresto en Leipzig, a 85 kilómetros de donde había sido avistado por última vez.

El ataque escasamente “martirial” de Albakr hubiera sido una mota negra más en la hiena del yihadismo que acecha a Alemania y que de vez en vez lanza una dentellada. Solo en julio hubo tres incidentes: un  sirio, solicitante de asilo, hizo estallar un explosivo en Ansbach, Baviera. Otro coterráneo suyo –con antecedentes violentos, según se comprobó después– asesinó a machetazos a una mujer en  Reutlingen, Baden-Württemberg, y en un tren de la también bávara Wurzburgo, un refugiado afgano de 17 años atacó a varios pasajeros con un cuchillo y un hacha.

Vale: los criminales no son mayoría entre quienes huyen de la guerra –de hecho, fueron compatriotas de Albakr, agradecidos de la hospitalidad germana, quienes lo detuvieron–, pero la advertencia del cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, ha demostrado ser no “xenofobia”, sino sentido común. Un año atrás, su exhortación a ser “muy lúcidos” y a cuestionar si todos los que llegaban a Europa eran “trigo limpio” le valió insultos e intentos de demanda judicial por parte de algunos buenistas de la política y de las ruidosas tertulias televisivas.

Los hechos, sin embargo, son tozudos, y Alemania puede atestiguarlo. ¿Alguien, como quien no quiere la cosa, se apunta a pedirle disculpas a Mons. Cañizares?