“Que los musulmanes no mordemos”

Los atentados ejecutados por miembros del Estado Islámico en varios países occidentales pueden inducir a una parte de la opinión pública a identificar el terrorismo con la única forma de ser y proceder de quienes se dicen creyentes del islam. Para los criminales barbudos y aturbantados, si no hay sangre de infieles de por medio la divinidad no queda complacida, ergo, hay que causar el mayor daño posible, aunque una consecuencia de sus atropellos sea que la religión del “profeta” se hunda más en el lodo y arrastre consigo el prestigio de fieles que no serían capaces de matar una mosca.

Para tratar de desarraigar las percepciones no favorables del islam han visto la luz recientemente algunas iniciativas. En este mismo instante, por ejemplo, un grupo de 30 imanes participa en una campaña denominada “Marcha de los musulmanes contra el terrorismo”, y ha emprendido un recorrido en autobús por las ciudades europeas más golpeadas por el terrorismo islamista. Irán a Berlín, donde en 2016 un fanático arrolló con un camión a una multitud en un mercadillo navideño; a Niza, donde otro hizo lo mismo en el paseo marítimo; a la tumba de un anciano sacerdote degollado por dos extremistas en Saint-Etienne-du-Rouvray; a París, a Bruselas… Las “hazañas” en nombre de Alá han sido tan numerosas que los religiosos tendrán autobús y carretera para rato.

Entretanto, allá en las antípodas, en Australia, una mujer musulmana hace la guerra por su cuenta: en la ciudad de Melbourne, donde regenta una cafetería, ha ideado un programa de encuentros entre mujeres creyentes del islam y público en general, para intentar desmontar prejuicios. Hana Assifiri, mitad libanesa, mitad marroquí, ha llamado a sus reuniones mensuales “Speed Date a Muslim”, “Cita rápida con un musulmán”, y dice que allí se puede preguntar de todo. No es extraño que las interrogantes giren a menudo sobre lo que más choca a los occidentales: por qué los fieles de Mahoma no toman determinados alimentos, por qué algunas mujeres usan el niqab o el burka, por qué los terroristas alegan que sus acciones son aprobadas por Alá, etc.

Hana responde, aclara dudas, y también sus empleadas –solo contrata a musulmanas, por eso que ella llama “discriminación positiva”–, aunque a veces sus argumentos dan pie a que el debate se caliente bastante. Como en el tema de la exdiputada holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, quien se ha referido al islam como “una destructiva y nihilista cultura de la muerte”. La también activista del feminismo debió suspender una visita a Australia en abril pasado, por la presión de una campaña en su contra y por cuestiones de seguridad, después de que un colectivo de musulmanas australianas la calificara de “estrella de la islamofobia”. Hana Assifiri –sí, nuestra dialogante Hana, que al final de las reuniones sirve unos deliciosos pasteles para rebajar las tensiones del debate– estuvo entre quienes más activamente se opusieron, con éxito.

Hirsi Alí no solo no puede poner un pie en Australia, sino que ni tan siquiera puede surgir como tema en las reuniones de Hana, quien lacónicamente la desacredita en cuanto una asistente la cita. Tal vez la pastelera deba corregir un poco el rumbo de esas “desprejuiciantes” conversaciones en las que, visto lo visto, no se puede preguntar “de todo”. Porque arremeter contra unos tíos que no encarnan el verdadero islam puede ser muy fácil: si unos decapitan a los infieles y otros toman el té con estos, los primeros tienen que ser una aberración de la normalidad islámica. Más difícil puede resultarle a la anfitriona, sin embargo, explicar por qué, en contextos no dominados por el EI y en los que el islam es la norma, tienen lugar prácticas tan raras como  no dejar conducir a las mujeres (Arabia Saudí), azotarlas en público por vestir pantalones o por adulterio (Sudán et al.), o apedrearlas hasta la muerte por el último motivo (Afganistán, Pakistán…).

Quizás sería oportuno preguntarle además, retando a su imaginación, cómo acabaría en Riad o en Islamabad un intento de organizar una “Speed Date a Christian”. O qué tal un autobús de sacerdotes católicos y pastores evangélicos aparcando en La Meca, para dar a conocer allí la verdadera ética cristiana y convencer al público de que quienes publican caricaturas del “profeta” no son gente demasiado asidua a la misa o a la escuela dominical.

La disposición es buena, sí. Pero en cuanto al público le dé por cotejar las pregonadas maravillas del islam con la crudeza de los hechos, Hana va a necesitar que el mismísimo Averroes se dé una vuelta por el café y le ayude con las contradicciones. De seguro el andalusí, cuando se entere de cómo han ido las cosas en la umma desde que partió de este mundo, se atragantará con un trozo de pastel.




Hamás se “moderniza”

La organización armada palestina Hamás, que gobierna la Franja de Gaza desde 2006, ha sido noticia en estos días porque está cambiando las maneras. Las de expresarse, apunto. Lo ha hecho en su nuevo documento programático, presentado por su líder, Khaled Meshal, en Doha; un texto en el que no se habla de “echar a los judíos al Mediterráneo” –la tradicional doctrina de los islamistas palestinos–, sino de una guerra de liberación nacional que no va contra los judíos, sino contra “el proyecto sionista”.

Según la declaración, Hamas –que es considerada organización terrorista por EE.UU. y la UE– no lucha contra los judíos por ser judíos, sino contra los ocupantes de Palestina. En otra innovación, el grupo se dice dispuesto a establecer “un Estado palestino completamente soberano e independiente, con Jerusalén como capital, dentro de las fronteras del 4 de junio de 1967”, esto es, en Gaza y Cisjordania y la parte oriental de la Ciudad Santa. Con lo que progresamos: de no querer ver a un solo judío en Palestina a reconocer implícitamente que en algún sitio deben acomodarse, va un trecho y un avance. Uno de los portavoces del grupo, citado por CNN, revela el objetivo del cambio: “Nuestro mensaje al mundo es este: Hamás no es radical. Somos un movimiento civilizado y pragmático”.

Pragmatismo, sin dudas. El propósito declarado en el anterior documento rector, de 1988, de borrar a Israel del mapa, se ha tornado más difícil que, para la zorra de la fábula, alcanzar las uvas. “Están ácidas”, se consoló la raposa mientras se retiraba con el estómago vacío; “somos un movimiento civilizado”, se encogen de hombros  Meshal y los suyos, quizás lamentando para sus adentros que ninguno de sus misiles caseros o Made in Iran haya podido alcanzar nunca la sede de la Kneset (el Parlamento israelí).

No es, por cierto, la primera vez que Hamas desliza la posibilidad de un territorio compartido. Ya en 1997, The Washington Post recogía las declaraciones del fundador del grupo, Ahmed Yassin –fulminado en 2004 durante un ataque aéreo–, quien ofreció a Israel una tregua a cambio de que sus colonos y soldados se retiraran de la Franja y de la ribera occidental del Jordán.

Lo que hoy se muestra como pragmatismo y sentido común, sin embargo, tiene algunos agujeros. En el propio documento “actualizado” hay expresiones que no cuadran con lo que se quiere hacer ver, como que “ni una sola piedra de Jerusalén puede ser entregada ni se puede renunciar a ella”; que “no habrá reconocimiento de la legitimidad de la entidad sionista”, o lo de que “ninguna parte de Palestina será negociada ni entregada”.

Contradicción pura: hablar de volver a las fronteras de 1967 ya es reconocer, de facto, que no toda Palestina –ni toda Jerusalén–  es territorio árabe. Entreabrir los ojos y el juicio les haría ver a los islamistas, sin demasiado problema, que así como se equivocaban los pioneros sionistas que reclamaban Tierra Santa para los judíos por ser “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, también es punto menos que imposible obligar a generaciones enteras de israelíes a tomar sus bártulos y largarse del territorio en el que vivían antes de, al menos, la Guerra de los Seis Días.

Hamás pretende, sí, lavarse la cara para intentar atraer amistades, pero lo hace tarde y mal. Sus contradicciones hacia Israel son, precisamente, de igual calidad que las de sucesivos gobiernos israelíes: también dicen querer la paz, pero ni hablar de desmantelar colonias ilegales ni de aplicar la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, de 1967, que pide un regreso a las fronteras anteriores a la guerra. “¿La paz? ¡Oh, sí, cuánto la necesitamos!”, dicen a ambos lados, pero entender que el otro –sea que lleve una kefia o una kipá– también necesita un territorio donde vivir y desarrollarse, eso no. Todo el mundo en sus trece.

Declare Hamás lo que declare, en ese nido de precariedad que es la Franja de Gaza, donde según Amnistía Internacional las violaciones de los derechos humanos las cometen los islamistas, se seguirá sembrando la semilla de la confrontación. Aunque la dirección del grupo se diga “civilizada y pragmática”, los libros de texto con que se forman los estudiantes de Gaza seguirán desbordados por la misma palabrería antijudía de siempre, del tipo “los judíos y el movimiento sionista no están relacionados con Israel,  porque los hijos de Israel son una nación que ha sido aniquilada”.

Para no ser los judíos el enemigo, se disimula bastante mal.




Las manos de Merkel

Un fotomontaje publicado en Twitter por el líder ultraangela_merkel_handsderechista holandés Geert Wilders muestra a una Angela Merkel con el rostro y las manos ensangrentadas. En opinión de Wilders –y del británico Nigel Farage, y de varios políticos alemanes críticos con la acogida a los refugiados sirios, afganos, africanos, etc.– en la canciller germana reside toda la culpa por el atentado terrorista del pasado 19 de diciembre en un mercadillo navideño berlinés.

Ciertamente, en una masa tan enorme de refugiados como la que tocó a las puertas de Europa en 2015 (solo en Alemania entraron 1,5 millones), no es raro que el Estado Islámico haya “colado” a algunos de sus asesinos –por desgracia, el “¿son todos trigo limpio?”, del cardenal Antonio Cañizares, ha demostrado su pertinencia en más de una ocasión–.El último atacante, el tunecino Anis Amri, que acaba de morir en Milán en un tiroteo con la policía italiana, no había entrado en esa ola, sino en 2011, pero era seguido de cerca por la policía alemana, que ya había intentado deportarlo al no cumplir con las condiciones necesarias para obtener asilo. Túnez, sin embargo, negó que fuera ciudadano suyo y no aceptó recibirlo, por lo que Alemania, que es un Estado de Derecho y no dispone de la tecnología para evaporar personas, tuvo que dejarlo estar.

Habrá que decir, primeramente, que lo de las manos ensangrentadas de Merkel es una crítica cuando menos injusta. La canciller alemana no salió “de compras” en 2015 y regresó con refugiados a casa. De hecho, cuando la crisis de los desplazados no había alcanzado aún la magnitud de finales del pasado año, había rechazado ante las cámaras de TV el pedido de una niña palestina –refugiada con su familia en el Líbano, pero con un asilo temporal de cuatro años en Alemania–, para permanecer en el país. No es, pues, que le entusiasme la acogida “al por mayor”.

Lo que sucede, sin embargo, es que un Estado moderno y democrático tiene, felizmente, una “debilidad”: no puede detener por la fuerza el avance de un millón de civiles desarmados que se presenten en su frontera. Si estuviéramos en el siglo XIX y gobernara Otto von Bismarck, este desplegaría un batallón del ejército prusiano y, a cañonazos, echaría atrás el contingente de hombres, mujeres y niños llorosos, hambrientos y muertos de frío. Como las reglas han cambiado, es imposible garantizar de esa manera la inviolabilidad de las fronteras. No lo ha hecho Merkel ni, con seguridad –en el hipotético caso de que fueran primeros ministros– podrían hacerlo Farage ni Wilders, ni tampoco los adversarios que le han brotado por la derecha a la canciller, los de Alternativa por Alemania, que tampoco se han ahorrado la expresión “los muertos de Merkel” para aludir a los asesinados en Berlín.

Por otra parte, los críticos harían bien en darse cuenta de que la normalidad, la paz en las calles europeas, no existe por generación espontánea, sino porque las fuerzas de seguridad están volcadas haciendo su trabajo y frustrando constantemente maquinaciones de atentados. En la madrugada del día 23 de diciembre, por ejemplo, dos jóvenes kosovares fueron detenidos en Duisburgo (oeste) por sospechas de que preparaban un ataque en un gran centro comercial. Los detalles de cuán avanzados estaban en sus preparativos ya se conocerán, pero pronto no habrá demasiado ruido sobre el tema.

Lo que hace ruido, y mucho, es el rastro de sangre de los ataques, pero afortunadamente estos no son la norma. Y no lo son por la eficacia de las fuerzas de seguridad: de seres humanos que, aunque conocen su trabajo, también pueden ser falibles y que, además, para evitar que las libertades de todos retrocedan, saben respetar ciertos límites. Aunque algún pillo siempre habrá que busque fisuras en el muro para atravesarlo y cometer sus crímenes.

Las manos ensangrentadas, en todo caso, serán las suyas, no las de Merkel.




“Cinco minutos para medianoche”… de terror

Una expresión muy alemana: “cinco minutos para medianoche”, revela la inminencia de un suceso. Si lo que se viene es tan trágico como la voladura de un tren o de una sala de aeropuerto, aun esa mínima y figurada anticipación es válida si sirve para frustrar el crimen.

El lunes 10 de octubre fue una de esas ocasiones en las que apenas quedaban “cinco minutos”: la policía germana reveló la captura de un ciudadano sirio de 22 años, Jaber Albakr, que se aprestaba a utilizar un kilo y medio de explosivos en un ataque contra la red de transportes del país. El joven, que había obtenido el estatus de refugiado, se les había escurrido a casi 700 agentes, y únicamente la colaboración de otros refugiados sirios –que lo redujeron y avisaron a la policía– posibilitó su arresto en Leipzig, a 85 kilómetros de donde había sido avistado por última vez.

El ataque escasamente “martirial” de Albakr hubiera sido una mota negra más en la hiena del yihadismo que acecha a Alemania y que de vez en vez lanza una dentellada. Solo en julio hubo tres incidentes: un  sirio, solicitante de asilo, hizo estallar un explosivo en Ansbach, Baviera. Otro coterráneo suyo –con antecedentes violentos, según se comprobó después– asesinó a machetazos a una mujer en  Reutlingen, Baden-Württemberg, y en un tren de la también bávara Wurzburgo, un refugiado afgano de 17 años atacó a varios pasajeros con un cuchillo y un hacha.

Vale: los criminales no son mayoría entre quienes huyen de la guerra –de hecho, fueron compatriotas de Albakr, agradecidos de la hospitalidad germana, quienes lo detuvieron–, pero la advertencia del cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, ha demostrado ser no “xenofobia”, sino sentido común. Un año atrás, su exhortación a ser “muy lúcidos” y a cuestionar si todos los que llegaban a Europa eran “trigo limpio” le valió insultos e intentos de demanda judicial por parte de algunos buenistas de la política y de las ruidosas tertulias televisivas.

Los hechos, sin embargo, son tozudos, y Alemania puede atestiguarlo. ¿Alguien, como quien no quiere la cosa, se apunta a pedirle disculpas a Mons. Cañizares?