La hora de los tiquismiquis

Un romance de tintes palaciegos en la Rusia de los zares es el hilo conductor de una película que no ha gustado a sectores nacionalistas y religiosos en el país euroasiático, y que ha dado pie a protestas y a hechos abiertamente delictivos. El filme tiene algunas escenas eróticas, aunque seguramente no tan gruesas como para justificar que alguien lance un camión con bombonas de gas contra una sala de cine –lo que ya sucedió en la ciudad de Ekaterimburgo–, o que le quemen el coche a un abogado del director y que amenacen de muerte a este, a los protagonistas y aun a los dueños de las salas de exhibición.

La historia de Matilda cuenta la relación entre una bailarina polaca y el futuro zar Nicolás II, fusilado por los comunistas tras la revolución de octubre de 1917. Lo de ambos fue una historia prematrimonial –el joven terminó casado en 1894 con una princesa alemana, Alix de Hesse-Darmstadt, mientras Matilda Kshesinskaya lo hacía con un primo de aquel–, y algunos de sus detalles han escandalizado porque Nicolás II es, desde 2000, santo de la Iglesia ortodoxa rusa.

Algunos medios, como la Deutsche Welle, han destacado “el odio y la violencia” de que son portadores los manifestantes contra el filme. Y sí: ambos impulsos denotan un fanatismo que impide ver en la figura del último zar a una persona falible; a un gobernante que se desentendió bastante de las necesidades de su pueblo, que apartó los ojos de las masacres sufridas por quienes reclamaban pan y derechos, y que, con ello, favoreció indirectamente el auge de los bolcheviques y su ascenso el poder en 1917. Ahora, para algunos en la Rusia postsoviética, la figura de un emperador-mártir parece alzarse como la de un redentor de la nación y un valedor de la fe que, tras el oscuro paréntesis comunista, regresa en forma de icono a confirmar a sus compatriotas. Su existencia, un cuasi evangelio.

Que no se permita cuestionar la vida del zar en un filme pudiera calificarse de extremismo de matriz religiosa. Y hay quienes, por resonarles aquello de “el opio del pueblo”, se encogerán de hombros ante las acciones de los más exaltados: “¿Podía esperarse otra cosa de esta gente supersticiosa?”.

En realidad, la ceguera a los argumentos de los demás y el deseo de acallarlos a cualquier precio no es patrimonio religious only. Si en algún momento histórico la posibilidad de disentir, de plantear posturas que no siguen la corriente dominante ha sido vista con suspicacia y reprobación, es en esta época. En un reciente artículo publicado en El País, de título más que ilustrativo – “Demasiados cerebros de gallina”–, el escritor Javier Marías citaba una encuesta efectuada a millennials estadounidenses: solamente un 30% de ellos consideró que la libertad de prensa era “esencial” en un régimen democrático. Asimismo, de los estudiantes que se dijeron afines al Partido Demócrata, un 62% señaló que era perfectamente admisible callar a gritos a un orador si su discurso desagradaba al oyente. Si había que emplear la fuerza física para proteger a este último de afirmaciones “ofensivas o hirientes”, entonces un 20% se apuntaba gustoso a la tarea. En una sociedad que siguiera al dedillo los parámetros deseados por estos jóvenes, “como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios”.

Por desgracia, sin embargo, no hablamos de circunstancias hipotéticas. En las propias universidades de EE.UU. se ha vuelto una odisea intentar plantear algo que roce mínimamente las sensibilidades del auditorio en sentido contrario a lo que desea escuchar. Y no hablamos ya de las acciones violentas para boicotear a oradores que manifiestan algún tipo de simpatía por el presidente tuitero –en esto, la californiana Universidad de Berkeley se lleva la palma del alboroto–, sino del acoso que puede sufrir un estudiante cristiano por pretender hablar de su fe.

Le sucedió a Chike Uzuegbunam, un chico en la Universidad de Georgia: en las afueras de la biblioteca, Chike distribuía tratados evangélicos y hablaba sobre lo pasajero de la vida terrena, hasta que la dirección del centro le ordenó cesar, por no hacerlo en las denominadas “áreas de libre expresión” de la universidad. El joven obedeció, reservó un sitio en una de esas zonas y siguió con su prédica, hasta que otros estudiantes dijeron sentirse “incómodos” con el mensaje y la administración concluyó que su actividad perturbaba la paz.

Hoy, el Departamento de Justicia representa al joven en una demanda contra el centro de estudios. Y a un personaje tan poco simpático como el Fiscal General, Jeff Sessions, habrá que concederle que estuvo acertado días atrás cuando, ante estudiantes de Georgetown –muchos de ellos con cinta adhesiva sobre los labios en protesta por su presencia–, afirmó que la universidad estadounidense, antes sitio de debate y de libertad académica, “se está transformando en un eco de la corrección política y del pensamiento homogéneo; en un refugio para los egos frágiles”.

Así pues, dondequiera cuecen habas: intolerantes y tiquismiquis los de Rusia, otro tanto los de Berkeley, Georgia y Georgetown. Religiosos y conservadores unos, liberales o ateos los otros, todos tienen una misma respuesta para el que les “ofende”: la anulación. Son malos días para las neuronas.




“Inodoro, una historia de amor”

Que sí, que usted ha leído bien el titular. Inodoro, una historia de amor ha sido el filme de mayor éxito en la India este verano, al punto de que en sus primeros seis días recaudó en taquilla unos 11,2 millones de euros.

Inodoro… nos cuenta la historia de una pareja de recién casados: el apuesto Keshav y la hermosa Jaya. En cuanto la chica hace la maleta y se va a vivir a casa de su marido, descubre que allí no hay servicio sanitario y no soporta la idea de tener que ir a aliviar el vientre en medio del campo, en la oscuridad de la noche. Toma la puerta y se larga a la casa paterna: no regresará con Keshav hasta que construya uno.

El joven se pone, pues, manos a la obra, pero su padre –que se pregunta “¿cómo podemos construir un retrete en el mismo patio en que rezamos?”– se confabula con la asamblea vecinal y aprovecha la oscuridad nocturna para destruirlo. Jaya plantea entonces el divorcio, el caso llega a los medios, las autoridades se enteran y, poco después, se comienzan a edificar varias letrinas en la aldea. Para ese entonces, el padre de Keshav ya está arrepentido de su acción, pues su propia esposa ha pegado un resbalón y se ha dado una torta en medio de la noche al salir apurada de casa… por imperiosa necesidad.

El caso está tomado de una historia real, la de Anita Narre y su esposo Shivram, residentes en el estado de Madhya Pradesh. Aunque más bien podría hablarse de millones de historias, si no idénticas, muy parecidas al menos en algunos aspectos. En 2014, año en que el gobierno del primer ministro Narendra Modi inició la campaña nacional Swachh Bharat (India Limpia) para construir retretes y erradicar el hábito de defecar al aire libre, The Economist refería que unas 130 millones de viviendas no contaban con un servicio sanitario, y que, de las 1.000 millones de personas en el mundo que no disponían de uno, 600 millones vivían en la India. Añádase un dato aun más terrible: según UNICEF, la mitad de los casos de violación de mujeres y niñas en la India ocurren cuando estas salen a aliviarse fuera de casa.

¿Falta de recursos? Pues no exactamente. Un grupo de investigadores de una universidad de EE.UU. que realizó un trabajo de campo en el país asiático, halló que muchos consideraban que tener el baño dentro de casa era “contaminante” y signo de impureza –justo el argumento del padre de Keshav–, y que irse a campo abierto a hacer lo que la discreción aconseja hacer en privado era una actividad recomendable, que confería “fuerza y vigor” a los hombres.

Justo para despejar campos y ciudades de tantas manifestaciones de “vigor”, fue que surgió la campaña del gobierno. Por ello algunos ven, tras la “escatológica” comedia del director Shree N. Singh, la mano de Narendra Modi y el Swachh Bharat, y un modo algo peculiar de tratar el asunto. “La urgencia del tema es innegable –afirmaba un crítico en un canal de televisión local–, pero seguramente hay maneras más sutiles y menos serviles de hacerle entender esto a la gente”.

Pudiera ser, pero ¿algún problema con esto? La realidad es que, pese a la campaña iniciada en 2014, todavía 500 millones de indios salen varias veces al día a la intemperie, y no precisamente para tomar el fresco. Que se dedique una película a promover la higiene y que se haga en el tono más jocoso posible, puede, por ese magnetismo tan propio de las estrellas de Bollywood que empuja a muchos a imitarles, llegar a modificar conductas…

Y a limpiar un país, ¿por qué no?




El crepúsculo de los cines

El Cine Palafox de Madrid anunció hace unos días su cierre, casi 55 años después de su inauguración con el estreno de Barrabás, película italiana protagonizada por Anthony Quinn. El hecho en sí parece anecdótico, si no fuera una de las puntas de un iceberg más profundo, contra el que ya han colisionado otros cines, hoy convertidos en salas de fitness o supermercados, como el Cine Luchana o los Roxy. Estos naufragios, que incitan al lamento y la nostalgia, pueden ser también ocasión para reflexionar: ¿Cómo ha cambiado nuestro modo de ver cine? ¿Por qué ha cambiado?

En su carta de despedida, Juan Ramón Gómez, presidente de la empresa familiar que ha gestionado el Palafox, denuncia la piratería, la subida del IVA cultural y los cambios tecnológicos como principales causantes del cierre. Entre las tres, la última parece la razón más fuerte: es difícil dar marcha atrás en la tecnología. Se habla de un colapso del sistema de explotación por ventanas, de las cuales la primera es la del cine. Queremos ver la película en el salón de casa, sin tener que pasar por la gran pantalla. “En la actual cultura del acceso instantáneo y potencialmente ilimitado al entretenimiento, esperar tres meses desde el estreno (…) puede parecer una eternidad”, reconoce Ryan Faughnder en Los Angeles Times. Incluso algunos cineastas –como Steven Spielberg, J.J. Abrams o Peter Jackson– se inclinan por potenciar el cine doméstico y apoyan el lanzamiento de Screening Room, un dispositivo con el que ver los estrenos desde casa. Otros, como James Cameron, se oponen al proyecto: “No entendemos por qué la industria querría dar a los espectadores un incentivo para saltarse la mejor forma de experimentar el arte que creamos con mucho esfuerzo”, sostiene Cameron.

Detrás del tira y afloja entre estudios y exhibidores se esconde una sola pregunta, que muchos parecen obviar: ¿Qué aporta el cine? “Lo específico del cine es la generación de lo que se suele llamar un mundo compartido”, escribe Rafael Guijarro. “La sintonía de los espectadores en la sala ante la película que están viendo, anticipa y sugiere la sintonía con cualquier espectador de cualquier otro lugar. Para compartir esa mirada cósmica, aunque solo pueda ser durante un par de horas, es para lo que ha trabajado esa innumerable cantidad de personas”. Guijarro resume así el milagro del cine: “compartir una mirada”; algo que Internet, por global que sea su alcance, no es capaz de proporcionar, al menos no como lo hace la gran pantalla. Ciertamente, el streaming llega a una gran audiencia cada vez mayor, pero también más fragmentada.

Así, el meollo del problema está en esas dos palabras empleadas por Guijarro: compartir y mirar. ¿En qué ha cambiado su significado? A este respecto, Barrabás, la película que abrió el Palafox, sugiere un camino por el que orientar la reflexión: la mirada del personaje de Barrabás, incapaz de compartir con su mujer Raquel (Silvana Mangano) el asombro de ella frente al sepulcro vacío y los lienzos que envolvían al Resucitado, es en cierto modo la mirada del espectador de nuestro tiempo, torpe para alcanzar ese asombro compartido que caracteriza al milagro del cine.