Educando a nuestres hijxs

Quizás intentar reproducir en alta voz la última palabra del titular le recuerde la dificultad que entraña hacerlo con algunos nombres en lengua náhuatl, como el del dios azteca Itztlacoliuhqui. Aunque, visto con optimismo, no hay reto que el hombre –y la mujer–, o en síntesis, lxs humanxs, no puedan vencer.

El cambio en las reglas de construcción gramatical para visibilizar al sexo femenino ha dado recientemente mucho que hablar, gracias, en buena medida, a la irrupción que hizo una conocida política de izquierdas en el campo de la lingüística. Claro que su interesante innovación (portavoza) sería innecesaria si la educación de los chicos y chicas estuviera ya debidamente feminizada y los términos “correctos” nos fluyeran con naturalidad.

Es ahí donde precisamente desea incidir la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras (FECCOO), que en el documento “Ideas para una escuela con perspectiva de género: haciendo de la escuela un espacio feminista”, plantea un grupo de propuestas dignas de examen, entre ellas el uso de un lenguaje “no machista” a partir del género neutro, “e incluso otras maneras que no supongan poner el énfasis siempre en el masculino”, y la eliminación, en los currículos escolares, de las obras de “autores machistas y misóginos”.

Se suma a lo anterior la erradicación de la asignatura de Religión, porque “una escuela feminista es una escuela necesariamente laica”; la unificación de los baños de hombres y mujeres en uno solo –“pueden ser espacios comunes si se nos enseña que lo sean”, y la prohibición del fútbol, ese juego “competitivo” y “excluyente”, en los patios escolares.

Tales ideas, justo es decirlo, se presentan ya bastante atenuadas en el texto de CCOO. La fuente de la que brotaron, el artículo “Breve decálogo de ideas para una escuela feminista”, de la autoría de dos investigadoras, llama a las cosas de modo más directo. ¿Qué religión prohibir en la escuela? Por su nombre: la católica. ¿Autores machistas? Arturo Pérez Reverte, Javier Marías y Pablo Neruda (“cualquiera de sus libros”). ¿Cambios lingüísticos? Muy concretos: hablar en femenino o con el género neutro, verbigracia, “todes”.

Y uno se pregunta si presentar un buen producto con este embalaje asegura compradores, o más bien los aleja.

Pérez Reverte, ¡a la hoguera!

Pasemos rápidamente sobre las disquisiciones lingüísticas. Un mínimo conocimiento de los procesos de formación y desarrollo de la lengua llevaría a entender que a los usos lingüísticos se llega por un consenso tácito: nadie convocó a un congreso para decidir que el mueble de cuatro patas sobre el que colocamos la cena se llamaría mesa, sino que la propia comunidad de hablantes, en un proceso espontáneo y paulatino, terminó acuñando ese vocablo y desechando otras posibilidades. Y de igual modo acuñó artista para los individuos de ambos sexos con habilidades especiales para la creación estética, mientras mandaba quemar en la pira sacrificial a los innovadores que preguntaban “¿y por qué no artisto?”.

Quizás por ello, porque es un proceso al que se hace difícil ponerle bridas, se puede decir que tendrán muy escaso recorrido esas rarezas gramaticales. Y en cuanto a la visibilidad en el léxico, valdría la pena saber qué tal sentaría que se incidiera en ella también en contextos negativos, al estilo de “los alemanes y las alemanas miraron hacia otro lado cuando los nazis comenzaron a hostigar a los judíos”.

Pero ya que hablábamos de hogueras, fijémonos en otra: aquella en la que han puesto a dorarse a Pérez Reverte, Marías y Neruda. Llama la atención que se haga diana en estos autores, cuando seguramente ni Homero, ni Bocaccio, ni Balzac, ni cientos más tomaron nunca en sus manos una escoba para ponerse a la par de su mujer en casa, ni se enteraron jamás de cómo un huevo llegaba al estado de frito.

Habría muchos escritores a los que arrinconar para siempre, según estos criterios. Y no sería, por cierto, la primera vez que se elaborara un listado de autores y libros prohibidos, solo que da un poco de reparo observar cómo quienes se dicen activistas de un movimiento de carácter liberador pretenden emular a los censores de otras épocas y regímenes políticos, y pedir el ostracismo para quienes no se plieguen a lo que, más que un proyecto integrador y de fraternidad, es todo un esquema de “ahora me toca mandar, y a ti, obedecer”.

Me temo que pocas cosas habría menos liberadoras que esconderles a las jóvenes generaciones 40 siglos de literatura “no feminista”, y pocas más cansinas que, puestos a mostrarles de todas maneras ese caudal, irles soltando a los pupilos, a cada paso, hipotéticas advertencias del tipo “el primer contacto de Romeo con Julieta clasificaría hoy como acoso en toda regla”, o “Teresa Panza tendría que haberse podido divorciar cuando el marido se fue a recorrer España en compañía de un chiflado”.

En esa clase, lo juro, no me gustaría estar…

¿Incluir excluyendo?

Quedan otros asuntos. Uno, el fútbol, que en lo personal me distrae tanto como estar sentado una tarde de domingo bajo una palmera en el Sahara, pero que no por ilusionarme tan poco querría verlo desterrado del patio de recreo. El deporte socializa, crea espíritu de colaboración y forja amistades… también entre chicas. ¿Qué hay de aquellas a las que también les gusta perseguir un balón –¡que España tiene un equipo!? ¿Y qué de las que igualmente lo ven en la tele, o se van al estadio a disfrutar de un buen partido? ¿Acaso no son también mujeres?

Quizás, antes de pincharles la pelota a los chicos, convendría animar a las niñas a que también se acerquen. No hace falta demostrar que ellas pueden: con una campeona olímpica española en levantamiento de pesas, no hay modo de articular una “congénita” fobia femenina a determinados deportes. Cuando menos, no debería ocurrir que fueran mujeres quienes precisamente dudaran de la capacidad de sus congéneres, ni quienes promovieran un modelo de “nosotras a la comba y vosotros al balón”. No, insisto, si lo que quiere fomentar es la igualdad.

Por último, está el matiz religioso, ese que no tiene cabida en la escuela feminista, según sostienen las autoras del Decálogo. Cabe aquí un razonamiento sencillo: este católico escribidor observa con estupefacción cómo pretendidas defensoras de la causa feminista le dan un portazo en las narices a su católica esposa, y de paso a otros cientos de millones de mujeres, únicamente por razón de su fe. La pregunta es por qué renunciar a potenciales aliadas al insistir en atacar aquello que estas tienen por sagrado; que hostilidad, “haberla, hayla”, y no suele mostrárseles en igual grado a las creyentes de otras confesiones, por más que en estas se les considere poco más que bienes al servicio de sus maridos.

La realidad, además, es bastante más dinámica que ciertos esquemas. Lo ha demostrado la singular alianza que la Iglesia ha fraguado con el feminismo en el rechazo a la maternidad subrogada, la cual supone la mercantilización del cuerpo de mujeres que, atenazadas por la pobreza, no ven más salida que convertirse en instrumento del “derecho al hijo” que reclama aquel que paga. Una diputada de Podemos aseguraba en El País, en febrero de 2017, que “no existe el derecho a usar a una mujer para que alguien satisfaga lo que es un deseo”, y un obispo español, en sintonía con sus iguales, afirmaba por las mismas fechas que el procedimiento de la subrogación “no respeta la dignidad de la madre de alquiler ni la del niño”. Todos, pues, aparcadas las distancias ideológicas, iban en el mismo barco, en pro de salvaguardar los genuinos derechos de la mujer. ¿A qué viene entonces querer empujar a unos por la borda?

Que no, que no hay de otra. La sociedad, y la escuela como parte fundamental de ella, tienen que adecuarse a los tiempos y poner en valor el papel de la mujer. Pero no hay modo de incluir excluyendo, ni de atraer atemorizando, censurando e imponiendo. Al menos no mientras convengamos que el marco para la realización plena de ellas es, necesariamente, la sociedad democrática.




“Inodoro, una historia de amor”

Que sí, que usted ha leído bien el titular. Inodoro, una historia de amor ha sido el filme de mayor éxito en la India este verano, al punto de que en sus primeros seis días recaudó en taquilla unos 11,2 millones de euros.

Inodoro… nos cuenta la historia de una pareja de recién casados: el apuesto Keshav y la hermosa Jaya. En cuanto la chica hace la maleta y se va a vivir a casa de su marido, descubre que allí no hay servicio sanitario y no soporta la idea de tener que ir a aliviar el vientre en medio del campo, en la oscuridad de la noche. Toma la puerta y se larga a la casa paterna: no regresará con Keshav hasta que construya uno.

El joven se pone, pues, manos a la obra, pero su padre –que se pregunta “¿cómo podemos construir un retrete en el mismo patio en que rezamos?”– se confabula con la asamblea vecinal y aprovecha la oscuridad nocturna para destruirlo. Jaya plantea entonces el divorcio, el caso llega a los medios, las autoridades se enteran y, poco después, se comienzan a edificar varias letrinas en la aldea. Para ese entonces, el padre de Keshav ya está arrepentido de su acción, pues su propia esposa ha pegado un resbalón y se ha dado una torta en medio de la noche al salir apurada de casa… por imperiosa necesidad.

El caso está tomado de una historia real, la de Anita Narre y su esposo Shivram, residentes en el estado de Madhya Pradesh. Aunque más bien podría hablarse de millones de historias, si no idénticas, muy parecidas al menos en algunos aspectos. En 2014, año en que el gobierno del primer ministro Narendra Modi inició la campaña nacional Swachh Bharat (India Limpia) para construir retretes y erradicar el hábito de defecar al aire libre, The Economist refería que unas 130 millones de viviendas no contaban con un servicio sanitario, y que, de las 1.000 millones de personas en el mundo que no disponían de uno, 600 millones vivían en la India. Añádase un dato aun más terrible: según UNICEF, la mitad de los casos de violación de mujeres y niñas en la India ocurren cuando estas salen a aliviarse fuera de casa.

¿Falta de recursos? Pues no exactamente. Un grupo de investigadores de una universidad de EE.UU. que realizó un trabajo de campo en el país asiático, halló que muchos consideraban que tener el baño dentro de casa era “contaminante” y signo de impureza –justo el argumento del padre de Keshav–, y que irse a campo abierto a hacer lo que la discreción aconseja hacer en privado era una actividad recomendable, que confería “fuerza y vigor” a los hombres.

Justo para despejar campos y ciudades de tantas manifestaciones de “vigor”, fue que surgió la campaña del gobierno. Por ello algunos ven, tras la “escatológica” comedia del director Shree N. Singh, la mano de Narendra Modi y el Swachh Bharat, y un modo algo peculiar de tratar el asunto. “La urgencia del tema es innegable –afirmaba un crítico en un canal de televisión local–, pero seguramente hay maneras más sutiles y menos serviles de hacerle entender esto a la gente”.

Pudiera ser, pero ¿algún problema con esto? La realidad es que, pese a la campaña iniciada en 2014, todavía 500 millones de indios salen varias veces al día a la intemperie, y no precisamente para tomar el fresco. Que se dedique una película a promover la higiene y que se haga en el tono más jocoso posible, puede, por ese magnetismo tan propio de las estrellas de Bollywood que empuja a muchos a imitarles, llegar a modificar conductas…

Y a limpiar un país, ¿por qué no?




“Que los musulmanes no mordemos”

Los atentados ejecutados por miembros del Estado Islámico en varios países occidentales pueden inducir a una parte de la opinión pública a identificar el terrorismo con la única forma de ser y proceder de quienes se dicen creyentes del islam. Para los criminales barbudos y aturbantados, si no hay sangre de infieles de por medio la divinidad no queda complacida, ergo, hay que causar el mayor daño posible, aunque una consecuencia de sus atropellos sea que la religión del “profeta” se hunda más en el lodo y arrastre consigo el prestigio de fieles que no serían capaces de matar una mosca.

Para tratar de desarraigar las percepciones no favorables del islam han visto la luz recientemente algunas iniciativas. En este mismo instante, por ejemplo, un grupo de 30 imanes participa en una campaña denominada “Marcha de los musulmanes contra el terrorismo”, y ha emprendido un recorrido en autobús por las ciudades europeas más golpeadas por el terrorismo islamista. Irán a Berlín, donde en 2016 un fanático arrolló con un camión a una multitud en un mercadillo navideño; a Niza, donde otro hizo lo mismo en el paseo marítimo; a la tumba de un anciano sacerdote degollado por dos extremistas en Saint-Etienne-du-Rouvray; a París, a Bruselas… Las “hazañas” en nombre de Alá han sido tan numerosas que los religiosos tendrán autobús y carretera para rato.

Entretanto, allá en las antípodas, en Australia, una mujer musulmana hace la guerra por su cuenta: en la ciudad de Melbourne, donde regenta una cafetería, ha ideado un programa de encuentros entre mujeres creyentes del islam y público en general, para intentar desmontar prejuicios. Hana Assifiri, mitad libanesa, mitad marroquí, ha llamado a sus reuniones mensuales “Speed Date a Muslim”, “Cita rápida con un musulmán”, y dice que allí se puede preguntar de todo. No es extraño que las interrogantes giren a menudo sobre lo que más choca a los occidentales: por qué los fieles de Mahoma no toman determinados alimentos, por qué algunas mujeres usan el niqab o el burka, por qué los terroristas alegan que sus acciones son aprobadas por Alá, etc.

Hana responde, aclara dudas, y también sus empleadas –solo contrata a musulmanas, por eso que ella llama “discriminación positiva”–, aunque a veces sus argumentos dan pie a que el debate se caliente bastante. Como en el tema de la exdiputada holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, quien se ha referido al islam como “una destructiva y nihilista cultura de la muerte”. La también activista del feminismo debió suspender una visita a Australia en abril pasado, por la presión de una campaña en su contra y por cuestiones de seguridad, después de que un colectivo de musulmanas australianas la calificara de “estrella de la islamofobia”. Hana Assifiri –sí, nuestra dialogante Hana, que al final de las reuniones sirve unos deliciosos pasteles para rebajar las tensiones del debate– estuvo entre quienes más activamente se opusieron, con éxito.

Hirsi Alí no solo no puede poner un pie en Australia, sino que ni tan siquiera puede surgir como tema en las reuniones de Hana, quien lacónicamente la desacredita en cuanto una asistente la cita. Tal vez la pastelera deba corregir un poco el rumbo de esas “desprejuiciantes” conversaciones en las que, visto lo visto, no se puede preguntar “de todo”. Porque arremeter contra unos tíos que no encarnan el verdadero islam puede ser muy fácil: si unos decapitan a los infieles y otros toman el té con estos, los primeros tienen que ser una aberración de la normalidad islámica. Más difícil puede resultarle a la anfitriona, sin embargo, explicar por qué, en contextos no dominados por el EI y en los que el islam es la norma, tienen lugar prácticas tan raras como  no dejar conducir a las mujeres (Arabia Saudí), azotarlas en público por vestir pantalones o por adulterio (Sudán et al.), o apedrearlas hasta la muerte por el último motivo (Afganistán, Pakistán…).

Quizás sería oportuno preguntarle además, retando a su imaginación, cómo acabaría en Riad o en Islamabad un intento de organizar una “Speed Date a Christian”. O qué tal un autobús de sacerdotes católicos y pastores evangélicos aparcando en La Meca, para dar a conocer allí la verdadera ética cristiana y convencer al público de que quienes publican caricaturas del “profeta” no son gente demasiado asidua a la misa o a la escuela dominical.

La disposición es buena, sí. Pero en cuanto al público le dé por cotejar las pregonadas maravillas del islam con la crudeza de los hechos, Hana va a necesitar que el mismísimo Averroes se dé una vuelta por el café y le ayude con las contradicciones. De seguro el andalusí, cuando se entere de cómo han ido las cosas en la umma desde que partió de este mundo, se atragantará con un trozo de pastel.




Sexismo sexista y sexismo “sexy”

La estampa es conocida para cualquier aficionado al ciclismo, el tenis, las carreras de motos o la Fórmula 1: en la entrega de premios o antes de que comience la competición, varias chicas guapas y con ropa ceñida flanquean al deportista mientras sonríen a la cámara. El debate sobre si se trata de una práctica sexista que convierte a estas mujeres en objetos decorativos, o directamente en reclamos eróticos, ha emergido recientemente en los medios. Y ya era hora.

Realmente, la misma existencia de las “azafatas deportivas” resulta ridícula y completamente innecesaria en la mayor parte de las competiciones. En otras, la presencia de algunos asistentes (como los recogepelotas en el tenis) sí puede ser útil para el desarrollo del juego, pero no hay motivo para que las chicas deban ir con minifaldas, o maquilladas como si asistieran a una recepción diplomática.

Con todo, hay que decir que el deporte no es el único campo donde ocurren estas cosas. En Reino Unido, el Parlamento va a considerar una petición ciudadana para prohibir que algunas empresas obliguen a las empleadas que tienen contacto directo con el público a llevar tacones altos y ropa “reveladora”.

Pero volvamos al tema de las azafatas deportivas. Un análisis podría atribuir este tipo de conductas a la pervivencia de cierta cultura patriarcal, que relega a la mujer a un papel de subordinación o incluso sumisión respecto al hombre. Y es cierto que el machismo explica parte del asunto, pero solo parte.

De fondo hay otro tipo de sexismo, generalmente aceptado por la sociedad porque se presenta como una muestra de “empoderamiento femenino”. Es el sexismo sexy. El que lleva a muchos guionistas de cine a incluir por defecto alguna escena de cama con desnudo femenino si quieren que la película sea un éxito; o el de los videoclips musicales (que el cantante sea hombre o mujer da lo mismo) repleto de bailarinas en bikini.

Alguien podría argüir que en estos casos no se trata de pobres trabajadoras ofrecidas como mercancía al insaciable apetito del mercado, sino de mujeres “empoderadas” y orgullosas de su sexualidad. Pero es que algunas azafatas, según han contado a los medios, también se sienten así.

¿Cómo se les ocurre? Alguna diva del pop debería explicarles que el empoderamiento a base de mostrar carne es patrimonio de las artistas, y no de las chicas del montón.




Desproteger a la mujer en nombre del feminismo

El pasado jueves, el Parlamento de la Comunidad Valenciana decidió celebrar el reciente Día Internacional de la Mujer derogando una ley que ofrecía información y apoyo a las embarazadas que quisieran llevar adelante su embarazo. Los partidos que dieron su voto para revocarla (el tripartito gobernante: PSOE, Compromís y Podemos, más Ciudadanos, que se abstuvo)  justificaron su decisión en que el texto “estaba lleno de ideología”, “trataba a las mujeres como menores de edad”, e “interfería en su libre decisión”.

Seguramente, tales acusaciones estaban encaminadas a evitar al ciudadano común la molestia de enfrentarse por sí mismo a una norma tan retrógrada. No obstante, para quien haya desconfiado de las precauciones de los parlamentarios y de su “neutralidad ideológica”, o simplemente quiera formarse un juicio propio, el Boletín Oficial del Estado ofrece el texto de la ley.

Allí se podrá comprobar que la norma, fruto de una iniciativa legislativa popular (cfr. Aceprensa, 3-1-2011), es fundamentalmente un conjunto de medidas destinadas a que las mujeres embarazadas que lo soliciten puedan recibir información adecuada y trasversal –sanitaria, familiar, jurídica, laboral– sobre las ayudas a las que tienen derecho si deciden tener al hijo. Es decir, para que la ley entre en acción hace falta, en primer lugar, que la madre quiera llevar adelante la gestación, y que quiera recibir información. No parece, sin embargo, que esta doble manifestación de la voluntad de la mujer sea suficiente para bajar a los parlamentarios del burro de que la norma “interfiere en su libre decisión”.

Resulta difícil oponerse a cualquiera de las medidas impulsadas por la ley: crear centros de atención a la maternidad en los hospitales, y equipos itinerantes que puedan atender a las mujeres en su domicilio; habilitar un teléfono gratuito de información; dar prioridad en las ayudas a aquellas gestantes con especial riesgo de exclusión social; proporcionar a las menores de edad embarazadas apoyo psicológico antes y después del parto, módulos de educación en la maternidad y formación afectivo-sexual, además de una renta incondicionada; garantizar el acceso a la información a las mujeres inmigrantes, sea cual sea su situación jurídica.

¿Cuál es, entonces, el pecado de la ley? Aunque ninguno de los políticos lo ha señalado, seguramente tiene que ver con la utilización de algunas expresiones peligrosamente provida, como “vida en desarrollo”, y “desde el momento de la concepción”. Esto, ya se sabe, choca con el ortodoxo credo abortista, que de manera clara y científicamente comprobable establece que la vida comienza… cuando la madre lo desea.

Las creencias, la ideología, son importantes, y estos parlamentarios tienen derecho, faltaría más, a basarse en ellas para derogar la ley. Lo que resulta un poco incoherente es que el argumento para hacerlo sea tacharla de ideológica.




Vientres de alquiler: con la Iglesia nunca, aunque estemos de acuerdo

Son de izquierdas y feministas. Se oponen a cualquier forma de explotación del cuerpo femenino. De ahí que hayan firmado y publicado en Internet un manifiesto contra la maternidad subrogada: No somos vasijas. Alquilar vientres, dicen, es alquilar mujeres, poner precio a su dignidad.

Hasta aquí todo normal. Lo curioso llega cuando uno empieza a leer los argumentos. Los primeros –los más importantes, se supone– señalan la injusticia de que un contrato obligue a una mujer a tener al niño. Parece que lo que molesta a los firmantes es solo que la mujer no pueda abortar. Entonces no habría problemas, cabe suponer, si la gestante que presta su vientre para otros lo hace por propia decisión altruista.

Pero no: el manifiesto señala unos puntos más abajo que “el altruismo y generosidad de unas pocas, no evita  la mercantilización, el tráfico y las granjas de mujeres”; y que “cuando la maternidad subrogada altruista se legaliza se incrementa también la comercial”. Dos argumentos válidos –y ciertos– en sí mismos, pero que se refieren más a las circunstancias que a la injusticia intrínseca de la maternidad subrogada.

Sin embargo, entre los primeros argumentos y estos últimos aparece una afirmación un tanto desconcertante: “La recurrencia argumentativa al altruismo y generosidad de las gestantes (…) refuerza la arraigada definición de las mujeres, propia de las creencias religiosas, como seres-para-otros”. Es como si los autores del manifiesto no pudieran resistirse a atizar a la religión, o al cristianismo, que es, de los grandes credos, el que con más claridad se opone a los vientres de alquiler. La consigna parece ser no mostrarse de acuerdo con la Iglesia, pase lo que pase. Los autores de No somos vasijas podrían haber encontrado un aliado para el argumento de la dignidad de la mujer en la doctrina cristiana, pero eso es anatema. Más coherentes, aunque sus conclusiones sean menos éticas, son otras voces dentro de la izquierda que, bajo el lema de “mi cuerpo es mío”, propongan justo lo contrario: legalizar la práctica de la maternidad subrogada.

En el fondo, el debate en torno a los vientres de alquiler denuncia el viejo dilema entre el progresismo “de valores” y el que podríamos llamar libertario; un debate presente también en el tema de la prostitución (pero ausente –por desgracia– en el del aborto). Si no fuera por la alergia a lo católico, la postura de la Iglesia podría enriquecer esta discusión. Pero ya se sabe: un dogma es un dogma.




El camaleónico discurso abortista

A los activistas pro-aborto les gusta presentarse como una comunidad unida en torno a un mensaje nítido, universal y emparentado irrevocablemente con el progreso: la liberación de la mujer. Por eso, resulta desconcertante –o, más bien clarificador– que sus argumentos para defender ese supuesto absoluto varíen tanto, según dónde se produzca la polémica.

En algunos países se pide la liberalización del aborto para reducir la alta mortalidad materna asociada a las prácticas clandestinas. Este argumento no se emplea en Chile o Irlanda, porque allí se ha demostrado que una legislación provida es perfectamente compatible con que mueran muy pocas madres (menos que en otros lugares con leyes más laxas): la clave está en la calidad del sistema sanitario.

En otros lugares se arguye que el aborto es una manifestación del derecho de la mujer a hacer lo que quiera con su cuerpo. Pero este argumento tampoco es el mejor en países como Polonia, donde se ha propuesto cambiar la legislación: según las encuestas, un 73% de la población está conforme con la ley actual, que solo permite abortar en casos de violación, incesto, riesgo para la vida de la madre o malformaciones genéticas en el feto. Es decir, a la mayoría de los polacos les parece que solo debe permitirse el aborto si concurren circunstancias graves, no el aborto a petición.

Por eso, allí los “pro-choice” están subrayando el hecho de que el endurecimiento de la ley haya recibido el apoyo de un partido ultraderechista (aunque el proyecto parte de una iniciativa popular), como si el valor de una postura dependiera de quién la defienda. Quien no cambia de argumento es la Iglesia católica, que en Polonia ha dado su apoyo a la propuesta. Su posición sí es clara, absoluta y universal: la vida del feto tiene un valor en sí misma. Tanto –ni más, ni menos– como la de la gestante. Por eso hay que intentar salvar las dos. Esto no es ser radical, es ser coherente.