Qué gusto estar en casa

La calefacción central, el agua corriente caliente (y fría), la lavadora, la nevera, el lavaplatos, la cocina de gas o con vitrocerámica (con su campana extractora de humos) y hasta la plancha. Una buena cama con colchón, con almohada y edredón o una buena manta. El cuarto de baño. El ascensor. Todo eso solo en una casa.

Estos días, con la “noticia” del frío un poco más recio en España, caía en la cuenta una vez más del gran confort doméstico con que vivimos en los países desarrollados, todo eso que nos hace la vida mejor y más fácil.

Llegar a casa chimenea en abiertoes una gozada, como también ir a trabajar es, para la gran mayoría de las personas, menos duro, por mucho que se hable del estrés laboral, de los atascos y tan frívolamente de eso de la depresión postvacacional.

Quienes nacimos en los años 60 en España hemos conocido casas de abuelos sin calefacción, con brasero debajo de la mesa camilla. Te separabas del brasero y te helabas. E incluso muchos hemos visto (y visitado) el corral en las casas de pueblo, no había cuarto de baño. Se pasaba un frío horroroso. Sí, claro, el pollo –cuando se comía– sabía a algo, pero había menos pollos, menos de todo y más personas estaban mal alimentadas. Me gustan los pueblos y el campo pero desde la comodidad de mi casa.

Vivimos con un gran confort doméstico muy reciente en la historia humana y, por supuesto, en España. El no tener casa o tenerla mala, sin calefacción o con sistemas de calefacción insuficientes, sin ascensor siendo un anciano, o vivir en casas que se caen a cachos es duro, marca tu vida diaria: levántate y acuéstate con frío, cría a niños en una casa húmeda, cocina sin poder calentar bien algo, lávate en plan gato, sal con 80 años a hacer la compra y vuelve con ella cargando y subiendo 4 pisos.  Esto sucede todavía en nuestro país, pero sucede más fuera de él.

Propongo poner una calle, hacer un monumento o algo para todos esos inventos domésticos, para quienes los idearon o mejoraron, para quienes los hacen. Podría ayudarnos a recordar que vivimos mucho mejor que nuestros antepasados, que no lo valoramos y, de paso, animarnos a ayudar a todos esos, aquí o allá, que no pueden decir eso de “Qué gusto estar en casa”.




“Cinco minutos para medianoche”… de terror

Una expresión muy alemana: “cinco minutos para medianoche”, revela la inminencia de un suceso. Si lo que se viene es tan trágico como la voladura de un tren o de una sala de aeropuerto, aun esa mínima y figurada anticipación es válida si sirve para frustrar el crimen.

El lunes 10 de octubre fue una de esas ocasiones en las que apenas quedaban “cinco minutos”: la policía germana reveló la captura de un ciudadano sirio de 22 años, Jaber Albakr, que se aprestaba a utilizar un kilo y medio de explosivos en un ataque contra la red de transportes del país. El joven, que había obtenido el estatus de refugiado, se les había escurrido a casi 700 agentes, y únicamente la colaboración de otros refugiados sirios –que lo redujeron y avisaron a la policía– posibilitó su arresto en Leipzig, a 85 kilómetros de donde había sido avistado por última vez.

El ataque escasamente “martirial” de Albakr hubiera sido una mota negra más en la hiena del yihadismo que acecha a Alemania y que de vez en vez lanza una dentellada. Solo en julio hubo tres incidentes: un  sirio, solicitante de asilo, hizo estallar un explosivo en Ansbach, Baviera. Otro coterráneo suyo –con antecedentes violentos, según se comprobó después– asesinó a machetazos a una mujer en  Reutlingen, Baden-Württemberg, y en un tren de la también bávara Wurzburgo, un refugiado afgano de 17 años atacó a varios pasajeros con un cuchillo y un hacha.

Vale: los criminales no son mayoría entre quienes huyen de la guerra –de hecho, fueron compatriotas de Albakr, agradecidos de la hospitalidad germana, quienes lo detuvieron–, pero la advertencia del cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, ha demostrado ser no “xenofobia”, sino sentido común. Un año atrás, su exhortación a ser “muy lúcidos” y a cuestionar si todos los que llegaban a Europa eran “trigo limpio” le valió insultos e intentos de demanda judicial por parte de algunos buenistas de la política y de las ruidosas tertulias televisivas.

Los hechos, sin embargo, son tozudos, y Alemania puede atestiguarlo. ¿Alguien, como quien no quiere la cosa, se apunta a pedirle disculpas a Mons. Cañizares?