Una tradición comunista

Liu Chongfu tenía una granja de cerdos en Taizhou (China). Fue detenido en abril de 2014, y al cabo de ocho meses fue puesto en libertad, tras confesar que había sobornado a cuatro funcionarios para que le concediesen unas subvenciones.

De nuevo en casa, no se ocupaba de la granja y se mostraba deprimido. Acabó contando a su familia lo que había ocurrido: él no había cometido ningún soborno, pero los interrogadores le habían privado de sueño y le habían amenazado con meter en la cárcel también a su mujer y a sus hijas si no denunciaba a los funcionarios. Agotado y dominado por el miedo, creyó que le matarían, y firmó la confesión falsa; entonces le soltaron. Pero el peso de su mala conciencia le aplastaba. En marzo de 2015 se retractó públicamente, mediante una carta a los jueces y una declaración grabada que difundió por Internet.

Pero no hubo revisión del caso. Los cuatro falsamente acusados, “hábilmente interrogados”, confesaron también —aunque uno se desdijo en el juicio— y fueron condenados a penas de 5 a 11 años de prisión. Liu fue detenido otra vez y llevado ante un tribunal, que le impuso dos años, basándose en la confesión que él había firmado.

Esta historia, que The Wall Street Journal cuenta con detalle, es típica de una larga tradición comunista. La policía china arranca confesiones mediante presiones, amenazas y torturas prolongadas durante semanas o meses. Cualquiera que haya leído testimonios sobre las purgas de Stalin y el Gulag reconoce en los métodos de la policía china el manual que el NKVD aplicaba en la Lubianka.

El origen de estas prácticas no es la mera crueldad, sino otra seña del comunismo. Las consignas del mando supremo son inapelables; se transmiten de escalón en escalón hasta los que las aplican sobre el terreno. Si sale bien, cada jerarca se pone la medalla del éxito en su circunscripción; pero se escuda en la ineficacia o traición de los inferiores si algo va mal.

Hace tres años, Xi Jinping lanzó una campaña anticorrupción. Cuando un líder comunista manda extirpar a los corruptos (o los enemigos del pueblo, los kulaks, los contrarrevolucionarios… ha habido distintas versiones), los de abajo tienen que exhibir resultados. De ahí quizá lo que tanto sorprendió al polaco Gustaw Herling-Grudziński, veterano del Gulag: que los soviéticos no se limitaban a matar o esclavizar sin más trámites, sino que tenían obsesión por obtener confesiones, dictar sentencias, documentarlo todo escrupulosamente; aunque todo fuera mentira. Tanto papel, por falso que sea, es la defensa del funcionario.

Así debe de seguir sucediendo en China, donde la campaña de Xi muestra un alto rendimiento: más de un millón de castigados a degradaciones, multas o cárcel. “¿A cuántos corruptos han echado el guante en esa provincia?… ¿Tan pocos? ¿No habrá cierta negligencia?” Es lo mismo de siempre, aunque la brutalidad varía. Stalin ponía cuotas de fusilamientos.

Esto explica también las hambrunas en los regímenes comunistas. Un país no se queda sin alimentos de la noche a la mañana; la tragedia se va preparando durante muchos meses sin que se rectifique a tiempo. Hay que colectivizar; hay que industrializar. ¿Y qué responsable provincial se atreve a decir a su superior que el plan no funciona, que por favor comunique a los de arriba que su gran idea es una quimera insensata, condenada al fracaso? En el comunismo se mata al mensajero de malas noticias.

China ha avanzado tanto, se ha modernizado, se ha hecho tan poderosa y tan rica… Debemos prestar atención a historias como la de Liu Chongfu, para no olvidar que en China sigue reinando el totalitarismo comunista.