«Machismo» contra la extraterrestre

El anuncio publicitario de la Lotería de Navidad de este año ha sido, como el de otros, objeto de críticas, memes, chistes… Y de una carta muy, muy seria: la que ha enviado una directiva del Consejo de la Juventud de España (CJE) a Loterías y Apuestas del Estado, para quejarse de que el spot, dirigido por Alejandro Amenábar, es “machista y sexista”.

Ilustrémoslo: una joven extraterrestre llega a la Tierra, más exactamente a Madrid –no a Nueva York, que es a donde van a parar tradicionalmente los alienígenas, los fantasmas, los monos gigantes, etc.–, y se pone a la cola de una administración de Loterías. Un muchacho llega, le pide la vez, y entabla con ella un diálogo que, paulatinamente, se convierte en una relación más sólida. La chica, por supuesto, no habla español, pero el intercambio con señas y gestos va fluyendo, y con el paso de los días hay victoria por partida doble: triunfa el amor, y el décimo que han comprado se lleva el Gordo.

Para el CJE, sin embargo, nada de enamoramientos espontáneos –el episodio “apuntala las relaciones tóxicas”, dice– ni de algarabía de los niños de San Ildefonso. Según la misiva citada por El País, la protagonista es “una mujer silenciada, sin autonomía o control sobre su propia vida”, y de quien el hombre aparece como “salvador”.  Además, el hecho de que la chica tenga la belleza física por atributo es, para la autora de la queja, “fiel reflejo de los cánones de belleza normativos que marca la publicidad heteropatriarcal de nuestros días”.

Hay que estar atentos a las sutilezas, sí señor; vivir al tanto del detalle, porque quieras que no, ¡zas!, nos cuelan un anuncio machista en toda regla a los que, ciegos de nosotros, solo percibíamos un anuncio publicitario más, sin penas ni glorias. Por fortuna, donde la inmensa mayoría no advierte prejuicios ni perjuicios, hay quienes, siempre en garde!, se encargan de hacérnoslos ver, y ¡ay del que no repare en ellos o los tenga por buenos! Puede topar con unos inquisidores exquisitos, gente que está a la caza del mínimo detalle que sugiera machismo o “fobias” de diverso tipo, y que pase desapercibido para el común de los mortales.

Ellos, en cambio, están adiestrados en olisquear faltas y se desviven por exponer públicamente a los infractores, aunque deban inventarse la falta y el infractor. Curiosamente, un filme de Milos Forman, Los fantasmas de Goya, refleja una situación parecida. La escena transcurre en 1792: la señorita Inés Bibatúa (Natalie Portman) entra a una taberna española con algunos amigos y rechaza probar un cochinillo asado, pero con tan mal pie que unos espías de la Inquisición le clavan los ojos en ese momento y entienden que lo ha hecho por una presunta observancia de la ley judía, por lo que ella termina dando con sus huesos en la cárcel. Nada de que la joven hubiera desayunado tarde, o de que quizás llevaba una semana comiendo cerdo y estaba hasta las narices. ¿No probó el cochinillo crujiente? ¡Judaizante, hereje, a la mazmorra! Lo que falta en cuanto a pruebas objetivas para constatar un delito, ya lo suple la florida imaginación de los inquisidores. Siglo XVIII, siglo XXI, qué más da…

“¡Díganme qué quieren oír!”

Que sí: que nos vigilan. Olvidémonos del Gran Hermano de Orwell. Ya nos encargamos nosotros de hacer saber nuestras opiniones en las redes sociales o donde se presente, y de facilitarles el trabajo a estos agentes del bien, que ya ellos, como corresponde, se darán a la tarea de levantar cada brizna de paja del montón para encontrar la aguja.

Donde no la haya, la sembrarán. ¿Que la chica del anuncio de Loterías es bonita? Mal: reproduce el modelo que ha establecido el heteropatriarcado, ergo, ¡no puede serlo!, por más que la genética y los factores ambientales hayan determinado que sus rasgos físicos sean unos y no otros. El anuncio del año próximo, siguiendo esta línea de pensamiento, bien pudiera protagonizarlo la Venus de Willendorf, también modelada, por cierto, según los cánones estéticos de su época, pero en nada sospechosa de ser complaciente con el heteropatriarcado actual –que es lo que, según criterios estrechos, parecen ser las mujeres agraciadas–.

Hay un peligro en todo esto, y más preocupante que el de caer en el ridículo con tesis “patriarcodifusas” y “heteropluscuamperfectas”: el que corre la libertad de expresión. Per se, esta no es absoluta, tiene límites –debe tenerlos–, pero ahora mismo está siendo obligada a pasar por una canalita demasiado angosta, moldeada por los criterios subjetivos de quienes entienden llegada la hora de ajustar cuentas, sin mayores distinciones.

En no pocos casos, el resultado será –es– el triunfo de la hipocresía: diré lo que quieras que diga, con tal de que no me pongas en la diana y me hagas papilla comestible para muchos otros hipócritas. Me callaré, pero el debate social perderá. La confrontación de criterios entre contrarios, de donde brotan dialécticamente las soluciones, cesará; predominará un higiénico asentimiento, y los que tenemos la fortuna de vivir en países democráticos nos burlaremos de esos millones de personas que en su momento se jugaron el pellejo para que todos, los amigos y los adversarios, pudieran decir con libertad lo que opinan.

Sí: vamos por el caminito trazado. Incluso en ese retrato hiperbólico de la sociedad norteamericana que es Los Simpson –un producto artístico bastante liberal–, han tomado nota. En una escena (a partir del minuto 2:40) en la que el director del colegio, Seymour Skinner, intenta convencer a un auditorio femenino sobre su compromiso personal con el feminismo –incluso viste una saya para dejar patente que él no ve diferencias entre sexos–, se produce el siguiente diálogo con varias asistentes:

– Es Ud. una mala versión de Hitler –le espetan–.

– Por favor, créanme: yo comprendo los problemas de las mujeres –responde. Un alumno se burla entonces de su indumentaria y le llama “travesti”.

– ¿Es porque llevo un vestido de mujer? No me había fijado. Cuando miro en mi armario no veo ropa de hombre o ropa de mujer. No hay ninguna diferencia.

– ¿Sugiere que hombres y mujeres son idénticos? –vuelve otra a la carga–.

– ¡Claro que no! Las mujeres son únicas en todos los aspectos.

– Ahora dice que hombres y mujeres no son iguales…

– ¡No, no, no! Son nuestras diferencias las que por inexistentes nos hacen excepcionalmente iguales. ¡Díganme lo que quieren oír!

Ficción y comedia a un lado, por ahí van los tiros: por el “díganme lo que quieren oír”. Para las gentes que viven bajo el yugo de sociedades totalitarias, la pregunta tendría sentido –problemas, los justos–, pero no para quienes viven en los Estados Unidos del profesor Skinner. Ni en la España donde, para una vez que viene, una extraterrestre encuentra el amor y se gana la lotería.




¡Alegraos, oh celtíberos: ha llegado el solsticio!

Filling Stonehenge at Winter Solstice. Feat. Blackberry.

Stonehenge, Inglaterra: cientos de curiosos reunidos para celebrar el solsticio de invierno.

¡Enhorabuena, amigos celtas, íberos, mayas, romanos y de civilizaciones variopintas! Ya tenemos aquí el solsticio de invierno. Ese buque insignia de las ciudades españolas que es el Ayuntamiento de Madrid, capitaneado por Manuela Carmena y su atrevida tripulación de Podemos, nos regala este año una nueva fiesta: un desfile de luces con el que saludar, el 21 de diciembre, la llegada del invierno y, desde ese momento, el acortamiento progresivo de las noches.

Es la luz que vence a la oscuridad, pero no al estilo del Niño que, en las pinturas barrocas, iluminaba él solo el establo en que había nacido y, más allá,  a la humanidad toda. No, no. En el solsticio carmeno-podemístico, la luz va de otros rollos. Según nos ilustra un folleto creado para la ocasión, la fiesta luminosa tiene más que ver con el significado que le daban los antiguos nórdicos, como celebración de la fertilidad y la abundancia, y los mayas, para quienes era el momento ideal para sembrar el maíz.

Habrá que agradecer primeramente al Ayuntamiento por recordarles a los madrileños que es ese día y no otro el más propicio para que planten sus semillas del cereal, no sea que los manes de sus antepasados se les vuelvan en contra, les echen a perder lo sembrado y tengan que ir en primavera al súper o al ultramarino de toda la vida a comprar el grano dorado.

Igualmente, estaremos todos muy al tanto de ver si el consistorio capitalino sigue adecuadamente todos los pasos del blót, el sacrificio que los antiguos nórdicos solían hacer en este momento del año, en los equinoccios de primavera y otoño, y en el solsticio de verano. A Odín, dios de la guerra, los vikingos ofrecían en estas fechas sacrificios de animales, fundamentalmente caballos, pero igualmente de niños y adolescentes elegidos para la ocasión, en una juerga aderezada con abundantes brindis en honor de todo el panteón escandinavo. El “botellón” de entonces, vamos.

Tales costumbres fueron abolidas tras la llegada del cristianismo a Escandinavia e Islandia. La nueva religión resignificó las fiestas, poniendo luz y esperanza donde antes había únicamente oscurantismo y crueles prácticas que hacían peligrar la existencia de los potenciales “tributos”. Pero eso no parece importar por aquí, acostumbrados como estamos a escuchar que fue el cristianismo el que “oscurantizó” a Europa. Podrá ocultarse, pero la celebración que ahora nos propone el Ayuntamiento madrileño tenía una cara bastante menos amable, y no interesa mostrarla. Del solsticio, solo la luz, aunque puestos a ceñirnos a la tradición, los de Carmena pudieran, como también hacían nuestros celtas e íberos, degollar un carnero sobre un altar de piedra, comer las vísceras y echar la sangre a una fuente de agua –¡con la Cibeles tan cerca…!–. Para completar el ritual, algún edil podría echarse una siesta sobre la piel del animal y pedir a los dioses que le hagan sustanciosas revelaciones durante el sueño.

Cabe preguntar, ante la extravagancia de la invitación a esta fiesta neopagana, si responde a algún tipo de reclamo mayoritario. Las tradiciones populares que de verdad lo son, sea la de caballeros cristianos y musulmanes zurrándose simuladamente en Alcoy, o la mismísima tomatina de Buñol, tienen un público que las pide y perpetúa. De momento, sin embargo, a este redactor no se le ha acercado ningún celtíbero para preguntarle qué tal se lo va a montar en el solsticio, ni le consta que la madrileña gente esté muy al tanto de qué es lo que tiene especial ese día.

De la Navidad sí que todos estamos más o menos enterados –que por algo son 20 siglos–, pero de estos aquelarres solsticiales habrá que “enterarnos”. Justo para ello está el mencionado folleto del Ayuntamiento: para dejarnos caer, como “al descuido”, cuáles son las tradiciones guay, que debemos abrazar aunque nos empujen de vuelta a las cuevas, y cuáles aquellas –las cristianas– de las debemos renegar, aunque estén en la base intelectual de nuestra democracia y bienestar.

Tendrá que tener cuidado doña Manuela con el entusiasmo de su equipo por la importación de costumbres y rituales extraños o ya superados. Si algún día a sus asesores “pro-diversidad cultural” se les ocurriera implantar la ancestral práctica esquimal de abandonar a los ancianos en un banco de hielo, la alcaldesa podría tener que poner tierra de por medio para no acabar flotando en una balsa en el estanque de Navacerrada y viendo de lejos cómo su apadrinada, la juvenil portavoz Rita Maestre, azote de capillas, toma el bastón de mando.

Para que ese momento no llegue, ¡mejor alégrate con la Navidad, Carmena! –y vosotros también, colegas celtas, íberos, mayas y vikingos–.