Educando a nuestres hijxs

Quizás intentar reproducir en alta voz la última palabra del titular le recuerde la dificultad que entraña hacerlo con algunos nombres en lengua náhuatl, como el del dios azteca Itztlacoliuhqui. Aunque, visto con optimismo, no hay reto que el hombre –y la mujer–, o en síntesis, lxs humanxs, no puedan vencer.

El cambio en las reglas de construcción gramatical para visibilizar al sexo femenino ha dado recientemente mucho que hablar, gracias, en buena medida, a la irrupción que hizo una conocida política de izquierdas en el campo de la lingüística. Claro que su interesante innovación (portavoza) sería innecesaria si la educación de los chicos y chicas estuviera ya debidamente feminizada y los términos “correctos” nos fluyeran con naturalidad.

Es ahí donde precisamente desea incidir la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras (FECCOO), que en el documento “Ideas para una escuela con perspectiva de género: haciendo de la escuela un espacio feminista”, plantea un grupo de propuestas dignas de examen, entre ellas el uso de un lenguaje “no machista” a partir del género neutro, “e incluso otras maneras que no supongan poner el énfasis siempre en el masculino”, y la eliminación, en los currículos escolares, de las obras de “autores machistas y misóginos”.

Se suma a lo anterior la erradicación de la asignatura de Religión, porque “una escuela feminista es una escuela necesariamente laica”; la unificación de los baños de hombres y mujeres en uno solo –“pueden ser espacios comunes si se nos enseña que lo sean”, y la prohibición del fútbol, ese juego “competitivo” y “excluyente”, en los patios escolares.

Tales ideas, justo es decirlo, se presentan ya bastante atenuadas en el texto de CCOO. La fuente de la que brotaron, el artículo “Breve decálogo de ideas para una escuela feminista”, de la autoría de dos investigadoras, llama a las cosas de modo más directo. ¿Qué religión prohibir en la escuela? Por su nombre: la católica. ¿Autores machistas? Arturo Pérez Reverte, Javier Marías y Pablo Neruda (“cualquiera de sus libros”). ¿Cambios lingüísticos? Muy concretos: hablar en femenino o con el género neutro, verbigracia, “todes”.

Y uno se pregunta si presentar un buen producto con este embalaje asegura compradores, o más bien los aleja.

Pérez Reverte, ¡a la hoguera!

Pasemos rápidamente sobre las disquisiciones lingüísticas. Un mínimo conocimiento de los procesos de formación y desarrollo de la lengua llevaría a entender que a los usos lingüísticos se llega por un consenso tácito: nadie convocó a un congreso para decidir que el mueble de cuatro patas sobre el que colocamos la cena se llamaría mesa, sino que la propia comunidad de hablantes, en un proceso espontáneo y paulatino, terminó acuñando ese vocablo y desechando otras posibilidades. Y de igual modo acuñó artista para los individuos de ambos sexos con habilidades especiales para la creación estética, mientras mandaba quemar en la pira sacrificial a los innovadores que preguntaban “¿y por qué no artisto?”.

Quizás por ello, porque es un proceso al que se hace difícil ponerle bridas, se puede decir que tendrán muy escaso recorrido esas rarezas gramaticales. Y en cuanto a la visibilidad en el léxico, valdría la pena saber qué tal sentaría que se incidiera en ella también en contextos negativos, al estilo de “los alemanes y las alemanas miraron hacia otro lado cuando los nazis comenzaron a hostigar a los judíos”.

Pero ya que hablábamos de hogueras, fijémonos en otra: aquella en la que han puesto a dorarse a Pérez Reverte, Marías y Neruda. Llama la atención que se haga diana en estos autores, cuando seguramente ni Homero, ni Bocaccio, ni Balzac, ni cientos más tomaron nunca en sus manos una escoba para ponerse a la par de su mujer en casa, ni se enteraron jamás de cómo un huevo llegaba al estado de frito.

Habría muchos escritores a los que arrinconar para siempre, según estos criterios. Y no sería, por cierto, la primera vez que se elaborara un listado de autores y libros prohibidos, solo que da un poco de reparo observar cómo quienes se dicen activistas de un movimiento de carácter liberador pretenden emular a los censores de otras épocas y regímenes políticos, y pedir el ostracismo para quienes no se plieguen a lo que, más que un proyecto integrador y de fraternidad, es todo un esquema de “ahora me toca mandar, y a ti, obedecer”.

Me temo que pocas cosas habría menos liberadoras que esconderles a las jóvenes generaciones 40 siglos de literatura “no feminista”, y pocas más cansinas que, puestos a mostrarles de todas maneras ese caudal, irles soltando a los pupilos, a cada paso, hipotéticas advertencias del tipo “el primer contacto de Romeo con Julieta clasificaría hoy como acoso en toda regla”, o “Teresa Panza tendría que haberse podido divorciar cuando el marido se fue a recorrer España en compañía de un chiflado”.

En esa clase, lo juro, no me gustaría estar…

¿Incluir excluyendo?

Quedan otros asuntos. Uno, el fútbol, que en lo personal me distrae tanto como estar sentado una tarde de domingo bajo una palmera en el Sahara, pero que no por ilusionarme tan poco querría verlo desterrado del patio de recreo. El deporte socializa, crea espíritu de colaboración y forja amistades… también entre chicas. ¿Qué hay de aquellas a las que también les gusta perseguir un balón –¡que España tiene un equipo!? ¿Y qué de las que igualmente lo ven en la tele, o se van al estadio a disfrutar de un buen partido? ¿Acaso no son también mujeres?

Quizás, antes de pincharles la pelota a los chicos, convendría animar a las niñas a que también se acerquen. No hace falta demostrar que ellas pueden: con una campeona olímpica española en levantamiento de pesas, no hay modo de articular una “congénita” fobia femenina a determinados deportes. Cuando menos, no debería ocurrir que fueran mujeres quienes precisamente dudaran de la capacidad de sus congéneres, ni quienes promovieran un modelo de “nosotras a la comba y vosotros al balón”. No, insisto, si lo que quiere fomentar es la igualdad.

Por último, está el matiz religioso, ese que no tiene cabida en la escuela feminista, según sostienen las autoras del Decálogo. Cabe aquí un razonamiento sencillo: este católico escribidor observa con estupefacción cómo pretendidas defensoras de la causa feminista le dan un portazo en las narices a su católica esposa, y de paso a otros cientos de millones de mujeres, únicamente por razón de su fe. La pregunta es por qué renunciar a potenciales aliadas al insistir en atacar aquello que estas tienen por sagrado; que hostilidad, “haberla, hayla”, y no suele mostrárseles en igual grado a las creyentes de otras confesiones, por más que en estas se les considere poco más que bienes al servicio de sus maridos.

La realidad, además, es bastante más dinámica que ciertos esquemas. Lo ha demostrado la singular alianza que la Iglesia ha fraguado con el feminismo en el rechazo a la maternidad subrogada, la cual supone la mercantilización del cuerpo de mujeres que, atenazadas por la pobreza, no ven más salida que convertirse en instrumento del “derecho al hijo” que reclama aquel que paga. Una diputada de Podemos aseguraba en El País, en febrero de 2017, que “no existe el derecho a usar a una mujer para que alguien satisfaga lo que es un deseo”, y un obispo español, en sintonía con sus iguales, afirmaba por las mismas fechas que el procedimiento de la subrogación “no respeta la dignidad de la madre de alquiler ni la del niño”. Todos, pues, aparcadas las distancias ideológicas, iban en el mismo barco, en pro de salvaguardar los genuinos derechos de la mujer. ¿A qué viene entonces querer empujar a unos por la borda?

Que no, que no hay de otra. La sociedad, y la escuela como parte fundamental de ella, tienen que adecuarse a los tiempos y poner en valor el papel de la mujer. Pero no hay modo de incluir excluyendo, ni de atraer atemorizando, censurando e imponiendo. Al menos no mientras convengamos que el marco para la realización plena de ellas es, necesariamente, la sociedad democrática.




Nacidos con causa, abortados sin ella

El País traía el pasado miércoles una información sobre cómo está afectando el aborto selectivo de niñas en la India a la balanza demográfica del país. El hecho es conocido (ver Aceprensa, 18-01-2006): la preferencia por los varones tiene causas económicas y culturales. En cuanto a lo primero, las familias entienden que los hombres serán de más ayuda en las tareas del campo. Además, las costumbres relativas a la herencia y al matrimonio –ellas tienen que aportar la dote y son las que se mudan al hogar del marido, con lo que se pierde un salario– hacen que tener una hija resulte más gravoso que un hijo. No obstante, no solo se trata de dinero: el aborto selectivo también se da, de hecho ha empeorado, en las zonas urbanas del país, como Nueva Delhi, donde no influye el “coste de oportunidad” ligado a las labores agrícolas.

 

Sea por los motivos que sea, esta desigualdad en el trato a las mujeres (aunque aún no hayan nacido) solivianta al feminismo, y con razón. No puede haber mayor discriminación que la referida al derecho a la vida. Así, los fetos femeninos han encontrado un aliado en la causa de la igualdad.

 

En cambio, a unos miles de kilómetros de la India, en la igualitaria Europa, algunas feministas están luchando otra batalla: la de que se elimine la protección a la vida de los no nacidos de la Constitución irlandesa, que considera igual de valiosos y dignos al niño y a la madre. El gobierno ha anunciado un referéndum sobre el tema –cabe imaginarse cuál sería la reacción de los que se autodenominan progresistas si el ejecutivo indio hiciera lo mismo–; si gana el sí, se empezará a discutir una ley de despenalización del aborto que incluya un primer periodo –unos dicen que 8 semanas; otros, que 12– sin más restricción que la voluntad de la madre.

 

Porque se trata, según los partidarios del cambio, de proteger el derecho a decidir; el de la mujer, claro. El del niño a la vida (más importante, aunque sea por un simple criterio de necesidad-contingencia) queda en un segundo plano, desamparado sin una causa que lo enarbole.

 

Algunos defensores de la posible modificación legislativa se han apresurado a señalar, no sea que se les malinterprete, que su objetivo es que el aborto en Irlanda sea algo “seguro, legal y poco común”. Precisamente para intentar reducir la incidencia del feminicidio en la India, el gobierno penalizó las ecografías y otras técnicas que revelan el sexo del feto. En Irlanda, con el fin de que el aborto sea “poco común”, se plantea una liberalización total en las primeras semanas. Eso es coherencia.




Madres sin cuota

El Estado francés ha tenido que multarse a sí mismo. Por no haber alcanzado el mínimo fijado de nuevas incorporaciones de mujeres a los cuadros directivos de la administración pública, el Ministerio de Justicia tendrá que pagar 60.000 euros de sanción, y el de Defensa, 120.000. También han sido castigadas tres entidades territoriales, con 240.000 euros.

La llamada ley Sauvadet, de 2012, exige que el 40% de las promociones al nivel superior de la función pública se reserven a mujeres (o a hombres, si son ellos los que están en minoría, cosa que no se da). En 2013, la proporción fue del 32%, y en 2016 subió al 35%, aún por debajo de la cuota mandada. El calendario de aplicación progresiva de la ley ya no concede más gracia, y en un año las administraciones tendrán que cubrir los cinco puntos que quedan hasta el 40%, o sea, casi el doble de lo que han ganado en el triple de tiempo. Y la cuantía de la multa por no cumplir aumentará un 50%.

No es que la administración pública francesa sea un reducto masculino. El funcionariado tiene una amplia mayoría de mujeres: el 62%. Pero no en el nivel superior. Y ahí la desigualdad no es tanto por el sexo cuanto por la maternidad.

Los puestos bajos y medios de la administración permiten, en general, atender bastante bien las obligaciones familiares, mejor que los empleos de categorías equivalentes en el sector privado. En cambio, los altos cuadros de la función pública se ven sometidos a jornadas muy largas y frecuentes cambios de destino; además, para llegar arriba hay que hacer méritos entre los treinta y los cuarenta años. Todo ello deja en desventaja a las madres (también, aunque no en tan gran medida, a los padres; pero en el caso de ellos está más aceptado que no logren conciliar familia y vida laboral).

La socióloga Sophie Pochic, coautora de un libro sobre el tema, dice en Le Monde: “Hay que convertirse en monja o fraile del Estado para acceder a las responsabilidades más altas”. Si lo que se pide, de hecho, es gente sin familia o con familia descuidada, parece claro que la cuota femenina no basta porque no ataca la raíz del problema. Mientras la organización del trabajo no se acomode bien a las necesidades de las madres, ni siquiera en la Administración pública y por mandato de la ley se consigue la igualdad. De hecho, para las madres no hay cuota.




Desproteger a la mujer en nombre del feminismo

El pasado jueves, el Parlamento de la Comunidad Valenciana decidió celebrar el reciente Día Internacional de la Mujer derogando una ley que ofrecía información y apoyo a las embarazadas que quisieran llevar adelante su embarazo. Los partidos que dieron su voto para revocarla (el tripartito gobernante: PSOE, Compromís y Podemos, más Ciudadanos, que se abstuvo)  justificaron su decisión en que el texto “estaba lleno de ideología”, “trataba a las mujeres como menores de edad”, e “interfería en su libre decisión”.

Seguramente, tales acusaciones estaban encaminadas a evitar al ciudadano común la molestia de enfrentarse por sí mismo a una norma tan retrógrada. No obstante, para quien haya desconfiado de las precauciones de los parlamentarios y de su “neutralidad ideológica”, o simplemente quiera formarse un juicio propio, el Boletín Oficial del Estado ofrece el texto de la ley.

Allí se podrá comprobar que la norma, fruto de una iniciativa legislativa popular (cfr. Aceprensa, 3-1-2011), es fundamentalmente un conjunto de medidas destinadas a que las mujeres embarazadas que lo soliciten puedan recibir información adecuada y trasversal –sanitaria, familiar, jurídica, laboral– sobre las ayudas a las que tienen derecho si deciden tener al hijo. Es decir, para que la ley entre en acción hace falta, en primer lugar, que la madre quiera llevar adelante la gestación, y que quiera recibir información. No parece, sin embargo, que esta doble manifestación de la voluntad de la mujer sea suficiente para bajar a los parlamentarios del burro de que la norma “interfiere en su libre decisión”.

Resulta difícil oponerse a cualquiera de las medidas impulsadas por la ley: crear centros de atención a la maternidad en los hospitales, y equipos itinerantes que puedan atender a las mujeres en su domicilio; habilitar un teléfono gratuito de información; dar prioridad en las ayudas a aquellas gestantes con especial riesgo de exclusión social; proporcionar a las menores de edad embarazadas apoyo psicológico antes y después del parto, módulos de educación en la maternidad y formación afectivo-sexual, además de una renta incondicionada; garantizar el acceso a la información a las mujeres inmigrantes, sea cual sea su situación jurídica.

¿Cuál es, entonces, el pecado de la ley? Aunque ninguno de los políticos lo ha señalado, seguramente tiene que ver con la utilización de algunas expresiones peligrosamente provida, como “vida en desarrollo”, y “desde el momento de la concepción”. Esto, ya se sabe, choca con el ortodoxo credo abortista, que de manera clara y científicamente comprobable establece que la vida comienza… cuando la madre lo desea.

Las creencias, la ideología, son importantes, y estos parlamentarios tienen derecho, faltaría más, a basarse en ellas para derogar la ley. Lo que resulta un poco incoherente es que el argumento para hacerlo sea tacharla de ideológica.